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Authors: Laini Taylor

Tags: #Fantasía

Hija de Humo y Hueso (32 page)

BOOK: Hija de Humo y Hueso
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—Pero ¿qué se puede esperar de los stelian? Una tribu salvaje, casi tan malvada como las bestias. Ten cuidado, soldado, no se revele en ti la sangre de tus antepasados.

Y se marchó, dejando a Akiva con el dolor abrasador de su hombro y una nueva cuestión que desvelar sobre la que nunca se había preocupado antes:
¿Qué sangre?

¿Pudo ser su madre una stelian? Carecía de sentido que Joram hubiera tenido una concubina stelian; no mantenía relaciones diplomáticas con la «tribu salvaje» de las islas Lejanas, serafines renegados que nunca habrían entregado a sus mujeres como tributo. Entonces, ¿cómo había llegado ella hasta allí?

Los stelian eran conocidos por dos cosas. La primera, su férrea independencia —no formaban parte del Imperio y, durante siglos, se habían negado con tenacidad a integrarse con sus semejantes serafines—.

La segunda, su conexión con la magia. Se creía que en las oscuras profundidades de la historia los primeros magos habían sido stelian, y además se rumoreaba que aún practicaban un extraño nivel de magia desconocido en el resto de Eretz. Joram los detestaba, porque no lograba ni conquistarlos ni infiltrarse entre ellos, al menos mientras necesitara concentrar sus fuerzas en la guerra contra las quimeras. No obstante, los rumores que recorrían la capital no dejaban lugar a duda de hacia dónde dirigiría la mirada el emperador una vez que las bestias fueran derrotadas.

En cuanto a lo sucedido a su madre, Akiva nunca lo descubrió. El harén era un universo cerrado, y ni siquiera pudo confirmar que hubiera albergado a una concubina stelian, mucho menos saber qué le había ocurrido. No obstante, el encuentro con su padre impulsó algo en su interior: cierta afinidad con aquellos extranjeros con los que compartía sangre, y curiosidad por la magia.

Permaneció en Astrae más de un año, durante el que, aparte de recuperarse físicamente, entrenar y dedicar varias horas al día a instruir a soldados jóvenes, pudo contar con de su tiempo. Y a partir de aquel día, lo aprovechó. Descubrió lo que era el diezmo de dolor, y gracias a su herida, disponía de una constante reserva a la que recurrir. Observando a los magos —para quienes él, un zafio soldado, era prácticamente invisible— aprendió a realizar los hechizos más básicos, empezando por el control de la voluntad. Practicó con murciélagos-cuervo y colibríes-polilla en la oscuridad de la noche, dirigiendo su vuelo, alineándolos en V como los gansos en invierno, llamándolos para que se posaran sobre sus hombros o sus manos.

Le resultaba sencillo, así que continuó con el aprendizaje. No tardó en alcanzar los límites del conocimiento, que no era mucho —lo que se consideraba magia en aquella época eran en realidad simples trucos, ilusiones—. Nunca se engañó pensando que era un mago; sin embargo, era ingenioso y, al contrario de los distinguidos fracasados que se autodenominaban magos, no tenía que flagelarse ni quemarse ni cortarse para conseguir poder —disponía de una fuente sosegada y constante—. Sin embargo, si los superó, no fue gracias al dolor o al ingenio, sino a su motivación.

La idea que se había transformado de algo inimaginable en una esperanza —ver de nuevo a la chica quimérica— era ahora un plan.

Constaba de dos partes, aunque solo la primera implicaba el uso de magia: perfeccionar un hechizo que pudiera ocultar sus alas. Existía una manipulación de camuflaje, pero era muy rudimentaria, una especie de «salto» en el espacio que engañaba —a lo lejos— al ojo para que el objeto en cuestión pasara desapercibido. No se trataba ni mucho menos de invisibilidad. Si pretendía pasar desapercibido entre los enemigos —que era exactamente lo que esperaba—, tendría que mejorarlo.

Así que se puso manos a la obra. Tardó meses. Aprendió a sumergirse en su propio dolor como si se tratara de un lugar. Desde su interior, todo
se veía
diferente —más anguloso—, y las sensaciones y sonidos también resultaban distintos, atenuados y fríos. El dolor era como una lente que aumentaba las sensaciones, los instintos, todo, y gracias a él, después de incesantes pruebas y repeticiones, lo logró. Consiguió la invisibilidad. Era un triunfo que le habría reportado fama y los mayores honores del Imperio, y sintió una fría satisfacción al retenerlo para sí mismo.

La sangre de mis antepasados
, pensó.
Padre.

La segunda parte de su plan estaba relacionada con el idioma. Para dominar la lengua quimérica, se encaramó al tejado del barracón de los esclavos y escuchó las historias que contaban a la luz de su hediondo fuego de boñigas. Aquellos relatos eran inesperadamente ricos y hermosos y, al escucharlos, no podía evitar imaginar a su chica quimérica sentada junto a una hoguera de campaña y contando las mismas historias.

Su
chica quimérica. Se sorprendió pensando en ella como
suya
, y ni siquiera le resultó extraño.

Cuando fue enviado de nuevo a su regimiento en la bahía de Morwen, sintió que habría necesitado algo más de tiempo para perfeccionar su acento quimérico, pero básicamente estaba preparado para el siguiente paso, con toda su brillante y luminosa locura.

40

CASI COMO MAGIA

Tiempo atrás, Madrigal había sido lo que lo había impulsado a marcharse. Esta vez, fue Karou. En aquel momento, su destino había sido Loramendi, la ciudad enjaulada de las bestias. Ahora, era Marrakech. De nuevo abandonaba a Hazael y Liraz, pero esta vez sin dejarlos en la ignorancia. Ahora sabían toda la verdad.

Lo que harían con aquella información era algo que no podía adivinar.

Liraz lo había llamado traidor, y había añadido que su presencia le resultaba insoportable. Hazael solo lo había mirado fijamente, pálido y con rechazo.

Sin embargo, le habían permitido marchar sin derramar sangre —ni la suya ni la de ellos—, y eso era lo mejor que habría podido esperar. Si informarían al comandante —o incluso al emperador— y regresarían para capturarlo o lo cubrirían, no lo sabía. No podía pensar en ello. Volando sobre el Mediterráneo con el hueso de la suerte apretado en la mano, sus pensamientos pertenecían a Karou. La imaginaba esperando en la tumultuosa plaza marroquí donde sus ojos quedaron atrapados por primera vez en los de ella. Podía verla con claridad, incluso la forma en que levantaría la mano hacia la garganta para acariciar el hueso de la suerte antes de recordar, con un nuevo estremecimiento cada vez, que no lo tenía.

Lo tenía
él
. Todo lo que implicaba, sobre el pasado, sobre el futuro, estaba justo en su mano —casi como magia, le había dicho Madrigal en cierta ocasión—.

Hasta la noche en la que, por fin, había visto de nuevo a Madrigal, él no sabía siquiera lo que era un hueso de la suerte. Ella llevaba uno atado con un cordel en torno al cuello; un objeto tan fuera de lugar sobre su vestido de seda, sobre su piel de seda.

—Bueno, sí. Es un hueso de la suerte. Cada uno coloca un dedo alrededor de una punta, así, y entonces pedimos un deseo y tiramos. El que se quede con el trozo más grande verá cumplido su deseo.

—¿Es magia? —le había preguntado Akiva—. ¿De qué pájaro proceden estos huesos que producen magia?

—No, no es magia. En realidad, los deseos no se cumplen.

—Entonces, ¿por qué hacerlo?

Ella se encogió de hombros.

—¿Esperanza? La esperanza puede ser muy poderosa. Tal vez no haya verdadera magia en el hueso, pero cuando sabes qué es lo que anhelas y lo mantienes como una luz dentro de ti, puedes hacer que las cosas sucedan, casi como magia.

Akiva sintió que se perdía en los ojos de Madrigal. El resplandor de aquella mirada despertó algo en su interior, algo que le descubría que había pasado toda su vida en una neblina de sentimientos truncados.

—Y ¿qué es lo que deseas? —preguntó Akiva con el anhelo de conseguírselo, fuera lo que fuese.

Ella respondió con timidez:

—Se supone que no debes decirlo. Ven, pide un deseo conmigo.

Akiva alargó la mano y rodeó con un dedo la delgada punta del hueso. Lo que deseaba con todas sus fuerzas era algo en lo que nunca antes había pensado, hasta conocer a Madrigal. Y aquella noche se convirtió en realidad, y muchas noches después. Un breve y luminoso lapso de felicidad en torno al cual giraba su vida entera. Todos sus actos posteriores tendrían su origen en su amor por Madrigal, y en su pérdida, y la pérdida de sí mismo.

¿Y ahora? Estaba volando hacia Karou con la verdad en la mano, encerrada en aquel frágil objeto, «casi mágico».

¿Casi?
Esta vez no.

Ese hueso de la suerte
emanaba
magia. La rúbrica de Brimstone era tan poderosa en él como en los portales que provocaban dentera a Akiva. El hueso contenía la verdad, y junto a ella, el poder para que Karou lo odiara.

Y si desapareciera —algo tan pequeño perdido en medio de un océano—, ¿qué ocurriría? Karou no tenía por qué saber nada. Entonces, podría mantenerla a su lado, amarla. Y algo más importante, si el hueso se desvaneciera,
ella
podría
amarlo.

Aquel pensamiento envenenó su mente, y Akiva sintió desprecio por sí mismo. Trató de acallarlo, pero el hueso hostigaba su imaginación. «Ella nunca lo sabrá», parecía decirle desde su mano abierta. Y allí abajo el Mediterráneo, veteado, resplandeciente por el sol y profundo, lo confirmaba.

Ella nunca lo sabrá.

41

ÁLEF

Karou estaba exactamente donde Akiva había imaginado encontrarla, en la mesa de un café en Jemaâ-el-Fna, y como también había supuesto, se mostraba inquieta por la ausencia del hueso de la suerte. En otro tiempo, sus dedos no habrían necesitado otra ocupación que sujetar un lápiz. Sin embargo, su cuaderno de bocetos descansaba abierto delante de ella, con sus páginas en blanco reflejando el sol norteafricano, mientras Karou se agitaba nerviosa, distraída, sin dejar de recorrer la plaza con la mirada buscando a Akiva.

Vendría, se aseguró a sí misma, y le devolvería el hueso de la suerte. Lo haría.

Si estaba vivo.

¿Le habrían hecho algún daño aquellos dos serafines? Hacía ya dos días que esperaba. ¿Y si…? No. Estaba vivo. Imaginar lo contrario… era algo que su mente no podía soportar. De manera absurda, recordaba sin parar a Kishmish, años atrás, engullendo un colibrí-polilla —su repentina consecuencia: vivo-muerto, sin más—.

No.

Alejó aquel pensamiento, tratando de concentrarse en el hueso de la suerte. ¿Por qué había provocado aquella reacción en Akiva? Y… ¿qué tendría que decirle, que lo hizo caer de rodillas? El misterio de su propia existencia adquirió un tinte oscuro y Karou sintió un escalofrío de temor. Tampoco podía evitar recordar a Zuzana y Mik, la expresión de sus rostros —sorprendidos y asustados—. De
ella
. Había llamado a Zuzana durante su escala en el aeropuerto de Casablanca. Habían discutido.

—¿Qué piensas hacer? —había exigido saber Zuzana—. No volvamos a la época de las misiones secretas, Karou.

No tenía mucho sentido mostrarse reservada, así que se lo había contado. Como era de esperar, Zuzana había considerado que era demasiado peligroso, al igual que Akiva, y que Brimstone no querría que lo hiciera.

—Quiero que te mudes a mi piso —dijo Karou—. Ya he hablado con el casero. Te dará una llave, y he pagado el resto del…

—No quiero tu estúpido piso —exclamó Zuzana. Su amiga vivía con una anciana tía aficionada a cocinar repollo y bromeaba con frecuencia sobre la posibilidad de asesinar a Karou
solo
para quedarse con su piso—. Porque

vives en él. Karou, no puedes desaparecer así, sin más. Esto no es un maldito libro de Narnia.

Era imposible razonar con ella. La conversación terminó mal, y Karou se quedó sentada, con el teléfono ardiendo entre sus manos, y sin nadie más a quien llamar. La golpeó la terrible certeza de las pocas personas con las que compartía su vida. Pensó en Esther, su abuela falsa, pero la entristeció que su mente recurriera a un sustituto. Estuvo a punto de tirar el teléfono a la basura allí mismo —de todas formas, no tenía el cargador—, pero a la mañana siguiente se alegró de haberlo conservado. Vibró en su bolsillo mientras estaba en el café, apurando un zumo. Karou abrió el mensaje:

«Nada. De comer. En ninguna parte. Gracias por dejar que me muera de hambre. *zumbido de batería descargada*».

Karou sonrió, y se llevó las manos a la cara, e incluso gritó, y cuando un anciano le preguntó si se encontraba bien, no supo qué contestar.

Hacía dos días que esperaba allí sentada; dos noches que intentaba dormir en la habitación que había alquilado en las cercanías. Había buscado a Razgut, solo para saber dónde encontrarlo cuando estuviera lista, y lo había abandonado de nuevo mientras gemía por su
gavriel
, que Karou no le había entregado. Cuando llegara el momento de marcharse, ella pediría el deseo por él.

De marcharse. Con o sin Akiva, con o sin su hueso de la suerte.

¿Cuánto tiempo esperaría?

Después de dos días y dos noches interminables, sus ojos seguían escrutando el horizonte, hambrientos, y su corazón jadeaba, vacío. Abandonó cualquier resistencia que pudiera haber albergado. Sus manos sabían lo que querían: querían a Akiva, su atracción y su calor. Incluso en la cálida primavera de Marruecos, sentía frío, como si lo único que pudiera devolverle su calor fuera él. La tercera mañana, paseando por los zocos de Jemaâ-el-Fna, compró algo curioso.

Unos mitones. Los vio en un puesto ambulante, unos guantes de tejido apretado y lana bereber, reforzados con cuero en la palma. Los compró y se los enfundó. Cubrían las
hamsas
por completo, y no podía engañarse pensando que eran para protegerse del frío. Karou sabía lo que quería. Lo mismo que sus manos: acariciar a Akiva, y no solo con la punta de los dedos, con cuidado, con miedo de provocarle dolor. Quería abrazarlo y que él la abrazara, formando una unidad perfecta, como en un baile lento. Quería aferrarse a él, aspirar su aroma, descubrir su cuerpo, sujetar su rostro como él había tomado el de ella, con ternura.

Con
amor.

—Llegará, y lo reconocerás —le había prometido Brimstone, y aunque él seguramente no hubiera imaginado que aquel amor pudiera surgir de un enemigo, Karou supo que no se había equivocado. Estaba segura. Era una sensación primaria y rotunda, como el hambre o la felicidad, y cuando en la tercera mañana levantó los ojos de su taza de té y vio a Akiva en la plaza, de pie a unos cinco metros de distancia, mirándola, sintió como si por sus nervios circulara luz de estrellas. Estaba a salvo.

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