Hija de Humo y Hueso (40 page)

Read Hija de Humo y Hueso Online

Authors: Laini Taylor

Tags: #Fantasía

BOOK: Hija de Humo y Hueso
9.37Mb size Format: txt, pdf, ePub

¿Y dónde estaba él ahora? Cada vez que Thiago la levantaba, miraba a su alrededor, pero no vio ninguna máscara de caballo ni de tigre. Esperaba que se hubiera marchado y estuviera a salvo.

Thiago, que hasta ese momento había parecido satisfecho con lo que sus manos tocaban, debió de sentir que no estaba monopolizando su atención. Al bajarla de uno de los saltos, la dejó resbalar a propósito para tener que sujetarla contra su cuerpo. De la impresión, las alas de Madrigal se abrieron espontáneamente, como velas desplegadas al viento.

—Mis disculpas, señora —dijo Thiago, y la descendió hasta que sus pezuñas tocaron el suelo de nuevo, pero no relajó el abrazo.

Madrigal notó la rígida superficie de aquel musculoso pecho contra el suyo. Tuvo que luchar contra el pánico que sentía para evitar escapar de sus brazos; sin embargo, le resultó difícil plegar de nuevo las alas, cuando lo que realmente deseaba era remontar el vuelo.

—Ese vestido ¿está fabricado con sombras? —preguntó el general—. Apenas puedo notarlo entre mis dedos.

No será porque no lo hayas intentado
, pensó Madrigal.

—¿Tal vez sea el reflejo del cielo nocturno —sugirió él— recogido de un estanque?

Ella supuso que trataba de ser poético. Erótico, incluso. Por respuesta, y con tan poco erotismo como le fue posible —más bien como si se quejara de una mancha que no se quitara—, Madrigal dijo:

—Sí, mi señor. Fui a darme un chapuzón, y el reflejo se me quedó pegado.

—Entonces, podría deslizarse como el agua en cualquier momento. Me pregunto qué llevarás debajo de él, si es que llevas algo.

Y esto es un cortejo
, pensó Madrigal. Se ruborizó y se alegró de llevar la máscara, que solo dejaba al descubierto sus labios y la barbilla. Optó por no referirse al asunto de su ropa interior.

—Es más resistente de lo que parece, os lo aseguro —respondió.

Madrigal no pretendía que sus palabras sonaran como un desafío, pero él las interpretó como tal. Alzó la mano hasta los delicados hilos que como una sutil telaraña aseguraban el vestido en torno al cuello de Madrigal, y dio un tirón rápido y firme. Cedieron fácilmente a sus zarpas, y ella ahogó un grito de sorpresa. El vestido se mantuvo en su sitio, pero con un puñado de sus frágiles tirantes rotos.

—O quizá no tan resistente —dijo Thiago—. No os preocupéis, señora. Yo os ayudaré a sujetarlo.

Thiago colocó su mano sobre el corazón de Madrigal, justo encima de su pecho, y ella tembló. Estaba furiosa por temblar. Ella era Madrigal de los Kirin, no una flor movida por el viento.

—Sois muy amable, mi señor —replicó desembarazándose de la mano de Thiago al dar un paso hacia atrás—. Pero ha llegado el momento de cambiar de pareja. Tendré que arreglármelas yo misma con el vestido.

Nunca se había sentido tan contenta de cambiar de pareja. En esa ocasión le tocó bailar con un toro-alce sin ninguna gracia que estuvo a punto de pisarle las pezuñas más de una vez. Apenas se dio cuenta.

Una manera distinta de vivir
, pensó, y aquellas palabras se superpusieron como un mantra a la melodía de la emberlina.
Una manera distinta de vivir, una manera distinta de vivir.

Se preguntó dónde estaría en ese momento el ángel. La ansiedad la invadió intensamente, llena de sabor, como el chocolate cuando se deshacía en su boca.

Antes de que se diera cuenta, el toro-alce la estaba devolviendo a Thiago, que la agarró con fuerza y la atrajo hacia su cuerpo.

—Os he echado de menos —dijo—. Cualquier otra dama resulta vulgar a vuestro lado.

Le hablaba con tono sensual, pero ella solo podía pensar en lo burdas, en lo artificiales que sonaban aquellas palabras comparadas con las del ángel.

Dos veces la entregó Thiago a otras parejas, y otras dos regresó a sus brazos. Cada vez resultaba más insoportable que la anterior, lo que la hacía sentir como una fugitiva devuelta a su hogar contra su voluntad.

Cuando, al ser entregada a la siguiente pareja, sintió la firme presión de unos guantes de cuero en sus dedos, se dejó arrastrar con una ligereza que se asemejaba a flotar. La amargura desapareció. Las manos del serafín envolvieron su cintura, sus pies abandonaron el suelo y Madrigal cerró los ojos, entregándose a la sensación.

Él la devolvió al suelo, pero no la dejó marchar.

—Hola —susurró Madrigal feliz.

Feliz.

—Hola —contestó él, como un secreto compartido.

Madrigal sonrió al ver su nueva máscara. Era humana y resultaba cómica con sus grandes orejas y una roja nariz de borracho.

—Otra cara más —dijo ella—. ¿Sois un mago que hace aparecer máscaras?

—No es necesaria ninguna magia. Hay tantas máscaras para elegir como borrachos inconscientes.

—Bueno, esta es la que peor te sienta.

—No creas. En dos años pueden suceder muchas cosas.

Ella rió recordando su belleza, y la invadió el deseo de contemplar de nuevo su rostro.

—¿Me dirías tu nombre, mi dama? —preguntó él.

Ella se lo dijo y él lo repitió como un conjuro.

—Madrigal, Madrigal, Madrigal…

Qué extraño era, pensó Madrigal, sentirse dominada por aquella sensación de… satisfacción… con la simple presencia de un hombre cuyo nombre desconocía y cuyo rostro no podía ver.

—¿Y el tuyo? —preguntó.

—Akiva.

—Akiva.

La complacía decirlo. Tal vez fuera su propio nombre el que hacía referencia a la música, pero el de él era música. Al pronunciarlo sintió deseos de cantar, de asomarse a una ventana y llamarlo para que acudiera a casa. De susurrarlo en la oscuridad.

—Ya lo has hecho —dijo él—. Aceptarlo.

—No, no lo he aceptado —replicó ella con actitud desafiante.

—¿No? Pues te mira como si fueras de su propiedad.

—En ese caso, deberías estar sin duda en otro lugar…

—Tu vestido —dijo Akiva al darse cuenta—. Está roto. ¿Fue
él
?

Madrigal notó calor, una oleada de ira como la llamarada de una hoguera.

Vio que Thiago estaba bailando con Chiro, y que la observaba entre las afiladas orejas de chacal de su hermana. Esperó hasta que el desarrollo del baile interpusiera la robusta espalda de Akiva entre ellos, ocultando su cara, antes de contestar.

—No tiene importancia. No estoy acostumbrada a llevar telas tan delicadas. Lo eligieron por mí. Ojalá tuviera un chal.

Akiva estaba rígido por el enfado, aunque sus manos seguían rodeando suavemente la cintura de Madrigal.

—Yo puedo hacerte un chal —dijo.

Madrigal ladeó la cabeza.

—¿Sabes tejer? Vaya. Es una habilidad poco usual en un soldado.

—No sé tejer —respondió él, y entonces Madrigal notó sobre su hombro una caricia suave como una pluma. No podía haber sido Akiva, pues sus manos le rodeaban la cintura. Miró hacia su hombro y vio que un colibrí-polilla de color verde grisáceo se había posado sobre ella, uno de los muchos que revoloteaban por encima de sus cabezas, atraídos por la abundante luz de los faroles, que debía de parecerles un universo. Las plumas de su diminuto cuerpo de pájaro lanzaban destellos, como una joya, al tiempo que sus aterciopeladas alas de polilla se abrían sobre la piel de Madrigal. No tardó en seguirlo otro, este rosa pálido, y otro, también rosado pero con motas anaranjadas en sus alas de encaje. Muchos más aparecieron flotando por el aire, y en un instante, un buen número de ellos cubría el pecho y los hombros de Madrigal.

—Aquí tienes, mi dama —dijo Akiva—. Un chal vivo.

Madrigal estaba sorprendida.

—Pero…
Eres
un mago.

—No. Es solo un truco.

—Es
magia.

—Reunir polillas no es una magia muy útil.

—¿Que no es útil? Me has fabricado un
chal.

Madrigal se sentía sobrecogida. La magia que le había mostrado Brimstone contenía poca fantasía. Esta era hermosa, tanto por su forma —las alas eran de docenas de colores crepusculares, y tan suaves como orejas de cordero—, como por su propósito. Akiva había tapado su cuerpo. Thiago había roto su vestido, y él la había tapado.

—Me hacen cosquillas —rió—. Oh, no.
Basta.

—¿Qué sucede?

—Oh, haz que se vayan —suplicó riendo más fuerte al notar diminutas lenguas que salían de los pequeños picos—. Se están comiendo el azúcar.


¿Azúcar?

El cosquilleo la obligaba a agitar los hombros.

—Haz que se vayan. Por favor.

Akiva lo intentó. Algunos levantaron el vuelo y aletearon en torno a los cuernos de Madrigal, pero la mayoría permaneció donde estaba.

—Me temo que se han enamorado —dijo él, preocupado—. No quieren abandonarte.

Akiva retiró una mano de la cintura de Madrigal para ahuyentar suavemente un par de colibríes-polilla que ella tenía en el cuello, donde las alas le rozaban la barbilla. Con melancolía, Akiva añadió:

—Sé exactamente cómo se sienten.

Madrigal sintió que el corazón se le encogía. Akiva volvió a levantarla, aunque sus hombros estaban aún cubiertos de polillas. Por encima de las cabezas de la multitud, Madrigal pudo divisar con alivio que Thiago les daba la espalda. Sin embargo, Chiro, a la que él estaba alzando, la vio.

Akiva bajó de nuevo a Madrigal, y justo antes de que sus pezuñas tocaran el suelo, se miraron el uno al otro a través de sus máscaras, ojos pardos sobre ojos anaranjados, y algo surgió entre ambos. Madrigal no sabía si había sido magia, pero la mayoría de los colibríes-polilla remontaron el vuelo y desaparecieron como empujados por el viento. Volvía a estar en el suelo, con los pies en movimiento y el corazón desbocado. Había perdido el ritmo de la figura, pero notaba que estaba llegando a su fin y que en cualquier instante regresaría otra vez junto a Thiago.

Akiva tendría que devolverla a los brazos del general.

Su corazón y su cuerpo se rebelaron. No podía hacerlo. Sentía las piernas ligeras, dispuestas a huir. Se le aceleró el pulso y los restos de su chal vivo desaparecieron, como asustados. Madrigal reconoció la tensión, la calma exterior y el tumulto interior, el torbellino que invadía su mente antes de cargar contra el enemigo.

Algo va a suceder.

Nitid
, pensó,
¿lo sabías ya?

—¿Madrigal? —preguntó Akiva. Igual que los colibríes-polilla, él también percibió su cambio de actitud, cómo se aceleraba su respiración, cómo se tensaban los músculos donde sus cálidas manos rodeaban su cintura—. ¿Qué sucede?

—Quiero… —respondió ella sabiendo perfectamente lo que quería, sintiéndose arrastrada hacia ello, pero sin saber cómo expresarlo.

—¿Qué? ¿Qué quieres? —preguntó Akiva con dulzura, pero apremiante.

Él quería lo mismo. Reclinó la cabeza de modo que su máscara rozó un instante el cuerno de Madrigal, desencadenando una llamarada de sensaciones por todo su cuerpo.

El Lobo Blanco estaba muy cerca. Se daría cuenta. Si trataba de escapar, la seguiría. Akiva sería prendido.

Madrigal quería gritar.

Y de repente, los fuegos artificiales.

Más tarde, recordaría lo que Akiva había dicho sobre la conjunción de los acontecimientos, como si estuviera planeado. En todo lo que sucedería a continuación, reconocería esa sensación de inevitabilidad, de que el universo estaba conspirando para ello. Sería fácil. Y todo comenzaría con los fuegos artificiales.

La luz estalló sobre sus cabezas, una enorme y brillante dalia, una girándula, una estrella nova. El sonido era atronador. Tambores en la batalla. Pólvora que explotaba en el aire. La emberlina se deshizo al tiempo que los bailarines se retiraban las máscaras y alzaban la cabeza para contemplar el cielo.

Madrigal reaccionó. Tomó la mano de Akiva y se sumergió entre la multitud. Se mantenía agachada y avanzaba deprisa. Un túnel pareció abrirse para ellos en el oleaje de cuerpos, y los sacó de allí.

55

HIJOS DE LA TRISTEZA

Érase una vez, antes de que existieran las quimeras y los serafines, el sol y las lunas. El sol estaba prometido en matrimonio con Nitid, la hermana brillante, pero era la recatada Ellai, siempre escondida tras su descarada hermana, a la que él deseaba. El sol se las ingenió para abalanzarse sobre ella mientras se bañaba en el mar, y la tomó. Ella luchó, pero él era el sol, y pensaba que tenía derecho a conseguir lo que quisiera. Ellai lo apuñaló y escapó, y la sangre del sol se derramó como chispas sobre la tierra, donde se convirtió en los serafines —hijos ilegítimos del fuego—. Y al igual que su padre, creyeron que tenían derecho a desear, tomar, y poseer.

En cuanto a Ellai, le contó a su hermana lo que había sucedido, y Nitid lloró, y sus lágrimas cayeron a la tierra y se convirtieron en las quimeras, hijos de la tristeza.

Cuando el sol regresó junto a las hermanas, ninguna de las dos lo aceptó. Nitid colocó a Ellai tras ella y la protegió, aunque el sol, aún sangrando chispas, sabía que Ellai no estaba tan indefensa como parecía. Suplicó a Nitid su perdón, pero ella se lo negó, y hasta hoy continúa persiguiendo a las hermanas a través del cielo, queriendo y queriendo pero nunca consiguiendo, y ese será su castigo para siempre.

Nitid es la diosa de las lágrimas y la vida, de las cacerías y la guerra, y sus templos son demasiado numerosos para nombrarlos. Es ella la que llena los vientres de las madres, la que detiene los corazones de los moribundos y la que conduce a sus hijos contra los serafines. Su luz es como un pequeño sol; ella aparta las sombras.

Ellai es más sutil. Es un rastro, una luna fantasma, y solo hay unas noches al año en las que domina el cielo en solitario. Se llaman noches de Ellai, y son oscuras, aparecen salpicadas de estrellas y resultan perfectas para actos furtivos. Ellai es la diosa de los asesinos y los amantes secretos. Los templos dedicados a ella son escasos, y están ocultos, como el que se encuentra en el bosquecillo de réquiems en las colinas que se extienden sobre Loramendi.

Allí fue donde Madrigal llevó a Akiva cuando escaparon del baile del caudillo.

* * *

Se marcharon volando. Akiva mantuvo sus alas ocultas, lo que no dificultaba su vuelo. Por tierra, el bosquecillo de réquiems era inaccesible. Había abismos en las colinas, y en ocasiones se tendían puentes de cuerdas a través de ellos —en las noches de Ellai, cuando los devotos acudían encubiertos a rendir culto en el templo—, pero aquella noche no había ninguno, y Madrigal sabía que tendrían el templo para ellos solos.

Other books

Accabadora by Michela Murgia
The Make by Jessie Keane
Train From Marietta by Dorothy Garlock
Love on the Line by Deeanne Gist
Rise of the Blood by Lucienne Diver
The Moor's Account by Laila Lalami
Enchanted Ecstasy by Constance O'Banyon