Porque, por supuesto, regresaría.
Separarse fue casi un drama, una exagerada imposibilidad física —alejarse volando y dejar allí a Akiva— cuya dificultad no habría imaginado antes de aquel momento. Regresó una y otra vez en busca de un último beso. Sentía una extraña sensación en los labios y se imaginaba ruborizada por la evidencia de cómo había pasado la noche.
Finalmente, alzó el vuelo, arrastrando la máscara por uno de sus largos cordones como un pájaro que la acompañaba en su aleteo. Debajo de ella, avanzaba la tierra tocada por el amanecer en el camino de vuelta a Loramendi.
La ciudad permanecía tranquila tras la celebración, envuelta en el olor acre y la bruma de los fuegos artificiales. Entró por un pasadizo secreto a la catedral subterránea. La magia de Brimstone que bloqueaba las puertas permitía que Madrigal las abriera con su voz, y no había guardias que la vieran entrar.
Fue sencillo.
Aquel primer día se notaba vacilante, cautelosa, por no saber lo que había sucedido en su ausencia, o qué cólera le estaría esperando. Sin embargo, las parcas seguían tejiendo sus hilos insondables, y un espía acudió esa mañana desde la costa de Mirea con noticias del avance de los galeones seráficos, así que Thiago abandonó Loramendi casi a la vez que Madrigal regresaba a la ciudad.
Chiro le preguntó dónde había estado y ella respondió con una mentira vaga, y a partir de ese momento la actitud de su hermana hacia ella cambió. Madrigal la sorprendería observándola de un modo extraño e inexpresivo, y Chiro trataría de ocuparse en algo como si no hubiera estado mirándola. También la veía menos, en parte porque Madrigal se encontraba sumergida en su nuevo y secreto mundo, y en parte porque Brimstone necesitaba su ayuda en aquella época, por lo que estaba excusada del resto de sus tareas. Su batallón no fue movilizado en respuesta a los movimientos de la tropa seráfica, y ella pensó, irónicamente, que debía agradecérselo a Thiago. Sabía que la había mantenido alejada de cualquier potencial peligro que pudiera arrebatarle su «pureza» antes de que tuviera la oportunidad de casarse con ella. Tal vez no dispuso de tiempo suficiente para dar la contraorden antes de su partida.
Así que Madrigal pasaba sus días en la tienda y en la catedral con Brimstone, enfilando dientes y creando cuerpos, y sus noches —tantas como pudo— junto a Akiva.
Ofreció a Ellai velas y conos de
frangible
, la especia favorita de la luna, y llevó a escondidas alimentos adecuados para los amantes, que comían con los dedos después de hacer el amor. Caramelos de miel, bayas de pecado y pájaros asados para sus voraces apetitos, sin olvidar nunca retirar de la pechuga el hueso de la suerte. También tenían vino en estilizadas botellas y diminutas copas labradas en cuarzo, que enjuagaban en el manantial sagrado y guardaban en el altar del templo para la siguiente ocasión.
Con cada hueso de la suerte, en cada despedida, deseaban otro día juntos.
Madrigal pensaba a menudo, mientras trabajaba en silencio en presencia de Brimstone, que él sabía lo que estaba haciendo. Se sentía descubierta, atravesada por aquellos ojos dorado verdoso, y se decía a sí misma que no podía continuar así, que debía terminar con aquella locura. Una vez, mientras volaba hacia el bosquecillo de réquiems, incluso ensayó lo que le diría a Akiva, pero lo olvidó tan pronto como lo vio, dejándose envolver por la alegría en el lugar que habían convertido en el mundo de su leyenda —el paraíso en espera de amantes que lo llenaran de felicidad—.
Y lo colmaron con su felicidad. Durante un mes de noches robadas y alguna tarde radiante en la que Madrigal pudo escapar de Loramendi por el día, ahuecaron las alas en torno a su amor y crearon un mundo propio, aunque ambos sabían que no era tal, sino un mero escondite, que es algo muy diferente.
Después de varios encuentros, cuando empezaban a conocerse perfectamente el uno al otro, con el ansia que muestran los amantes por saberlo todo —con la palabra y el tacto, cada recuerdo y pensamiento, cada aroma y murmullo—, cuando toda la timidez los había abandonado, se enfrentaron al futuro: existía, y no podían pretender lo contrario. Ambos sabían que aquello no era vida, especialmente para el serafín, que solo veía a Madrigal y pasaba los días durmiendo como las evangelinas y ansiando la llegada de la noche.
Akiva le confesó que era bastardo del emperador, uno entre muchos nacidos para matar, y le relató el día en que los guardias habían acudido al harén a arrancarlo de los brazos de su madre. Cómo ella se lo había permitido, como si no fuera su hijo, sino un tributo que se ha de pagar. Cómo odiaba a su padre por criar hijos destinados a morir. Madrigal pudo notar que se culpaba a sí mismo por ser uno de ellos.
Madrigal acarició las cicatrices de sus nudillos e imaginó a las quimeras representadas por cada línea. Se preguntó cuántas de aquellas almas habrían sido recuperadas, y cuántas se habrían perdido.
Madrigal no contó a Akiva el secreto de la resurrección, y cuando él le preguntó por qué no llevaba los ojos tatuados en las palmas de las manos, inventó una mentira. No podía hablarle de los resucitados. Era algo demasiado grande, demasiado atroz, sobre lo que descansaba el destino de su raza, y no podía compartirlo, ni siquiera para aliviar su sensación de culpabilidad por haber matado a todas aquellas quimeras. En lugar de eso, besó aquellas marcas.
—La guerra es lo único que nos han enseñado —había susurrado ella—, pero hay otras formas de vivir. Podemos encontrarlas, Akiva. Podemos
inventarlas
. Este es el principio, aquí.
Madrigal acarició el pecho de Akiva y sintió una oleada de amor por el corazón que impulsaba su sangre, por su suave piel y sus cicatrices, y por aquella ternura tan poco propia de un soldado. Le tomó la mano, la presionó contra su pecho y afirmó:
—
Nosotros
somos el principio.
Empezaron a creer que podía ser así.
Akiva le contó que en los dos años transcurridos desde Bullfinch no había matado a ninguna quimera.
—¿Es cierto eso? —preguntó ella sin poder creerlo.
—Tú me mostraste que se puede elegir no matar.
Madrigal bajó la mirada hacia sus manos y confesó:
—
Yo
sí he matado serafines desde aquel día.
Akiva la tomó de la barbilla y levantó su rostro hacia él.
—Pero al
salvarme
, me cambiaste, y estamos aquí gracias a aquel instante. Antes, ¿habrías pensado que fuera posible?
Ella negó con la cabeza.
—¿No piensas que otros también podrían cambiar?
—Algunos —contestó ella pensando en sus compañeros, en sus amigos, en el Lobo Blanco—. Pero no todos.
—Primero unos pocos, y luego más.
Primero unos pocos, y luego más
. Madrigal asintió, y juntos imaginaron una vida diferente, no solo para ellos, sino para todas las razas de Eretz. Y durante aquel mes en que se ocultaron y se amaron, soñaron e imaginaron, creyeron que también aquello estaba planeado: que eran las semillas de un propósito mayor y misterioso. Desconocían si era cosa de Nitid, de los dioses estrella o de algo distinto, pero sentían que una poderosa fuerza anidaba en su interior para traer la paz al mundo.
Eso fue lo que desearon aquella noche cuando rompieron el hueso de la suerte. Sabían que no podían ocultarse en el bosque de réquiems y soñar despiertos para siempre. Había trabajo que hacer; estaban empezando simplemente a convertir su deseo en realidad, pero con tanta esperanza que podrían haber conseguido milagros —
haber iniciado
un cambio— si no los hubieran traicionado.
RESUCITADA
—Akiva —suspiró Karou con todo su ser.
Habían transcurrido apenas unos segundos desde que habían roto el hueso de la suerte; sin embargo, en ese lapso había recuperado las vivencias de años. Diecisiete años hacía que Madrigal había muerto. Todo lo que había sucedido desde entonces era otra vida, pero seguía siendo la suya. Ella era Karou y Madrigal. Era humana y quimérica.
Era una resucitada.
En su interior algo estaba sucediendo: una rápida concrescencia de recuerdos, dos conciencias que en realidad eran una, uniéndose como dedos entrelazados.
Miró sus
hamsas
y comprendió lo que Brimstone había hecho. Desafiando la sentencia de evanescencia dictada por Thiago, había logrado recoger su alma de algún modo. Y como no podía resucitarla en su propio mundo, le había regalado una vida en otro, en secreto. ¿Cómo había separado los recuerdos de su alma? Había tomado su vida como Madrigal para guardarla en el hueso de la suerte, y salvarla para ella.
Recordó lo que Izîl le había contado la última vez que lo vio, cuando le ofreció dientes de niño y ella los rechazó.
—
Una vez
—había dicho, y ella no lo había creído—. Hubo una vez que me pidió unos cuantos.
Ahora sabía que era cierto.
Los resucitados estaban destinados a la guerra; sus cuerpos se creaban siempre adultos, a partir de dientes maduros. Sin embargo, Brimstone la había resucitado como un bebé, un bebé humano, la había bautizado
esperanza
y le había regalado toda una vida, alejada de la guerra y la muerte. Un cariño dulce, profundo, intenso la invadió. Le había concedido una infancia, un mundo. Deseos.
Arte
. E Issa, Yasri y Twiga lo habían sabido y habían ayudado; la habían escondido. La habían querido. Muy pronto los vería de nuevo, y no se mantendría alejada de Brimstone como siempre hacía, intimidada por su brusquedad y su monstruosa apariencia física. Lo rodearía con los brazos y le diría, finalmente,
gracias.
Levantó la vista de sus palmas —de un asombro a otro— y vio a Akiva delante de ella. Permanecía quieto a los pies de la cama en la que, solo un momento antes, se habían abandonado a la pasión, muy juntos, y Karou comprendió que la intensa plenitud que había sentido surgía de lo que había compartido con él en otro cuerpo, en otra vida. Se había enamorado dos veces de él. Ahora lo amaba con dos corazones, y dominar aquella sensación resultaba casi insoportable. Lo contempló a través de un prisma de lágrimas.
—Escapaste —dijo Karou—. Sobreviviste.
Se levantó de la cama, se dirigió hacia él y se abalanzó contra la solidez recordada de su cuerpo, su calor.
Akiva vaciló un instante, pero sus brazos la rodearon, con fuerza. No decía nada, solo la abrazaba contra su cuerpo, balanceándose. Karou sintió que temblaba, llorando, con los brazos apretados sobre su pelo.
—Conseguiste escapar —repitió sollozando, pero ahora riendo también—. Estás vivo.
—Estoy vivo —susurró él, con voz ahogada—.
Tú estás
viva. Nunca lo supe. Todos estos años, nunca pensé…
—Estamos vivos —dijo Karou, aturdida.
El asombro creció en su interior, y sintió como si su leyenda se hubiera convertido en realidad. Tenían un mundo; estaban en él. Este lugar que Brimstone le había dado era la mitad de su hogar, y la otra mitad estaba esperando al otro lado de un portal en el cielo. Podían disfrutar de ambos, ¿no era así?
—Te vi morir —dijo Akiva, desamparado—. Karou… Madrigal… Mi amor.
Sus ojos, su expresión. Parecía el mismo que diecisiete años atrás, arrodillado, obligado a contemplar la muerte de Madrigal.
—Te vi morir —dijo de nuevo.
—Lo sé —lo besó con ternura, rememorando el terror de su alarido—. Lo recuerdo todo.
* * *
Igual que él.
El verdugo encapuchado: un monstruo. El lobo y el caudillo, que miraban desde su balcón, y la multitud, con su tumulto de patadas, sus gritos y su sed de sangre: todos monstruos que ridiculizaban el sueño de paz que Akiva había alimentado desde Bullfinch. Porque uno de ellos había enternecido su corazón había creído a todos merecedores de ese sueño.
Y allí estaba ella —la única;
la suya—
, con grilletes y con las alas inmovilizadas y cruelmente deformadas, y el sueño se desvaneció. Así trataban a los suyos. Su hermosa Madrigal, grácil incluso en aquel momento.
Contempló con impotencia y terror cómo se arrodillaba, cómo colocaba la cabeza sobre el tajo.
Imposible
, gritó el corazón de Akiva. Aquello no podía suceder. El destino, el misterio que los había apoyado siempre… ¿dónde estaba ahora? Veía el cuello de Madrigal, estirado e indefenso, su suave mejilla contra la abrasadora roca negra, y el hacha, levantada y dispuesta a caer.
De su garganta brotó un alarido que salió a zarpazos, desgarrándolo por dentro. Despedazó y destrozó su interior, provocando dolor, un dolor que trató de recoger para convertirlo en magia, pero estaba demasiado débil. El Lobo se había ocupado de ello: incluso en ese momento, Akiva estaba rodeado por guardias resucitados con sus
hamsas
dirigidas hacia él, lanzándole su poder debilitador. Aun así lo intentó, y la multitud se balanceó al notar que el suelo se movía bajo sus pies. El patíbulo vibró y el verdugo tuvo que dar un paso para guardar el equilibrio, pero no fue suficiente.
El esfuerzo rompió los vasos sanguíneos de sus ojos, pero siguió gritando. Lo intentó.
Un destello iluminó el hacha al descender y Akiva cayó de bruces. Estaba destrozado, vacío. El amor, la paz, el milagro: habían desaparecido. La esperanza, la compasión: también.
Lo único que quedaba era la venganza.
* * *
El hacha era grande y brillante, como una luna que caía desde el cielo. Golpeó, y Madrigal abandonó su cuerpo.
Sintió cómo se separaba de su carne.
Todavía estaba allí.
Existía
, mas no de forma corpórea. No quería ver la caída de su cabeza, pero no pudo evitarlo. Los cuernos golpearon la plataforma en primer lugar, con estrépito, y luego la carne, con un infame ruido sordo. Los cuernos evitaron que la cabeza rodara.
Desde su nuevo y extraño mirador por encima de su cuerpo, lo vio todo. No pudo hacer otra cosa. Los ojos formaban parte del cuerpo, con su capacidad de seleccionar lo que miraban y párpados para cerrarse. Ahora carecía de ellos. Lo veía todo, sin ninguna barrera física que se interpusiera entre ella y el aire que la rodeaba. Percibía una especie de imagen desenfocada, en todas direcciones al mismo tiempo, como si todo su ser fuera un ojo, aunque envuelto en bruma. El ágora, la odiosa muchedumbre. Y en la plataforma situada frente a la suya, el grito de Akiva creando todavía turbulencias en el aire, a su alrededor: Akiva arrodillado, caído de bruces y deshecho en lágrimas.