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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Novela Histórica

Historia de España contada para escépticos (44 page)

BOOK: Historia de España contada para escépticos
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Franco había asegurado que lo dejaba todo atado y bien atado. Lo dejó. Era monárquico y dejó a un rey en el poder (aunque, como hemos visto, conculcando la Ley de Sucesión para castigar al legítimo heredero por no haberle guardado el respeto debido). Lo que Franco ató no lo ha desatado la democracia. Él, en vida, había maquillado su régimen, una dictadura militar, llamándola
democracia orgánica.
El régimen que lo sucedió, anudado a la dictadura, fruto de unas instituciones que no podían otorgar una legitimidad de la que ellas mismas carecían, es continuación de aquél, aunque ya equiparado, o casi, a las democracias occidentales en lo que a libertades formales se refiere.

Con el dictador todavía de cuerpo presente, su sucesor juró en las Cortes lealtad a los principios del Movimiento Nacional y a las Leyes Fundamentales del Reino. Esto lo legitimaba ante el aparato de la dictadura, pero su verdadera legitimidad, la democrática, la recibió en los días siguientes, cuando presidentes y vicepresidentes del mundo libre (norteamericanos, alemanes, franceses...) respaldaron, con su presencia, la monarquía restaurada en el sucesor de Franco.

Todo estaba previsto. No hubo vuelta de tortilla, ni ajuste de cuentas como unos esperaban y otros temían. Tampoco hubo necesidad de un referéndum para que el pueblo español decidiera si quería monarquía o república. Ya se lo dieron escogido personas más preparadas, que sabían mejor lo que le convenía. Hubo, sencillamente, transición y retorno al espectáculo democrático de la mano de unos políticos que querían labrarse un porvenir.

CAPÍTULO 100
El reparto

Políticos los había de dos clases: los franquistas, que habían hecho carrera en el régimen, y que concentraban en sus manos todo el poder, y frente a ellos, los liberales o demócratas, es decir, la oposición, los recién salidos de las cloacas de la clandestinidad. De un lado, los que compusieron semblantes pesarosos en el funeral del dictador; del otro, los que agotaron las reservas de champán el día de su muerte. Aquellos chicos de izquierdas, los de la trenca, las camisas de franela de cuadros y la actitud contestataria, y aquellos señores adustos, que llegaban del exilio soviético con trajes mal cortados y abrigos de cachemir, tenían dos cosas en común: estaban impacientes por mandar y enarbolaban una bandera republicana, con su franja inferior morada y su escudo nacional adornado con corona mural.

Derechas e izquierdas. Sólo extremos, nada de centro; se habían erigido en bandos irreconciliables durante los cuarenta años de la dictadura. ¿Iban ahora a enfrentarse por el poder, los unos por conservarlo y los otros por conquistarlo?

El pueblo español contuvo la respiración. Nadie quería líos, pero el espectro de la guerra civil planeaba sobre la helada incertidumbre del futuro.

Pero surgió un tercer grupo, al que llamaremos el Gran Hermano Occidental, o Gran Hermano a secas, que iba a poner paz y concordia a la chita callando y que, desde detrás de las bambalinas, iba a mover los hilos, para que al final todas las marionetas, rojas o azules, se abrazaran en amor y concordia: el grupo de los intereses creados. No eran exactamente políticos, pero tenían cierta experiencia como manipuladores de la política, no sólo en países de medio pelo. A los americanos, a la banca y a las multinacionales les interesaba que España viviera una transición pacífica. Este grupo estaba destinado a ser el verdadero motor de la transición. La defensa de sus intereses explica que todo fuera como una malva. Debemos estarles eternamente agradecidos.

Como las operaciones complejas no se improvisan y tienen más resortes y relojitos que un avión, la transición había empezado mucho antes de morir Franco. El Gran Hermano, o sea, la Providencia en la tierra, había llamado a capítulo a los principales aspirantes. «¿Queréis mandar?», preguntó a los rojos. «¡Síííí...!», respondieron ellos al unísono. «Y vosotros —preguntó a los azules- ¿queréis seguir mandando?» La respuesta fue igualmente afirmativa. «Pues bien, entonces os vais a dejar de ideologías irrenunciables y os vais a poner de acuerdo para compartir el pastel porque al que saque los pies del plato lo voy a descantillar [o el que se mueva no sale en la foto, como diría Alfonso Guerra, que es machadiano].» «La democracia en España es inevitable —razonó el Gran Hermano—, porque es la mejor vacuna contra el comunismo y las revoluciones incontroladas, y España pertenece al rebaño democrático de Occidente, así que más vale que os pongáis de acuerdo y os consensuéis en alumbrarla discreta y eficazmente.»

—Y eso, ¿cómo se hace? —preguntaron a coro.

—Muy fácil —indicó la voz de las alturas-: Los de siempre les vais a abrir un hueco a los nuevos, y los nuevos, a cambio, os vais a olvidar de agravios pasados. Pelillos a la mar: a partir de hoy, todos demócratas y todos monárquicos.

Los americanos, con ayuda de los socialistas alemanes, diseñaron un plan para asegurarse de que España se mantuviera en el lado político correcto, es decir, bajo la propicia sombrilla del capitalismo occidental. Que no sufra la oligarquía, que nadie perturbe el pesebre nutricio de la banca y las multinacionales, alejemos el peligro de un posible escoramiento hacia la izquierda. Se trataba de establecer una transición democrática que dejara el país en manos de dos partidos, uno de centro-derecha y otro de centro-izquierda. El de centro-derecha saldría de la propia evolución del régimen; el de centro-izquierda tendría que salir de los socialistas, para lo cual, lógicamente, habría que domesticarlos. Ya había ciertos precedentes de la época de Primo de Rivera. Y Franco estaba sustancialmente de acuerdo con ese plan.

Las definitivas bendiciones del padrino americano a la fórmula monárquica las obtendría el nuevo Rey en junio de 1976, cuando viajó a Estados Unidos para explicar sus proyectos en el Capitolio, ante el Congreso y el Senado de Estados Unidos.

La monarquía podía considerarse completamente arraigada en España. Después de la visita del Rey a Estados Unidos, de pronto, ocurrió el portento: desaparecieron las banderas republicanas de las manifestaciones, desaparecieron las alusiones republicanas de los discursos y de los programas de los partidos progresistas, y España se despertó monárquica.

CAPÍTULO 101
La irresistible ascensión del PSOE

En el acoplamiento del antiguo régimen con el nuevo, Felipe González, sin duda el mayor talento político de nuestro siglo, puso la vaselina. Hombre de orden, procedente del sector católico, supo ver con extraordinaria claridad que el futuro del país, y, más particularmente, el de los políticos de la oposición y el suyo propio, estaba en la continuidad. Felipe González escaló la jefatura del PSOE cuando el partido, a pesar de su larga historia de lucha, se había reducido a una débil sombra en el páramo franquista. Esto fue en el congreso de Suresnes, en 1974. Unos días después, recibió una visita del Gran Hermano en forma de emisarios del franquismo, con los que llegó a un acuerdo. Por su parte, se comprometía a no aliarse con los comunistas, a dejarse de veleidades republicanas y a acatar al Rey impuesto por Franco. No contó, lógicamente, con la opinión del partido, ni siquiera con la de su mano derecha, Alfonso Guerra, que todavía andaba de extremista de trenca, pelo largo y gesto hosco. Después de este pacto, Felipe se desmarcó del conjunto de la oposición. La izquierda, ignorante de la maniobra (ni su álter ego Alfonso lo sabia), recibió el torpedo por donde menos lo esperaba, porque la realineación dejaba en mantillas y fuera de juego incluso al eurocomunismo de Carrillo. Después del impacto, la izquierda quedó irremediablemente tocada de ala (y ya, las cosas como son, nunca ha vuelto a ser la misma, especialmente después de que el huracán de la historia dejara en pelotas, y con las desaseadas vergüenzas al aire, a la URSS, a China y a Cuba).

Cuando vieron que Felipe se pasaba al enemigo con armas y bagajes, los líderes de la izquierda en otras formaciones políticas temieron por sus garbanzos y se precipitaron a imitarlo. Después de toda una vida predicando el evangelio republicano, en cuanto atisbaron el señuelo de la prebenda, el banco parlamentario, el sueldo, las dietas, la secretaria de muslos poderosos y el coche oficial, se hicieron monárquicos de toda la vida y perdieron el culo por verse incluidos en las negociaciones con el gobierno.

¿Y el barco de la renovación? ¿Y el hermoso proyecto con tanto mimo transmitido a través de los cuarenta años de exilio o dura travesía en el páramo franquista?

Hasta las ratas abandonaron aquel proyecto que se iba a pique. Allá quedó, desamparado y a la deriva, vencido antes de entrar en combate, con su carga de promesas de transformación social y política sin desembalar, con el leninismo de Carrillo y el marxismo de Felipe metidos todavía en su papel de celofán y con la, una vez más, traicionada bandera tricolor colgando fláccida del mástil.

Vayamos a los hechos y sigamos más menudamente la moviola desde 1974. Los buitres del rojerío, que perchaban con la boca hecha agua sobre el franquismo agonizante, aguardando la muerte del dictador, crearon la Junta Democrática, presidida por Santiago Carrillo, extraña jaula de grillos donde cohabitaban el Partido Comunista, el Partido Socialista Popular de Tierno Galván, el Partido del Trabajo, de izquierda radical, y Comisiones Obreras: prácticamente toda la oposición al franquismo, con la notable excepción del PSOE, porque, por los motivos arriba expuestos, Felipe, flamante patrón de la nave socialista, escondía en la manga el as de la complicidad y la tolerancia franquista. Vean si no: a raíz de lo de Suresnes (estamos en 1974 y vive Franco todavía), en el diario gubernamental
Pueblo
, en la sección «La Colmena», que publicaba Pedro Rodríguez, aparecía el nombramiento del joven Isidoro en el congreso socialista. La noticia ponía a Felipe González a los pies de los caballos del fiscal general del Estado. ¿Recibió la policía orden de detenerlo en cuanto cruzara la frontera? Nada de eso; más bien, todo lo contrario. De las alturas del poder llegó un inesperado tirón de orejas a Emilio Romero, director del periódico, para que
Pueblo
dejara en paz al joven Isidoro. A partir de este punto, sólo cupieron elogios para el joven cachorro socialista.

Prosiguiendo con su plan, Felipe no sólo se desmarcó del resto de las fuerzas de izquierda, sino que fundó, por su cuenta, un año después, la Plataforma de Convergencia Democrática.

Ya no había una izquierda, sino dos. Los políticos franquistas respiraron tranquilos: no habría ajustes de cuentas, sino continuismo bajo la forma de una monarquía que heredaría a Franco y se apoyaría en cuatro pilares firmes: ejército, Iglesia, prensa y partidos políticos (este último en sustitución del Movimiento).

El viejo truco de cambiar lo accesorio para que no cambiara lo fundamental requería, no obstante, una mano firme y hábil. La persona escogida por las altas instancias que manejaban los hilos de la política nacional fue Torcuato Fernández Miranda, antiguo preceptor del príncipe y preclaro cerebro atestiguado a lo largo de una larga y brillante carrera política. A Fernández Miranda lo nombraron presidente de las Cortes en el delicado momento de la apertura política. Al mismo tiempo, apaciguaron a la derecha más irracional y ultramontana, confirmando en su puesto al presidente del gobierno designado por Franco: Arias Navarro.

Arias Navarro formó gobierno continuista (con algunos adornos de aperturistas prudentes) y maquilló su actuación concediendo cierta libertad a la oposición política.

No obstante, como al que algo quiere, algo le cuesta, los viejos tiburones del franquismo, que optaron por prolongar su singladura en la era democrática, tuvieron que someterse a un proceso de blanqueo y cirugía, y se disfrazaron de simpáticos delfines. Torcuato Fernández Miranda, Alfonso Armada, Fraga Iribarne —de pronto, convertido en político liberal y democrático, después de su paso por la embajada de Londres—, Sabino Fernández...

El propio monarca, que también había crecido a la sombra del dictador, recibió el marchamo democrático, especialmente a partir del 23 de febrero de 1981, el frustrado golpe de Estado, cuyos misterios todavía están por aclarar.

El día de marras, al filo de la medianoche, el general Armada llegó al Congreso, se encerró en un despacho con Tejero, el teniente coronel de la Guardia Civil que comandaba las fuerzas que habían secuestrado a los padres de la patria e intentó convencerlo para que le permitiera proponer a los diputados la formación de un gobierno de salvación nacional presidido por él mismo. Tejero titubeaba. Armada le mostró la lista de ministros (¿pactada anteriormente con los diferentes partidos?), pero Tejero, al leer los nombres de Solé Tura (comunista) y de Enrique Múgica (socialista), se inflamó en santa cólera, «que para esto no hemos hecho una guerra ni estamos dando el presente golpe, para admitir rojos y masonazos en el gobierno». Armada, comprendiendo que era inútil razonar con aquella mula, se guardó la lista y regresó a la calle, cariacontecido. Sólo entonces, a los quince minutos del fracasado trapicheo, se emitió, por fin, el vídeo en el que el Rey condenaba la acción de Tejero. En aquella dramática alocución, Don Juan Carlos, serio y sin maquillar, compareció de uniforme, con todas sus condecoraciones, para asegurar que la corona estaba con la democracia. La tardanza en anunciarlo, según explicaría después un portavoz, se debió a causas técnicas, pues, en la confusión del momento, no fue fácil reunir el equipo necesario.

Después se ha sabido que «el Rey, por presiones de varios capitanes generales, aplazó su discurso a la nación. En este periodo no se prohibió que Armada pudiera acudir al Congreso y proponer su gobierno de salvación». Se ha sabido también que entre la clase política estaba muy arraigada «la solución Armada»; y que el general Armada, «con distintas excusas, acudía en los últimos meses a visitar al monarca» (Herrera y Durán, 1994, p. 187).

Tras el susto, la situación se normalizó. Las biografías de los padres de la patria sospechosos de añorar tiempos pasados también se normalizaron. Todos habían sido demócratas de toda la vida, lo que ocurre es que durante el franquismo tuvieron que disimular y templar gaitas, y ello incluía jurar los Principios Fundamentales del Movimiento, vestir el uniforme de la Falange, y todo eso. Sólo muchos años después se ha desvelado que Franco gobernó durante cuarenta años rodeado de demócratas expectantes y de monárquicos de toda la vida.

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