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Authors: Laini Taylor

Tags: #Fantasía

Hija de Humo y Hueso (43 page)

BOOK: Hija de Humo y Hueso
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Por debajo de ella vio su propio cuerpo, decapitado. Se ladeó y se desplomó. Todo había acabado. Madrigal se sentía amarrada a él. Era lo esperado; sabía que las almas permanecían en sus cuerpos varios días antes de empezar a desvanecerse. Los resucitados cuyas almas habían sido recuperadas al borde de la evanescencia relataban que habían sentido como una marea que los arrastraba.

Thiago había ordenado que su cuerpo permaneciera en la plataforma, bajo vigilancia, para que se descompusiera y nadie pudiera recoger su alma. Se lamentó del trato que estaba recibiendo su cuerpo. Por mucho que Brimstone considerara los cuerpos como «envoltorios», ella amaba la piel que la había recubierto a lo largo de su vida, y deseaba que su final fuera más respetuoso, pero no podía hacer nada, y de todas maneras, no pretendía permanecer allí para contemplar su deterioro. Tenía otros planes.

No estaba segura de que la idea a la que se aferraba pudiera llevarse a cabo. Disponía únicamente de un indicio para seguir adelante, pero lo envolvió con toda su voluntad, su anhelo y su pasión. Todo lo que Akiva y ella habían soñado, ahora frustrado, lo dirigió hacia ese único y último acto: iba a liberarlo.

Para tal fin, necesitaría un cuerpo. Ya había elegido uno. Era magnífico; lo había fabricado ella misma.

Y había utilizado incluso diamantes.

58

VICTORIA Y VENGANZA

—¿Qué te sucede, Mad?

Una semana antes, Madrigal se había encontrado con Chiro en el barracón. Estaba amaneciendo y se había deslizado sigilosamente hasta su litera apenas media hora antes, después de pasar la noche con Akiva.

—¿A qué te refieres?

—¿Es que ya no duermes? ¿Dónde estuviste anoche?

—Trabajando —respondió ella.

—¿Toda la noche?

—Sí, toda la noche. Aunque tal vez me haya quedado dormida un par de horas en la tienda —bostezó.

Se sentía protegida por su mentira, ya que nadie fuera del círculo próximo a Brimstone sabía lo que sucedía en la torre oeste, ni conocía el pasadizo secreto por el que entraba y salía. Y era verdad que había dormido un rato, pero no en la tienda. Se había adormilado acurrucada contra el pecho de Akiva y, al despertar, lo había encontrado contemplándola.

—¿Qué miras? —preguntó con timidez.

—¿Has tenido bonitos sueños? Sonreías mientras dormías.

—Claro que sí. Soy feliz.

Feliz.

Pensó que era eso a lo que Chiro realmente se refería cuando le había preguntado: «¿Qué te sucede?». Madrigal se sentía
renovada
. Nunca había imaginado la intensidad que podía llegar a adquirir la felicidad. A pesar de su trágica infancia y de la amenaza constante de la guerra, se había considerado, en gran medida, dichosa. Siempre era posible encontrar algo en lo que deleitarse, si se intentaba. Pero esto era diferente. No lo podía contener y, en ocasiones, imaginaba que se derramaba de su interior como luz.

Felicidad. Era el lugar donde la pasión, con todo su brillo y redoble de tambores, se convertía en algo más sosegado: como regresar al hogar, sentirse seguro y disfrutar de los rayos del sol. Era todo eso entretejido con calor y emoción, y brillaba en su interior como si se hubiera tragado una estrella.

Su hermanastra la estaba escrutando en silencio cuando un golpe de trompeta atrajo su atención hacia la ventana. Madrigal se colocó junto a ella y miró a la calle. Su barracón se encontraba detrás de la armería, y divisaban la fachada del palacio en el extremo más alejado del ágora. Del muro colgaba el pendón del caudillo, una gran banderola de seda con sus armas —cuernos de los que brotaban hojas, en referencia a la llegada de una nueva era— que indicaba cuándo estaba en la ciudad; vieron cómo a su lado se desplegaba otro pendón. Estaba blasonado con un lobo blanco, y aunque se encontraba demasiado alejado para leer su lema, Madrigal y Chiro lo conocían bien.

Victoria y venganza.

Thiago había regresado a Loramendi.

Chiro agitó las manos con excitación y tuvo que aferrarse al alféizar. Madrigal contempló la emoción de su hermana, mientras ella luchaba contra la hiel que le subía a la garganta. Había considerado la marcha de Thiago y su ausencia como una señal —del destino, conspirando por su felicidad—. Pero entonces ¿qué significaba su regreso? Sintió la imagen de aquel pendón como un jarro de agua helada. No podía apagar su felicidad, pero hizo que ella sintiera deseos de rodearla y protegerla.

Madrigal se estremeció.

Chiro se dio cuenta.

—¿Qué sucede? ¿Estás asustada?

—Asustada no —contestó Madrigal—, solo preocupada de haberlo ofendido al desaparecer como lo hice.

Había asegurado que, después de beber demasiado vino de hierba y atenazada por los nervios, se había escondido en la catedral, donde se había quedado dormida. Estudió la expresión de su hermana y preguntó:

—¿Estaba… muy enfadado?

—A nadie le gusta que lo rechacen, Mad.

Tomó aquella respuesta por un sí.

—¿Piensas que todo se ha acabado? ¿Que ya no querrá saber nada de mí?

—Hay una manera de asegurarte —contestó Chiro. Estaba bromeando, seguramente, pero sus ojos brillaban—. Podrías morirte —sugirió— y resucitar fea. Entonces te dejaría tranquila.

Madrigal debería haber sospechado en ese momento —para tener cuidado, al menos—, pero su alma no albergaba ninguna malicia. Su confianza fue su perdición.

59

UN MUNDO NUEVO

—No puedo salvarte —le dijo Brimstone.

Madrigal levantó la vista. Estaba en el suelo, en un rincón de su sombría celda, y no esperaba salvación.

—Lo sé.

Él se acercó a los barrotes, y ella permaneció quieta, con la barbilla levantada y perplejidad en el rostro. ¿Le escupiría, como habían hecho otros? No era necesario. La mera decepción de Brimstone le provocaba más dolor que cualquier cosa que pudieran arrojarle.

—¿Te han hecho daño? —preguntó él.

—Solo haciéndole daño a él.

Aquello resultaba una tortura peor de lo que hubiera podido imaginar. Dondequiera que tuvieran encerrado a Akiva, estaba suficientemente cerca para que ella pudiera escuchar sus gritos de agonía. Surgían a intervalos irregulares, sin saber en ningún momento cuándo se produciría el siguiente. Había pasado los últimos días atenazada por aquella terrible espera.

Brimstone la contempló.

—Lo amas.

Madrigal solo pudo asentir con la cabeza. Hasta ese momento había aguantado bien, se había ocultado tras una máscara de dignidad, sin dejar traslucir cómo se estaba disolviendo, como si su evanescencia hubiera comenzado ya. Pero bajo el escrutinio de Brimstone, su labio inferior comenzó a temblar. Apretó los nudillos contra él para detener aquel temblor. Brimstone permanecía en silencio.

—Lo siento —dijo Madrigal cuando sintió que no se le iba a quebrar la voz.

—¿Por qué, pequeña?

¿Estaba burlándose de ella? Siempre le había resultado imposible interpretar la expresión de su rostro ovino. Kishmish estaba encaramado sobre un cuerno de Brimstone e imitaba su postura, con la cabeza inclinada y los hombros encorvados.

—¿Sientes haberte enamorado? —le preguntó Brimstone.

—No. Eso no.

—Entonces, ¿qué?

No sabía qué debía contestar. En el pasado, él le había pedido que le dijera siempre la verdad, con la máxima sencillez. Así que ¿cuál era la verdad? ¿Qué era lo que sentía?

—Que me hayan cogido —dijo ella—. Y… haberte avergonzado.

—¿Debería estar avergonzado?

Madrigal parpadeó. Nunca habría imaginado que Brimstone se mofaría de ella. Simplemente pensó que no acudiría a verla, que lo vería por última vez en el balcón del palacio, mientras esperaba su ejecución como los demás.

—Dime qué es lo que has hecho —dijo él.

—Ya sabes lo que he hecho.

—Dímelo tú.

Entonces, se trataba de una burla. Madrigal lo aceptó y comenzó la enumeración.

—Alta traición. Asociación con el enemigo. Poner en peligro la perpetuidad de la raza quimérica y todo por lo que hemos luchado durante mil años…

Brimstone la interrumpió.

—Conozco tu sentencia. Dímelo con tus propias palabras.

Madrigal tragó saliva, tratando de adivinar qué pretendía Brimstone. Titubeó.

—Yo… me enamoré. Yo…

Le lanzó una mirada avergonzada antes de revelarle lo que, hasta entonces, no había contado a nadie.

—Todo empezó en la batalla de Bullfinch. La lucha había terminado. Fue después, durante la recolección de almas. Lo encontré moribundo y lo salvé. Sin saber por qué; parecía la única opción. Más tarde…, más tarde pensé que estábamos destinados para algo —con las mejillas encendidas, susurró—: Para conseguir la paz.

—La paz —repitió Brimstone.

Qué infantil resultaba, considerando dónde se encontraba ahora, haber creído que existía un propósito divino en su amor. Y aun así, qué hermoso había sido. Lo que había compartido con Akiva no podía arrebatárselo la vergüenza. Madrigal alzó la voz para añadir:

—Juntos, imaginamos un nuevo mundo.

Se produjo un largo silencio, durante el que Brimstone la observó. No habría podido soportar su mirada si, de niña, no hubiera jugado a mantener las pupilas fijas en las de él, sin apartarlas. Incluso así, le ardían los ojos cuando él finalmente habló.

—¿Y por eso debería avergonzarme de ti?

El engranaje de la tristeza se detuvo en el interior de Madrigal. Sentía como si se le hubiera helado la sangre. No se atrevía a vislumbrar una esperanza. ¿Qué quería decir Brimstone? ¿Seguiría hablando?

No. Lanzó un suspiro hondo y dijo de nuevo:

—No puedo salvarte.

—Lo… lo sé.

—Yasri te envía esto.

Le acercó un paquete de tela a través de los barrotes, y Madrigal lo cogió. Estaba caliente y olía bien. Lo desenvolvió y vio las galletas en forma de cuerno con las que Yasri la había atiborrado durante años para tratar, en vano, de que engordara. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Las colocó a un lado con cariño.

—Tengo el estómago cerrado —dijo—, pero… ¿le dirás que me las comí?

—Así lo haré.

—Y… a Issa y Twiga —sintió un nudo en la garganta— diles… —tuvo que apretarse de nuevo los labios con los nudillos. No se podía contener. ¿Por qué resultaba mucho más difícil en presencia de Brimstone? Antes de que él llegara, la ira le había dado fuerza.

Aunque todavía no le había transmitido ningún mensaje, él dijo:

—Lo saben, pequeña. Ya lo saben. Y ellos tampoco se avergüenzan de ti.

Ellos
tampoco.

Era lo máximo que Brimstone diría, pero era suficiente. Madrigal rompió a llorar. Se apoyó contra los barrotes con la cabeza baja y sollozó, y cuando sintió que Brimstone reposaba la mano sobre su cuello, lloró con más intensidad.

Se quedó con ella. Madrigal sabía que nadie, excepto Brimstone —y el propio caudillo—, podría haber ignorado la orden directa de Thiago de que no recibiera visitas. Tenía poder, pero no lo bastante como para anular la sentencia. El delito de Madrigal era demasiado grave, y su culpabilidad, demasiado obvia.

Después de llorar, se sentía vacía y también… mejor, como si la sal de todas las lágrimas contenidas la hubiera estado envenenando, y por fin se hubiera deshecho de ella. Se recostó contra los barrotes; Brimstone estaba agachado al otro lado. Kishmish empezó a piar suavemente a intervalos regulares, lo que Madrigal sabía que era una combinación de orden y súplica, así que partió trocitos de las galletas de Yasri y se los dio.

—Una merienda en la cárcel —dijo tratando de esbozar una leve sonrisa, que desapareció de forma abrupta.

Ambos lo escucharon al mismo tiempo: un alarido tan espantoso que Madrigal se acurrucó, escondió la cara entre las rodillas y se tapó los oídos con las manos, tratando de ocultarse en la oscuridad, el silencio, la negación de lo que estaba ocurriendo. No funcionó. El grito estaba ya dentro de su cabeza, e incluso después de apagarse, su eco permaneció en su interior.

—¿Quién será el primero? —preguntó a Brimstone.

Sabía a lo que se refería.

—Tú. Ante la mirada del serafín.

Madrigal respondió con una extraña indiferencia.

—Pensé que decidiría lo contrario, y me obligaría a contemplar su muerte.

—Creo —dijo Brimstone con un ligero titubeo— que todavía… no ha acabado con él.

Un leve grito escapó de la garganta de Madrigal. ¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo alargaría Thiago su sufrimiento?

—¿Te acuerdas del hueso de la suerte, cuando era más pequeña? —preguntó Madrigal.

—Lo recuerdo.

—Finalmente pedí un deseo. O… confié en la
esperanza
, supongo, porque no había verdadera magia en su interior.

—La esperanza
es
la verdadera magia, pequeña.

Diversas imágenes cruzaron su mente. Akiva con su luminosa sonrisa. Akiva tirado en el suelo y su sangre fluyendo hacia el manantial sagrado. El templo en llamas mientras los soldados se los llevaban a la fuerza y los árboles de réquiem comenzaban a arder, junto con todas las evangelinas que vivían en ellos. Sacó del bolsillo el hueso de la suerte que había llevado al bosquecillo aquella última vez. Estaba intacto. No habían tenido oportunidad de romperlo.

Se lo acercó a Brimstone.

—Toma. Cógelo, pisotéalo, tíralo. No hay esperanza.

—Si yo creyera eso —dijo Brimstone—, no estaría aquí en este momento.

¿Qué significaban esas palabras?

—¿Qué es lo que hago, pequeña, día tras día, sino luchar contra una marea? Y cada ola que se acerca a la orilla penetra más en la arena. No ganaremos, Madrigal. No podemos vencer a los serafines.

—¿Qué? Pero…

—No podemos ganar esta guerra. Siempre lo he sabido. Son demasiado fuertes. La única razón por la que hemos resistido durante tanto tiempo es porque quemamos la biblioteca.

—¿La biblioteca?

—La de Astrae. Era el archivo de los magos seráficos. Los muy locos guardaron todos sus textos en el mismo lugar. Eran recelosos de su poder, y no permitieron hacer copias. No querían que ningún advenedizo los desafiara, así que acapararon todo el conocimiento y tomaron únicamente aprendices a los que pudieran controlar, y los mantuvieron cerca. Ese fue su primer error, acumular todo su poder en un mismo lugar.

Madrigal lo escuchaba, absorta. Brimstone le estaba contando cosas. Historia. Secretos. Casi temerosa de romper el hechizo, preguntó:

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