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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Novela Histórica

Historia de España contada para escépticos (45 page)

BOOK: Historia de España contada para escépticos
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¿Y los políticos de izquierda?

También ellos experimentaron su emotivo y particular camino de Damasco. Durante la larga travesía del franquismo, habían vivido de sus retóricas, y hasta se las habían creído, pero cuando los acontecimientos los trasplantaron bruscamente al centro del ruedo nacional advirtieron su terrible carencia: no contaban con unas mínimas bases organizadas. Los partidos de izquierda eran sus dirigentes y una claque entusiasta y distante; el resto del teatro estaba vacío. Sus posibles espectadores no tenían tradición alguna; educados en el conformismo y el miedo, no sabían para dónde mirar ni en qué creer. Sólo una minoría compraba los textos de El Ruedo Ibérico y los catecismos de una editorial oportunista con títulos tan reveladores como
¿Qué es socialismo? ¿Qué es democracia? ¿Qué son los partidos políticos? ¿Qué es el sindicato?
Ante la cruel realidad de este yermo, los políticos profesionales surgidos del frío de la oposición podían arriesgarse a animar el cotarro desde dentro, lo que requeriría tiempo y esfuerzo, para llegar a alcanzar unos resultados imprevisibles. Pero si tomaban esa vía se arriesgaban a que otros líderes más capaces los desplazaran en sus propios grupos. La otra salida posible consistía en cambiar de chaqueta, ahorcar los ideales cacareados durante cuarenta años, pactar con el franquismo y ocupar las poltronas que se les ofrecían. Tuvieron tiempo para pensárselo mientras Franco agonizaba laboriosamente en La Paz. Y al final, todos lo vieron claro: que más vale pájaro en mano que ciento volando. El pájaro en mano lo ofrecían los poderes fácticos, los dueños del cotarro nacional. Y se avinieron a negociar con el presidente Suárez, es decir, con el franquismo. Es lo que se llamó
ruptura pactada
. Olvido de las diferencias, todo sea por la preservación de la paz. Ya eran políticos profesionales. Coche oficial para todos. Carrera política, franquistas incluidos, a partir de cero y olvido de viejos agravios. La merienda de negros estaba servida. Suárez y Carrillo a partir un piñón. Flores para la Pasionaria. Vivas al Rey. Sin consultar a nadie, personas designadas a dedo redactaron una Constitución a puerta cerrada.

El Gran Hermano americano invitó: «Pasen ustedes con los pantalones en la mano.» Felipe González declaró, con la línea del cielo de rascacielos, que tanto inspiró a Lorca, de fondo: «Prefiero morir apuñalado en el metro de Nueva York que en un campo de concentración de Rusia.» El pan para todos y la modernidad europea estaban en la socialdemocracia. Felipe se apuntó a ella, y los españoles, también. Por eso, lo refrendaron en las urnas una y otra vez.

CAPÍTULO 102
La revolución socialista

Pero volvamos nuevamente atrás y no adelantemos acontecimientos. Después de las famosas declaraciones democráticas del Rey en Estados Unidos, Arias Navarro, como si se tratara de cumplir un programa cuidadosamente fijado, se sintió desautorizado y dimitió. Torcuato Fernández Miranda sorprendió a muchos al asignar el puesto vacante a un oscuro político, joven y ambicioso, que había sido gobernador civil de Segovia con Franco y, lo más revelador, director general de TVE: Adolfo Suárez.

Suárez encarnaba la imagen del político nuevo: en las antípodas del carcamal franquista con pinta de pirata o mafioso, un dinámico ejecutivo, apuesto, simpático, locuaz, pragmático, acomodaticio, eficaz, maniobrero, elegante como un figurín (especialmente, cuando consiguió dominar el tic de estirarse los puños de las camisas). Su atractiva y fácil sonrisa electoral cautivó a las damas (y a gran parte de los caballeros) desde las vallas publicitarias.

Suárez hizo lo que se esperaba de él: maquilló el régimen permitiendo mayor libertad de prensa, suprimiendo la censura y dejando soga larga a los partidos políticos. Después, consiguió que las instituciones franquistas, el Consejo Nacional del Movimiento y las Cortes, se autoinmolasen (a estas alturas, los más perspicaces habían captado los términos del chalaneo y, mirando por sus intereses particulares, accedían a ceder para conservar, nuevamente, lo que se ha denominado
ruptura pactada
). Solamente el pueblo, es decir, la opinión pública, asistía al gran teatro nacional maravillada y sin enterarse de lo que iba y venía entre bambalinas.

En el referéndum del día 15 de diciembre de 1976 se produjo una considerable abstención, pero el 94 % de los votos emitidos apoyaba el proyecto de reforma. El presidente Suárez, o quien manejara los hilos, había triunfado en toda la línea. Su forma ágil y rápida de hacer política desembocó, está desembocando todavía, en la creación de un Estado federal que conformará la España del futuro. Al socaire de los estatutos particulares de vascos y catalanes, y de la mayor independencia de las diputaciones, se pasó a la disgregación del mapa nacional en nada menos que diecisiete autonomías, cada cual con su himno, su bandera, su capital, sus funcionarios y sus instituciones (algunas de ellas para provincias que ni siquiera habían solicitado ser autónomas).

El PSOE quedó definitivamente instalado en el centro. Lo sacaron de pila, en su nueva imagen moderada y homologable en Europa, Willy Brandt, Pietro Nenni y Francois Mitterrand. Ya podía comenzar la conquista del poder.

Con el ideal republicano se fue también al garete el ideal de un Estado no confesional. Tierno Galván, el viejo profesor pasado al felipismo (las deudas del partido saldadas; el odio visceral a Felipe y a Guerra, aplazado), colocó un gran crucifijo sobre su mesa de trabajo, presidió procesiones y mereció un entierro digno de un pontífice o de un rey. La Iglesia, que, viéndolas venir, había situado sus huevos, sabiamente, en las dos cestas, había vencido en toda la línea. Y la prensa, que había sido franquista hasta antes de ayer, se volcó en apoyo del olvido del pasado y de la invención del presente desinformando cuanto fue menester. También los grandes periodistas tenían basura bajo la alfombra. Mejor no meneallo.

A Suárez, en toda su gloria, se le subió el poderío a la cabeza. Después de la muerte de su padrino, Fernández Miranda, en accidente de tránsito, cuando ya su obra podía considerarse concluida, Suárez se resistió a admitir que ya había cumplido su ciclo. Le entró el gusanillo de la política y creciéndose, como el aprendiz de brujo, llegó a creerse que el motor del cambio era él mismo. Por eso, cuando los barones de UCD comenzaban a chaquetear, en lugar de cerrar filas ante el acoso del PSOE, se desmarcó de sus oportunistas compañeros de viaje para refundar otro partido más personal, convencido de que arrastraría a las masas. Pero se dio el batacazo, como su amigo Carrillo, y como tantos otros («Ésta es Castilla, que faze los homes y los gasta», ¿recuerdan?).

¿Qué ocurrió? Que el personal que antes había votado a UCD no tuvo inconveniente en votar al PSOE, la viva imagen de la modernidad y la decencia. Obraron el milagro tanta valla publicitaria, tanto
Felipe-Nadiusko
empapelando los muros y buzones del país, multiplicado hasta la saciedad en traje de joven y honrado paladín de la modernidad y la eficacia. España cambió de líder como se cambia de detergente.

«Son como críos», comentó el Gran Hermano sonriente al firmar la factura. Se había salido con la suya. Por otra parte, su sistema, que es el único posible (especialmente, tras el descalabro de los países del Este), sólo consiente que venzan los partidos que aceptan sus reglas de juego. En un país medianamente moderno, una campaña electoral acarrea gastos millonarios, que sólo pueden financiar los bancos, pero exigen, a cambio, garantías de que ese partido no perjudicará sus negocios cuando llegue al gobierno.

González, con hábil pulso y sentido de la jugada, situó su partido en el centro y ganó las elecciones por goleada. Los socialistas prometían cambio, y la sociedad quería cambiar, quería parecerse a Europa. Un gobierno de inexpertos penenes, muchos de los cuales todavía vivían en modestos pisitos de barriadas obreras, se encontró, de pronto, al frente del país en aquellos despachos inmensos, forrados de maderas nobles, con ujieres uniformados que se inclinaban a su paso. Lejos de arredrarse, los jóvenes socialistas se entregaron con entusiasmo a la tarea de reformar España, de cambiar sus viejas y caducas estructuras económicas y sociales, de incorporarla a Europa. Lo más urgente era la reforma económica, porque, por ese lado, el país estaba aquejado de casi todos los desequilibrios macroeconómicos posibles: inflación, deuda exterior, déficit público, fuga de capitales... Tomando el toro por los cuernos, los jóvenes tecnócratas se aplicaron a la reconversión o desmantelamiento de industrias ruinosas que parasitaban al Estado, lo que entrañó el despido o la jubilación anticipada de miles de obreros, con las consiguientes huelgas y problemas sociales. El PSOE perdió en el proceso una parte de su clientela electoral obrera, pero, al propio tiempo, ganó el aplauso y el voto de la emergente clase media, que lo mantuvo en el poder en sucesivas elecciones.

La reforma militar fue otro capítulo delicado. Narcís Serra, un ministro de Defensa que ni siquiera había hecho la mili, gordito, con gafas y voz atiplada (de la que se hacían chistes en las salas de banderas), renovó los mandos esenciales, promocionó a oficiales democráticos y transformó el ejército franquista en una fuerza más ágil y operativa, que obedecía al poder civil. Serra descolgó y devolvió a la polvorienta vitrina del pasado la espada de Damocles del pronunciamiento militar que durante siglo y medio había pendido sobre la cabeza de los españoles.

En catorce años de gobierno, los descendientes de Pablo Iglesias realizaron el milagro de elevar España al rango de país europeo. El viejo sueño irrealizado de los ilustrados del siglo XVIII se cumplía con casi dos siglos de retraso. España ingresó en la Comunidad Europea (1986) y en la Alianza Atlántica (tras la famosa pirueta ideológica del pragmático González, que, después de oponerse tenazmente a ese ingreso cuando militaba en la oposición, se transformó en decidido atlantista y «donde había dicho digo dijo Diego»). Tanto en las derechas como en las izquierdas, el pragmatismo ganaba la partida a la ideología, la lógica a la cerrazón. Eran grandes novedades en la política española, tradicionalmente tan extremista y cerril.

Después de aquellos catorce años de gobierno socialista, España quedó, como se habían propuesto, «que no la reconocería ni la madre que la parió», pero una reforma de tanto calado, confiada muchas veces a manos voluntariosas pero inexpertas, no podía hacerse sin pagar el precio de un tremendo desgaste político. El gobierno se vio obligado a imponer medidas impopulares para el partido y el sindicato que lo sostenían, especialmente la reconversión industrial. Esta cirugía se reveló tan esencial para la modernización de España que todavía estamos viviendo de sus benéficos resultados. Afluyeron inversiones del extranjero, llegaron fondos europeos y, al amparo de esa bonanza, creció el gasto público en educación y sanidad, configurándose el Estado del bienestar. No obstante, el nuevo planteamiento económico acarreó también graves problemas. Tras los fastos de la Expo y la Olimpiada del 92, en los que el gobierno tiró la casa por la ventana, el país, que vivía su nueva adolescencia europea con estirón incluido, se vio aquejado por las fiebres de la crisis económica, consecuencia de un decenio de complicados ajustes, con el pesado fardo de tres millones de parados a cuestas y un incremento excesivo del gasto público. El malestar social creció con el conocimiento de la especulación (la llamada
ingeniería financiera
) y de la corrupción. Algunos sonados casos, hábilmente jaleados por la oposición, desacreditaron al gobierno (Juan Guerra, Filesa, Roldán, GAL, fondos reservados...). En un breve período de tiempo dimitieron dos vicepresidentes (Alfonso Guerra y Narcís Serra) y cinco ministros.

La repercusión mediática y judicial (y en última instancia, política) del asunto de Lasa y Zabala (dos terroristas asesinados por la policía) fue mucho mayor que la que tuvo en Alemania el
suicidio
, en prisión, de la banda terrorista Baader Mainhof, o en el Reino Unido la eliminación de tres terroristas irlandeses en Gibraltar por agentes de Su Graciosa Majestad. Con la ley en la mano, la oposición flageló al gobierno que consentía o amparaba la existencia de esas cloacas estatales (que otras democracias de larga experiencia mantienen y silencian, y jamás usan como herramienta de confrontación política; ya dijo Churchill que la democracia no es un sistema de gobierno perfecto, sino solamente menos imperfecto que los otros sistemas). El problema del terrorismo y el del nacionalismo vasco probablemente no tengan otra solución que conceder la autodeterminación a la última tribu ibérica de la Península.

Los penenes que tomaron las riendas del país tres lustros atrás habían engordado, habían envejecido, habían perdido la ilusión inicial. Con las canas y la papada, les habían crecido los espolones, eran gallos viejos, se habían transformado en «barones», cada cual con su parcela de poder.

«Quizá haga
.
falta un nuevo Suresnes», reflexionó proféticamente Felipe González. Visiblemente desgastado por las operaciones de acoso y derribo que padecía, dimitió del liderazgo del partido en 1997 y ninguno de sus camaradas le pidió que siguiera. Una crisis interna conmovía las estructuras del PSOE. No tenían un repuesto aceptable por las distintas familias en las que el partido se había dividido (especialmente, renovadores y guerristas). La pugna por la sucesión (Almunia, Borrell, Bono...), prolongada a lo largo de una década, mantuvo ocupado al socialismo español, mientras sus adversarios se apropiaban de su herencia, e incluso de su experiencia, y triunfaban en la plaza. Felipe González, intentando dirigir la corrida desde la barrera, lo puntualizaba en una carta a sus camaradas: «La derecha se ha quedado con nuestras banderas, a pesar de que no creen en ellas: las de cohesionar un proyecto de España autonómica (con la Constitución como baluarte) y las de la modernidad, dando la imagen de un futuro que ya está aquí, aunque su modelo sea insolidario y autoritario.»

Cuando se redactan estas líneas, la Nueva Vía de José Luis Rodríguez Zapatero, un hombre tranquilo que recuerda a González, aunque con menos filo y dominio escénico (pero todo se aprende), se abre finalmente camino en la difícil tarea de desalojar del centro electoral a la derecha renovada de Aznar.

CAPÍTULO 103
Los años de Aznar

La oposición había aprendido muchas lecciones en los años socialistas. El Partido Popular, asistiendo con ira y crispación crecientes a la perpetuación en el poder de sus adversarios, había asimilado su estilo político joven y ágil. Arrinconado Fraga, y con él los últimos efluvios franquistas adheridos al partido, los nuevos dirigentes del Partido Popular se maquillaron de modernidad y disputaron a los cansados socialistas el espacio del centro.

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