Disponían de toda la noche. Nitid estaba aún alta. Les quedaban horas.
—¿Y
esa
es vuestra leyenda? —preguntó Akiva con incredulidad. Madrigal le había contado la historia del sol y Ellai mientras volaban—. ¿Que los serafines somos la sangre de un sol violador?
—Si no te gusta, quéjate al sol —contestó Madrigal alegremente.
—Es una historia terrible. Qué imaginación más cruel tenéis las quimeras.
—Bueno, nuestra inspiración ha sido cruel.
Llegaron al bosquecillo, donde la cúpula del templo apenas resultaba visible a través de las copas de los árboles, con sus mosaicos plateados lanzando destellos a través de las ramas.
—Aquí es —dijo Madrigal reduciendo la velocidad del vuelo para descender a través de una abertura en la cubierta vegetal.
Su cuerpo se estremeció al notar el viento de la noche y la libertad. En el fondo de su mente descansaba el temor a lo que sucedería después —las repercusiones de su apresurada marcha—, pero a medida que se movía entre los árboles, el miedo desaparecía empujado por el susurro de las hojas, la música del viento, y el
hish-hish
a su alrededor.
Hish-hish
, susurraban las evangelinas, pájaros-serpiente nocturnos que bebían el néctar de los árboles de réquiem. En la oscuridad de la arboleda, sus ojos brillaban plateados, como los mosaicos en el tejado del templo.
Madrigal tocó el suelo y Akiva aterrizó junto a ella envuelto en una ráfaga cálida. Se colocó frente a él. Aún llevaban puestas las máscaras. Podían habérselas quitado durante el vuelo, pero no lo habían hecho. Madrigal había imaginado el momento en que estuvieran el uno frente al otro, y se había dejado la máscara porque en su ensoñación era Akiva quien se la quitaba, y ella a él.
Él debió de haber pensado lo mismo. Se acercó a ella.
El mundo real, ya distante —un mero chisporroteo de fuegos artificiales en el horizonte—, se desvaneció por completo. Un dulce e intenso estremecimiento recorrió el cuerpo de Madrigal, como si fuera la cuerda de un laúd. Akiva se quitó los guantes y los tiró, y cuando la tocó, deslizando la punta de los dedos por sus brazos y su cuello, lo hizo con las manos desnudas. Las dirigió hacia su nuca, desató la máscara y la levantó. La perspectiva de Madrigal, reducida durante toda la noche a lo que podía ver a través de las pequeñas aberturas, se amplió, y Akiva llenó su horizonte, ataviado aún con su cómica máscara. Escuchó un suave murmullo, «qué hermosa», levantó sus manos y le despojó de su disfraz.
—Hola —susurró ella igual que cuando se habían encontrado en la emberlina y la felicidad había florecido en su interior.
En comparación con lo que la invadía en ese momento, aquella felicidad había sido como una chispa frente a unos fuegos artificiales.
Era más perfecto incluso de lo que ella recordaba. En Bullfinch, lo había encontrado tendido y moribundo, lívido, inmóvil y aun así hermoso. Ahora, rebosante de salud y con la sangre agitada por el amor, su piel aparecía dorada. Él se sintió apasionado al contemplarla, esperanzado y expectante, inspirado, cautivado,
alegre
. Estaba tan
lleno de vida…
Gracias a ella, estaba vivo.
—Hola —susurró también Akiva.
Se miraron, sorprendidos de estar el uno frente al otro después de dos años, como si fueran producto de un deseo.
Solo las caricias podían convertir aquel momento en realidad.
Las manos de Madrigal temblaron cuando las levantó, pero se tranquilizaron al reposar sobre el robusto pecho de Akiva. El calor traspasó la tela de su camisa. El aire del bosque era suficientemente denso para tomarlo a sorbos, suficientemente intenso para bailar con él. Era como una presencia entre ellos, que desapareció cuando Madrigal se acercó.
Akiva la rodeó con sus brazos y ella alzó la cabeza para susurrar, una vez más:
—Hola.
Cuando él le devolvió el saludo, fue rozando sus labios. Tenían los ojos aún abiertos, aún repletos de asombro, y solo los cerraron cuando sus labios finalmente se encontraron y otro sentido —el tacto— pudo tomar el relevo para convencerlos de que aquello era real.
LA INVENCIÓN DE LA VIDA
Érase una vez un tiempo en el que solo existía oscuridad, y había monstruos grandes como mundos que deambulaban por ella. Eran los gibborim, que amaban las sombras porque escondían su horroroso aspecto. Dondequiera que otra criatura lograba crear luz, ellos la extinguían. Cuando las estrellas nacían, se las tragaban, y parecía que la oscuridad sería eterna.
Pero una raza de bravos guerreros escuchó hablar de los gibborim y viajó desde su lejano mundo para enfrentarse a ellos. La batalla entre la luz y la oscuridad fue larga, y muchos de los guerreros perecieron. Al final, cuando derrotaron a los monstruos, quedaban cien guerreros vivos, que se convirtieron en los dioses estrella y trajeron la luz al universo.
Ellos crearon el resto de las estrellas, incluido nuestro sol, y ya no hubo más oscuridad, solo luz infinita. Tuvieron hijos a su imagen y semejanza —los serafines— y los enviaron a llevar la luz a los mundos que giraban en el espacio, y todo fue bondad. Pero un día, el último de los gibborim, llamado Zamzumin, los persuadió de que las sombras eran necesarias, que harían la luz más brillante con su contraste, y por eso los dioses estrella crearon las sombras.
Pero Zamzumin era un embaucador. Necesitaba solo una brizna de oscuridad para comenzar a trabajar. Insufló vida a las sombras, y al igual que los dioses estrella habían hecho a los serafines a su propia imagen, Zamzumin creó a las quimeras a la suya, y por eso tenían un aspecto horroroso. A partir de entonces, los serafines lucharían del lado de la luz, y las quimeras, del de la oscuridad, y serían enemigos hasta el fin del mundo.
* * *
Madrigal rió medio dormida.
—¿Zamzumin? ¿Qué nombre es ese?
—No me preguntes a mí. Es tu antepasado.
—Sí, claro. El feo tío Zamzumin, que me creó a partir de una sombra.
—Una horrible sombra —añadió Akiva—. Lo que explica tu horrorosa apariencia.
Ella rió de nuevo, pesada y perezosa.
—Siempre me había preguntado de quién lo habría heredado. Ahora lo sé. Mis cuernos vienen de mi familia paterna, y mi horrible aspecto de mi enorme, malvado y monstruoso tío —tras una pausa, mientras Akiva le acariciaba el cuello, ella añadió—: Me gusta más mi historia. Prefiero estar hecha de lágrimas que de oscuridad.
—Ninguna es muy alegre —dijo Akiva.
—Es cierto. Necesitamos un mito más divertido. Vamos a inventar uno.
Estaban tendidos y abrazados sobre sus ropas, que habían extendido en la musgosa orilla de un riachuelo que brotaba detrás del templo de Ellai. Las dos lunas se habían deslizado más allá de la cubierta de árboles, y las evangelinas iban enmudeciendo a la vez que las flores de réquiem cerraban sus capullos blancos. En breve, Madrigal tendría que marcharse, pero ambos alejaban de sus mentes aquel pensamiento, como si pudieran evitar que amaneciera.
—Érase una vez… —comenzó Akiva, pero su voz se apagó cuando sus labios rozaron el cuello de Madrigal—. Mmm, azúcar. Pensé que la había recogido toda. Tendré que revisar
por todas partes.
Madrigal se retorció, riendo sin poder contenerse.
—¡No, no, me haces cosquillas!
Akiva lamió de nuevo su cuello provocándole más que un cosquilleo, un
estremecimiento
, y Madrigal dejó de protestar.
Tardaron algún tiempo en retomar su nuevo mito.
—Érase una vez —murmuró Madrigal más tarde, con la cara apoyada en el pecho de Akiva de modo que su cuerno izquierdo rodeaba el rostro de él y le permitía apoyar la frente— un mundo perfecto que estaba lleno de pájaros y criaturas rayadas y cosas hermosas como azucenas de miel y estrellas y comadrejas…
—
¿Comadrejas?
—Calla. Y ese mundo ya tenía luces y sombras, por lo que no necesitaba estrellas bribonas que vinieran a salvarlo, y tampoco le hacían falta soles sangrantes ni lunas lloronas, y lo más importante, nunca había conocido la guerra, que es algo terrible e inútil que ningún mundo necesita. Tenía tierra y agua, aire y fuego, los cuatro elementos; sin embargo, le faltaba el último, el amor.
Akiva tenía los ojos cerrados. Sonreía mientras escuchaba, al tiempo que acariciaba la suave pelusilla que cubría la cabeza de Madrigal y recorría los anillos de sus cuernos.
—Así que ese paraíso era como un joyero sin una joya. Y allí estaba, día tras día, con sus amaneceres rosados, sonidos de criaturas y perfumes extraños, en espera de que los amantes lo encontraran y lo llenaran con su felicidad —hizo una pausa—. Fin.
—¿Fin? —Akiva abrió los ojos—. ¿Qué quieres decir con fin?
—La historia está inacabada. El mundo sigue esperando —respondió ella mientras rozaba su mejilla contra la dorada piel del pecho de Akiva.
—¿Sabes cómo encontrarlo? Podemos marcharnos antes de que salga el sol —dijo él con nostalgia.
El sol. Madrigal detuvo los labios en su nuevo recorrido hacia el hombro de Akiva, el que mostraba la cicatriz que recordaba su primer encuentro en Bullfinch. Pensó en cómo podría haberlo dejado sangrando, o peor, haber acabado con él, pero algo ineluctable la había detenido de modo que ahora pudieran estar allí. Y la idea de separarse, vestirse,
marcharse
, le provocó una renuencia tan fuerte que le resultó dolorosa.
Sintió temor también, a lo que su desaparición pudiera haber provocado en Loramendi. Una imagen de Thiago enfadado se inmiscuyó en su felicidad, y ella la alejó, pero no había posibilidad de detener el amanecer.
—Tengo que irme —dijo con profunda tristeza.
—Lo sé —respondió él.
Madrigal levantó la cabeza de su hombro y descubrió que la desdicha de Akiva se igualaba a la suya. Él no preguntó: «¿Qué vamos a hacer?»; ella tampoco. Más adelante hablarían de esas cosas; en ese primer encuentro, se sentían cohibidos ante el futuro y, por todo lo que habían sentido y descubierto durante la noche, todavía tímidos el uno con el otro.
Madrigal alcanzó el colgante que llevaba en torno al cuello.
—¿Sabes qué es esto? —le preguntó al tiempo que desataba el cordón.
—¿Un hueso?
—Bueno, sí. Es un hueso de la suerte. Cada uno coloca un dedo alrededor de una punta, así, y entonces pedimos un deseo y tiramos. El que se quede con el trozo más grande verá cumplido su deseo.
—¿Es magia? —preguntó Akiva sentándose—. ¿De qué pájaro proceden estos huesos que producen magia?
—No, no es magia. En realidad, los deseos no se cumplen.
—Entonces, ¿por qué hacerlo?
Ella se encogió de hombros.
—¿Esperanza? La esperanza puede ser muy poderosa. Tal vez no haya verdadera magia en el hueso, pero cuando sabes qué es lo que anhelas y lo mantienes como una luz dentro de ti, puedes hacer que las cosas sucedan, casi como magia.
—¿Y qué es lo que deseas?
—Se supone que no debes decirlo. Ven, pide un deseo conmigo.
Madrigal levantó el hueso de la suerte.
Había colocado el hueso en un cordón en parte por capricho y en parte por insolencia. Fue cuando tenía catorce años; llevaba cuatro al servicio de Brimstone y había comenzado también su adiestramiento para la batalla, y se sentía llena de fuerza. Una tarde, había entrado en la tienda mientras Twiga estaba sacando de sus moldes
lucknows
recién acuñados, y le había suplicado uno.
Brimstone no le había mostrado aún cuál era la cruda realidad de la magia y el diezmo de dolor, y todavía consideraba que pedir deseos era una diversión. Cuando se lo negó —como siempre hacía, a excepción de los
scuppies
, para cuya creación solo se necesitaba un pellizco de dolor—, sufrió una breve pero intensa rabieta en un rincón. Ahora ni siquiera sabía qué deseo había sido de tal importancia para sus catorce años, pero recordaba perfectamente cómo Issa había extraído un hueso de los restos de la cena —urogallo salvaje en salsa— y la había confortado con la leyenda humana del hueso de la suerte.
Issa conocía numerosas historias humanas, y fue ella quien despertó en Madrigal la fascinación por esa raza y su mundo. Desafiando a Brimstone, tomó el hueso y convirtió la petición del deseo en un verdadero espectáculo.
—¿Eso es todo? —preguntó Brimstone cuando escuchó el insignificante deseo que había provocado su pataleta—. ¿Habrías gastado un deseo en eso?
Madrigal e Issa estaban a punto de romper el hueso, pero se detuvieron.
—Tú no eres tonta, Madrigal —dijo Brimstone—. Si hay algo que deseas, persíguelo. La esperanza tiene poder. No la malgastes en cosas sin sentido.
—Está bien —respondió ella sujetando el hueso de la suerte en la mano—. Lo guardaré hasta que mi esperanza satisfaga tus elevadas expectativas.
Lo colocó en un cordón. Durante semanas, formuló en voz alta deseos ridículos que luego simulaba sopesar.
«Desearía distinguir sabores con los pies como las mariposas».
«Desearía que los escorpiones-ratón pudieran hablar. Estoy segura de que saben los mejores cotilleos».
«Desearía que mi pelo fuera azul».
Pero no rompió el hueso. Lo que había comenzado como rebeldía infantil se convirtió en algo distinto. Las semanas se convirtieron en meses, y cuanto más tiempo pasaba sin romper el hueso de la suerte, más importante le parecía que, cuando lo hiciera, el deseo —la
esperanza
, más bien— debería ser digno de ella.
En el bosquecillo de réquiems, con Akiva, llegó por fin ese momento.
Madrigal pensó su deseo mirando a los ojos de Akiva, y tiró. El hueso se rompió limpiamente por la mitad, y los trozos, al compararlos entre sí, eran exactamente del mismo tamaño.
—Vaya. No sé qué significa esto. Tal vez que los dos vamos a ver cumplidos nuestros deseos.
—Tal vez que hemos deseado lo mismo.
A Madrigal le gustó pensar que así era. Aquella primera vez, su deseo fue sencillo, concreto y apasionado: volver a verlo otra vez. Creer que así sería era lo único que podía ayudarla a marcharse.
Se levantaron de la ropa arrugada. Madrigal tuvo que embutirse de nuevo en el vestido de noche como una serpiente que regresa a su piel mudada. Entraron en el templo y bebieron agua del manantial sagrado que brotaba de una fuente en el suelo. Madrigal se salpicó también la cara, rindió un silencioso homenaje a Ellai para que protegiera su secreto y prometió llevar velas cuando regresara.