De nuevo le sorprendió que hubiera acudido con un disfraz tan escaso a la guarida del enemigo
por ella
, y sintió una extraña opresión en el pecho. Durante dos años había considerado lo de Bullfinch, el deseo de que aquel serafín viviese —y realmente lo deseaba—, como una locura pasajera, aunque en aquel momento no lo sintiese como tal, ni ahora tampoco. Madrigal se calmó y se volvió hacia Chiro. Nwella estaba justo detrás de ella.
—Vaya unas amigas sois —las reprendió—. Me vestís así y luego me abandonáis en la Serpenteante. Me podían haber vapuleado.
—Pensábamos que estabas detrás de nosotras —contestó Nwella, sin aliento después de bailar.
—Estaba —añadió Madrigal—.
Muy
por detrás de vosotras.
Había dado la espalda al ángel, sin mirarlo de nuevo. Con indiferencia, empezó a alejar a sus amigas de él, aprovechando el movimiento de la multitud para abrir espacio entre ellos.
—¿Quién era ese? —preguntó Chiro.
—¿Quién? —preguntó a su vez Madrigal.
—El de la máscara de caballo, el que estaba bailando contigo.
—Yo no estaba bailando con nadie. O tal vez no te has dado cuenta: nadie
bailaría
conmigo. Soy una paria.
—¡Una paria! —respondió su hermana en tono burlón—. De eso nada. Más bien una princesa.
Chiro lanzó una mirada escéptica a su espalda, y Madrigal deseó con todas sus fuerzas saber qué había visto. ¿Tenía el ángel los ojos clavados en ellas, o había huido espoleado por el instinto de conservación?
—¿Has visto a Thiago? —preguntó Nwella—. O mejor dicho, ¿te ha visto
él
a
ti
?
—No… —empezó a decir Madrigal, pero entonces Chiro exclamó:
—¡Allí está! —y Madrigal se quedó paralizada.
Allí estaba él.
Resultaba inconfundible tocado con aquella cabeza de lobo, como una versión grotesca de una máscara. Los colmillos se curvaban sobre su frente, y el hocico retrasado simulaba un gruñido. El pelo, blanco como la nieve, lo llevaba cepillado y colocado sobre los hombros, y su cuerpo estaba cubierto con una túnica de satén color marfil: tanto blanco, blanco sobre blanco, enmarcando su rostro fuerte y hermoso bronceado por el sol, otorgaba a sus pálidos ojos un aspecto fantasmal.
Él todavía no la había visto. La multitud se apartaba a su paso, y ni el más borracho de los presentes dejaba de reconocerlo y de abrirle camino. La muchedumbre parecía marchitarse mientras él avanzaba junto a su séquito, formado por criaturas con verdadero aspecto de lobo agrupadas como una manada.
El significado de aquella noche asaltó a Madrigal: su elección, su futuro.
—Es impresionante —suspiró Nwella recostándose sobre Madrigal.
Era cierto, pero el mérito era de Brimstone, que había fabricado aquel hermoso cuerpo, y no de Thiago, que lo lucía con la arrogancia de su posición social.
—Te está buscando —dijo Chiro, y Madrigal sabía que así era.
El general no tenía prisa, y paseaba sus pálidos ojos entre la multitud con la confianza de quien consigue lo que quiere. Entonces la vio. Madrigal sintió que la atravesaba con la mirada y, temerosa, dio un paso atrás.
—Vamos a bailar —exclamó para sorpresa de sus amigas.
—Pero… —dijo Chiro.
—Escucha —sonaban los primeros compases de un nuevo baile—. Una furiante. Mi favorita.
No era su baile preferido, pero le servía. Se formaron dos hileras, los hombres a un lado y las mujeres al otro, y antes de que Chiro y Nwella pudieran decir nada, Madrigal había escapado hacia la fila de las mujeres, sintiendo en su nuca la mirada de Thiago como el roce de unas zarpas.
¿Dónde están esos otros ojos?
, se preguntó.
La furiante comenzaba con un paseo a ritmo suave, al que Chiro y Nwella se unieron apresuradamente. Madrigal realizaba los pasos con elegancia y una sonrisa, sin perder el compás, pero estaba ausente. Su pensamiento había huido lejos, elevándose hasta reunirse con los miles de colibríes-polilla que se arremolinaban en torno a los faroles colgados en lo alto, al tiempo que se preguntaba, con el corazón desbocado, dónde se había marchado su ángel.
EL AMOR ES UN ELEMENTO
En las figuras de la furiante, nadie evitó la mano de Madrigal, como habían hecho en la Serpenteante —hubiera sido un desaire demasiado obvio—; sin embargo, sus parejas actuaban con una rígida formalidad mientras ella pasaba de una a otra; algunos apenas aproximaban la punta de sus dedos a los de Madrigal cuando se suponía que debían juntar las palmas.
Thiago se había acercado y permanecía de pie, observando. Todos lo sentían, y la alegría de la danza quedó atenuada. Su presencia tenía ese efecto, pero Madrigal sabía que era culpa suya, por escapar de él y tratar de esconderse allí, como si fuera posible ocultarse.
Simplemente estaba retrasando el encuentro, y la furiante era perfecta al menos para eso, ya que duraba un largo cuarto de hora con constantes cambios de pareja. Madrigal pasó de un cortés soldado mayor con un cuerno de rinoceronte a un centauro, y a un bailarín con aspecto humano y máscara de dragón que apenas la rozó. Y cada vuelta la llevaba de nuevo junto a Thiago, que mantuvo los ojos fijos en ella.
Su siguiente pareja llevaba una máscara de tigre, y cuando tomó su mano…, la agarró. La sujetó con firmeza entre sus dedos enguantados. La calidez de aquel contacto provocó un escalofrío en el brazo de Madrigal, y no tuvo que mirarlo a los ojos para saber quién era.
Aún seguía allí —y con Thiago tan cerca—.
Qué insensato
, pensó Madrigal, agitada por su proximidad. Después de calmar su respiración y su pulso, dijo:
—En mi opinión, la de tigre te queda mejor que la de caballo.
—No sé a qué te refieres, mi dama —replicó él—. Esta es mi verdadera cara.
—Por supuesto.
—Porque sería una locura continuar aquí si yo fuera quien tú piensas.
—Lo sería. Parece que desearas la muerte.
—No —respondió solemne—. Eso nunca. En todo caso, desearía
vivir
. Una vida distinta.
Una vida distinta. Ojalá
, pensó Madrigal sintiendo el peso de su propia existencia y de sus elecciones —o la falta de ellas—. Continuó hablando en tono suave.
—¿Deseas ser uno de nosotros? Lo siento, pero no admitimos conversos.
Él rió.
—Incluso si lo hicierais, no ayudaría mucho. Estamos todos atrapados en la misma vida, ¿no es así? En la misma guerra.
En toda una vida odiando a los serafines, Madrigal jamás se había planteado que ellos vivieran igual que ella, pero las palabras del ángel eran ciertas. Estaban todos atrapados en la misma guerra. Habían sumido al mundo entero en ella.
—No existe otra vida —dijo Madrigal.
Al girar junto al lugar donde se encontraba Thiago, se puso tensa.
La presión de la mano del ángel aumentó ligeramente, con suavidad, ayudándola a soportar la mirada del general hasta que se alejó de él y pudo respirar.
—Tienes que irte —le dijo en voz baja—. Si te descubren…
El ángel permaneció callado un instante antes de preguntar, también en un susurro:
—No te vas a casar con él, ¿verdad?
—Yo… no lo sé.
Él levantó la mano de Madrigal para que ella girara bajo el arco que formaban sus brazos; era parte de la figura, pero la altura y los cuernos de Madrigal dificultaron el movimiento, así que tuvieron que desenlazar los dedos y unirlos de nuevo tras el giro.
—¿Qué hace falta saber? —preguntó él—. ¿Lo amas?
—¿Que si lo
amo
? —la pregunta sorprendió a Madrigal, y una carcajada escapó de sus labios. Recuperó rápidamente la compostura, ya que no deseaba atraer la atención de Thiago.
—¿Es una pregunta graciosa?
—No —respondió ella—. Digo, sí —¿que si amaba a Thiago?, ¿era así? Tal vez. ¿Cómo se podía saber algo así?—. Lo gracioso es que seas el primero que me pregunta eso.
—Perdóname —dijo el serafín—. No sabía que las quimeras no os casabais por amor.
Madrigal pensó en sus padres. Sus recuerdos aparecían difuminados por la pátina del tiempo, y sus rostros, reducidos a simples rasgos —¿sería capaz de reconocerlos si los encontrara?—, pero recordaba el cariño sencillo que mostraban el uno por el otro, y sus caricias constantes.
—Sí nos casamos por amor —ya no se reía—. Mis padres lo hicieron.
—Así que eres hija del amor. Es hermoso ser fruto del cariño.
Madrigal nunca había pensado en sí misma de aquel modo, pero las palabras del ángel le revelaron la belleza de ser un hijo deseado, y sintió pena al darse cuenta de la gran pérdida que suponía no tener a su familia.
—¿Y los tuyos? ¿Se amaban tus padres?
Se escuchó a sí misma preguntando aquello, y se sintió abrumada por el vertiginoso surrealismo de la situación. Acababa de preguntar a un serafín si sus padres se amaban.
—No —respondió él sin añadir explicación alguna—. Pero espero que los padres de mis hijos sí lo hagan.
El ángel volvió a levantar la mano de Madrigal para que girara bajo el arco formado por sus brazos, y de nuevo sus cuernos se interpusieron en el movimiento y los separaron por un instante. Mientras giraba, Madrigal percibió el tono mordaz en las palabras del ángel, y cuando estuvieron otra vez el uno frente al otro, respondió, a la defensiva:
—El amor es un lujo.
—No. El amor es un elemento.
Un
elemento
. Como el aire que se respira, o el suelo que se pisa. Madrigal se estremeció ante la absoluta convicción que transmitía la voz del ángel, pero no tuvo oportunidad de responder, pues habían terminado la figura. Todavía sentía la piel de gallina por aquella asombrosa afirmación cuando él la entregó a su siguiente pareja, que estaba borracho y no pronunció ni una palabra.
Madrigal trató de seguir con la vista al serafín. Después de con ella, debería haberse emparejado con Nwella, pero había desaparecido, y no vio ninguna máscara de tigre en toda la formación. Se había desvanecido, y ella sintió su ausencia como un espacio abierto en el aire.
La furiante entró en el paseo final, y cuando terminó con un alegre repiqueteo de tamboriles, Madrigal se encontró casi en los brazos del Lobo Blanco, como si hubiera estado preparado de aquel modo.
PLANEADO
—Mi señor.
Madrigal notó la garganta seca y sus palabras sonaron ásperas, como un susurro gutural.
Nwella y Chiro se apresuraron a colocarse detrás de ella, y Thiago esbozó una sonrisa lobuna, con las puntas de los colmillos visibles entre sus carnosos labios rojos. Su mirada era descarada y no se dirigía a los ojos de Madrigal, sino más abajo, sin ningún esfuerzo por resultar sutil. Madrigal notó que la piel comenzaba a arderle al tiempo que el corazón se le enfriaba, y se inclinó en una reverencia. Deseó no tener que levantarse y enfrentarse a los ojos de Thiago jamás, pero debía hacerlo.
—Estás hermosa esta noche —dijo él.
No habría sido necesario que Madrigal se preocupara por toparse con sus ojos. Si ella no hubiera tenido cabeza, él no se habría dado ni cuenta. La forma en que contemplaba su cuerpo con aquel vestido de noche le dio ganas de cruzar los brazos sobre el pecho.
—Gracias —respondió luchando contra aquel impulso. Lo esperado era que devolviera el cumplido, así que dijo simplemente—: Igual que vos.
Él levantó los ojos con expresión divertida.
—
¿Yo
estoy hermoso?
Ella inclinó la cabeza.
—Como un lobo en invierno, mi señor.
Su respuesta agradó a Thiago. Parecía relajado, casi perezoso, y tenía los párpados pesados. Madrigal apreció que estaba completamente seguro de conseguirla. No iba buscando un gesto; no albergaba ni la más mínima duda. Thiago conseguía lo que quería. Siempre.
¿Lo haría también esa noche?
Sonó una nueva melodía, y él ladeó la cabeza tratando de reconocerla.
—Una emberlina —dijo—. ¿Señora?
Ofreció su brazo a Madrigal, que se quedó inmóvil como un animal acorralado.
Si tomaba aquel brazo, ¿significaba que ya estaba hecho, que lo aceptaba?
Pero rechazarlo sería el mayor de los desaires; lo avergonzaría, y nadie avergonzaba al Lobo Blanco.
Era una invitación a bailar; sin embargo, la sentía como una trampa; Madrigal permaneció quieta demasiado tiempo. En ese intervalo, la mirada de Thiago se agudizó. Su letargo indulgente desapareció para ser sustituido por…, no estaba segura. El nuevo sentimiento no pudo tomar forma. Incredulidad, quizá, que habría dado paso a una furia fría como el hielo de no ser por Nwella, que, presa del pánico, puso su mano en la espalda de Madrigal y la empujó.
Propulsada de ese modo, Madrigal dio un paso, y ya no pudo echarse atrás. Sin embargo, no tomó el brazo de Thiago, más bien colisionó con él. Thiago colocó el brazo de Madrigal bajo el suyo, con gesto posesivo, y la condujo hacia el baile.
Y seguramente, como todo el mundo pensaba, hacia su futuro.
La agarró por la cintura, que era la postura correspondiente para la emberlina, en la que los hombres levantaban a las damas como ofrendas al cielo. Las manos de Thiago rodeaban casi por completo su delgado talle, con las zarpas contra su espalda desnuda. Madrigal sentía la punta de cada uña en la piel.
Intercambiaron algunas palabras —Madrigal tal vez se interesara por la salud del caudillo, y Thiago debió de contestar, pero ella habría sido incapaz de repetir lo que se dijeron—. Era como un envoltorio azucarado del que había escapado su mente.
¿Qué había hecho? ¿Qué era lo que acababa de hacer?
No podía engañarse pensando que aquello era fruto de un instante y del leve empujón de Nwella. Ella había permitido que la vistieran de aquel modo; había acudido hasta allí;
era consciente
de lo que le esperaba. Tal vez no reconociera que sabía lo que estaba haciendo, pero por supuesto que lo intuía. Se había dejado llevar por la certeza de los demás. Había sentido una punzante satisfacción al ser elegida…, envidiada. Ahora se avergonzaba de ello, y del modo en que había acudido allí esa noche, dispuesta a interpretar el papel de novia temblorosa y a aceptar a un hombre al que no amaba.
Pero… ella
no
lo había aceptado, y pensó que no lo haría. Algo había cambiado.
Nada ha cambiado
, se reprendió a sí misma. De hecho,
el amor es un elemento
. La aparición del ángel, ¡el riesgo corrido!, todo aquello le asombraba, pero no cambiaba nada.