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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Novela Histórica

Historia de España contada para escépticos (7 page)

BOOK: Historia de España contada para escépticos
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Las ruinas de la famosa ciudad celtíbera bien merecen una visita. Están sobre una colina cercana a la ciudad de Soria y se accede a ellas por cómoda carretera, que conduce a un pequeño museo, en el centro mismo de la excavación. Numancia tenía forma elíptica, con dos calles principales, que la cruzaban paralelamente en la dirección del eje mayor, y hasta doce secundarias en el sentido del menor. Las calles estaban ingeniosamente orientadas para evitar los helados vientos del norte. Las casas, construidas con adobe o tapial, sobre zócalo de piedra, eran rectangulares. Un hogar en el suelo servía para guisar y caldeaba la vivienda. Algunas disponían de bodega subterránea para guardar los alimentos.

Algunos arqueólogos señalaron que unos círculos de piedras hallados extramuros de Numancia, en la ladera del cerro, eran los lugares donde se exponían a los buitres los cadáveres de los muertos en combate. Todo podría ser.

Cayó Numancia, y cayeron igualmente otras tribus y poblados rebeldes. En poco más de cincuenta años, Roma se adueñó de toda la Península. Sólo quedó libre una delgada franja norteña, habitada por cántabros, astures y vascones, que no se incorporaría al Imperio hasta el siglo siguiente.

CAPÍTULO 10
El oro de Roma

Roma había extendido su dominio por todo el contorno mediterráneo. La oligarquía aristocrática que controlaba el Senado se había enriquecido con los botines de las guerras, pero el pequeño campesino y el artesano se arruinaron al no poder competir con la mano de obra esclava que aportaban las conquistas. Las tensiones sociales se polarizaron en dos partidos políticos, los populares y los optimates: es decir, izquierdas y derechas, lo de siempre.

El enfrentamiento entre populares y optimates desembocó en guerras civiles y sangrientas alternancias de poder, que repercutieron también en las provincias. Cuando el dictador Sila conquistó el poder, muchos caudillos populares tuvieron que huir de Roma para salvar la vida, entre ellos Quinto Sertorio, que se refugió en España.

Sertorio estaba dispuesto a resistir. Era un hombre hábil, que supo atraerse a los indígenas, cada vez más romanizados. Incluso recurrió a la argucia de hacerles creer que los dioses estaban de su lado y lo aconsejaban por medio de una cierva amaestrada, con la que conversaba cada tarde en un claro del bosque. Los hispanos, acostumbrados como estaban a padecer codiciosos funcionarios romanos que aprovechaban el cargo para enriquecerse, quedaron encantados con aquel romano honrado y tolerante, que rebajaba los impuestos y respetaba las costumbres del país. También nombró un gobierno en el exilio con su Senado y sus instituciones, y hasta fundó una especie de universidad en Osca (Huesca) para educar en la cultura romana a los hijos de los caudillos hispanos.

Al mismo tiempo, le servían de rehenes y garantizaban la lealtad de sus padres, claro.

No tuvo suerte Sertorio. La empresa que se había propuesto era demasiado ambiciosa para sus débiles fuerzas. Durante un tiempo, se mantuvo firme, e incluso sus tropas celtíberas y lusitanas derrotaron a algunos ejércitos enviados por Roma; pero luego sus asuntos se torcieron, muchos de sus partidarios desertaron y uno de sus hombres de confianza lo asesinó durante un banquete. Su guardia personal, formada por hispanos, se suicidó en el acto, según la tremenda costumbre del país.

¿Pompeyo o César?

El vencedor de Sertorio fue Pompeyo. Era un hombre magnánimo e inteligente este Pompeyo. En lugar de crucificar a los caudillos indígenas derrotados, les devolvió la libertad y los trató con magnanimidad. Ellos, vivamente impresionados por tan inesperada generosidad, le quedaron agradecidos de por vida. Cuando Pompeyo regresó a Roma, dejaba atrás una fidelísima clientela, que iba a necesitar más adelante.

Quizá Pompeyo las veía venir. Porque el viejo y enconado contencioso entre optimates y populares distaba mucho de quedar zanjado con la derrota de Sertorio. Al poco tiempo, se reprodujo, esta vez con un formidable campeón al frente del bando popular: Julio César.

Nuevamente, la Península representó un papel esencial en el conflicto. Los indígenas —quizá ya va siendo hora de que los denominemos hispanorromanos- tornaron a dividirse en dos bandos, los unos por César, y otros, los más numerosos, por Pompeyo.

La guerra se riñó por todo el Imperio, en Grecia, en África y en España. César derrotó por doquier a los pompeyanos, pero no pudo disfrutar largo tiempo de su victoria: un grupo de senadores conjurados lo asesinó en Roma en -44. Es la famosa escena en que el gran César, al ver que entre sus asesinos figura su presunto hijo Bruto, de cuya fidelidad nunca se le hubiera ocurrido dudar, le reprocha «Tú también, Bruto, hijo mío», y asqueado del mundo, renuncia a defenderse. Se cubrió romanamente la cabeza con la toga y se entregó dócilmente a los puñales.

César murió, pero su magna obra perduró porque su heredero y sucesor, el emperador Augusto, realizaría sus ambiciosos planes.

Augusto no era hombre de guerra, sino, más bien, un oficinista bajito y enfermizo, propenso a los enfriamientos, pero en la invencible Roma, regida desde hacía casi un siglo por generales victoriosos, se esperaba que el heredero de César revalidase su nombramiento con alguna hazaña militar. Augusto, en el trance de cumplir con el trámite, escogió la zona de Hispania que faltaba por conquistar, la cornisa cantábrica, aquel húmedo y montuoso territorio de los astures y los cántabros. No era lerdo el perillán: a cambio de un simulacro de guerra, que sería más bien una operación de policía, se adueñaba de una comarca cuyas riquezas auríferas cubrirían sobradamente los gastos de la campaña. La guerra duró diez años y, contra todo pronóstico, fue tan sangrienta que se zanjó con el virtual genocidio de los nativos. «Clavados en la cruz, morían entonando himnos de victoria», escribe Estrabón de aquellos bravos e irreductibles cántabros (y astures, no quisiera herir el ego patriótico de ninguna autonomía dejando razas en el tintero; si alguna se me pasa, considérese incluida).

Roma impuso la paz de los cementerios. Durante los siglos siguientes se dedicó a extraer oro tan concienzudamente que alteró por completo el paisaje en la región leonesa de las Médulas de Carucedo, donde el mineral se explotaba a cielo abierto, a veces por el expeditivo procedimiento de desviar ríos para que inundaran las galerías, y arrastraran la tierra y dejaran al descubierto el mineral.

CAPÍTULO 11
Ciudades, carreteras, teatros, prostíbulos

Roma enviaba a sus provincias hispánicas numerosos colonos y funcionarios. Por otra parte, muchos soldados romanos se casaban con españolas, y los guerreros hispanos se alistaban por decenas de miles en el ejército romano: comida sana y abundante, soldada segura, un porvenir. La Península terminó por aceptar las costumbres y el modo de vida romano. Quizá sea más exacto denominarlo
helenístico,
porque los romanos, a su vez, habían imitado los modelos griegos, unos pueblos de cultura superior a los que también habían conquistado.

El estilo de vida romano-helenístico, que se extendía por todo el Imperio, se basaba en la ciudad
(civitas)
como elemento civilizador. La ciudad era un núcleo urbano independiente, regido por un ayuntamiento o senado, sujeto a leyes precisas, con territorio y recursos propios de aprovechamiento comunal, con una estructura económica compleja y una organización social que integraba a los ciudadanos en un marco jurídico avanzado, superando las limitaciones del marco tribal anterior.

Los romanos habían encontrado en España pocas ciudades dignas de tal nombre: sólo las de la costa mediterránea, casi todas de origen fenicio. Augusto concedió títulos de
coloniae
(colonias) y
municipia
(municipios) a muchas otras. La colonia era ciudad de nueva creación, cuyos primeros pobladores eran a veces colonos llegados de Italia, generalmente soldados veteranos a los que se recompensaba con lotes de tierras. Los municipios, por el contrario, eran poblaciones indígenas que recibían la consideración de ciudad. En los dos casos, el gobierno municipal dependía de una asamblea de ciudadanos con derecho a voto, entre los que se elegían los dos alcaldes
(duumviri)
y los concejales
(aediles
y
quaestores).
Los cargos eran anuales, y sus aspirantes debían cortejar al electorado con banquetes y promesas. Un poco como ahora.

Las ciudades romanas de nueva planta presentaban un trazado racional. Eran cuadradas o rectangulares, con una serie de calles que se cortaban en ángulo recto, con sus plazas y espacios públicos. Las dos calles principales, más anchas, se cruzaban en el centro, sobre la plaza mayor porticada
(forum maximum),
en torno a la cual se alzaban los edificios públicos, templos, termas, mercado, etcétera. En las ciudades importantes había un teatro semicircular, al aire libre, y un anfiteatro, elíptico, cerrado, donde luchaban los gladiadores.

La casa romana, a la que todo ciudadano acomodado aspiraba, era un edificio cuadrangular, sin ventanas a la calle, con estancias abiertas a un patio central columnado del que recibían luz y ventilación. A menudo había otro patio trasero, más amplio, ajardinado. Es lo que hoy vemos en la casa andaluza con patio, de Córdoba o Sevilla, a veces erróneamente llamada
casa árabe.
Los árabes se limitaron, como en tantas otras cosas, a reproducir los modelos romanos que encontraron en las tierras que conquistaban.

La decoración de la casa romana resultaba un poco abigarrada para el gusto moderno. Las paredes solían decorarse con pinturas murales de vivos colores o con tapices, y los suelos se cubrían de mosaicos formados por diminutas piedrecitas de colores. En contraste, no había más muebles de los necesarios: camas, mesas, sillas. Los hispanos acomodados aprendieron a comer a la griega, recostados en una tarima de tres plazas
(triclinium),
con el codo apoyado en un cojín.

En la ciudad romana había tiendas, almacenes, posadas, bibliotecas y todos los servicios necesarios. No faltaban médicos, boticarios, carpinteros, abogados, alfareros, profesores, herreros, músicos y artistas, ni tabernas y prostíbulos, cada cual con el indicativo propio de lo que ofrecían. Y recaudadores de impuestos.

El equivalente al casino o al club social moderno eran las termas. Además de su higiénico cometido, estos baños públicos (a menudo, construidos y decorados con gran lujo, para prestigiar la ciudad) eran mentidero, casino, barbería, sala de masajes, centro cultural y polideportivo. El usuario de las termas pasaba por cuatro salas sucesivas: la primera era una especie de sauna en la que sudaba
(sudarium)
; en la segunda, se daba un baño caliente
(caldarium)
; a continuación, rebajaba su temperatura en la sala templada
(tepidarium)
, antes de bañarse en agua a temperatura normal en el
frigidarium
. Las termas, y algunas casas especialmente lujosas, disponían de ingeniosos sistemas de calefacción, que hacían pasar el aire caliente procedente de las calderas por canalizaciones dispuestas bajo el suelo y a través de los muros.

Los excelentes ingenieros romanos no se arredraban ante las dificultades técnicas. Todavía nos admiramos ante obras como el puente de Alcántara (Cáceres), el acueducto de Segovia y el faro de La Coruña, llamado Torre de Hércules. Una de las grandes ventajas del carácter autonómico del municipio romano era que los políticos que querían contar con el favor de sus votantes tenían que embarcarse en ambiciosas obras públicas: fuentes, plazas, cloacas, letrinas, calzadas, sistemas de irrigación, puertos e incluso complejos sistemas de drenaje para desecar zonas pantanosas. También el poder central sabía financiar las obras necesarias cuando era menester.

Las ciudades estaban unidas por una considerable red de carreteras, tan excelentemente construidas que algunos tramos todavía se usan como caminos vecinales. Todo el Imperio, hasta sus últimos confines, estuvo recorrido por estos caminos, que favorecían el tráfico de viajeros y mercancías y permitían el rápido desplazamiento de tropas. Una idea copiada por el plan de autopistas de Hitler, aunque su «Imperio de los mil años» fue más efímero que el romano. El viajero que recorría una calzada romana encontraba una piedra miliar con su número cada 1470 metros. Si no iba provisto del itinerario (equivalente a nuestro mapa de carreteras), podía calcular la distancia hasta la siguiente venta
(mansio).

La Vía Augusta, que remontaba el Guadalquivir para enlazar con Levante y proseguir la costa mediterránea hasta Roma, estaba adornada con monumentos tan espléndidos como el arco de Bará, en Tarragona. La llamada Vía de la Plata enlazaba Galicia con Cádiz, pasando por Salamanca y Mérida. De ella partía un ramal que discurría por León, Castilla y el valle del Ebro hasta Tarragona, y otro que pasaba por Toledo y enlazaba con la Vía Augusta a la altura de Valencia. Finalmente, la Vía Hercúlea, bordeaba la costa de toda la Península, de Galicia a Levante, donde enlazaba con la Vía Augusta. Consecuencia del centralismo imperial: todos los caminos conducían a Roma.

Augusto, además de impulsar la red de carreteras, organizó nuevamente la Península y dividió en dos la provincia Ulterior: la Bética, con capital en Córdoba, y la Lusitana, con capital en Mérida. La antigua Citerior mantuvo su capital en Tarragona.

CAPÍTULO 12
Crucificables y decapitables

Roma trataba a las ciudades como a los individuos. Casi todas eran estipendiarías
(stipendiariae),
es decir, sujetas a tributo en dinero, especie o servicios. Las celtíberas solían pagar en cabezas de ganado o en productos manufacturados locales; por ejemplo, las capas de lana, llamadas
sagum,
lejano antecedente de la prieta capa zamorana, muy apreciadas en Roma.

Junto a las ciudades contribuyentes existieron otras, pocas, federadas y libres, que disfrutaban de exención tributaria (Cádiz, Málaga, Tarragona). Era el premio por haber ayudado a Roma en momentos de apuro o por haberse mostrado particularmente sumisas.

También las personas estaban divididas en dos grandes categorías: esclavos
(servi)
y libres
(ingenui).
Los libres se subdividían en tres grupos: los que no tenían ningún derecho (que eran casi todos los indígenas o
incolae);
los que tenían derecho de ciudadanía itálica (un premio otorgado a los aliados de Roma), y los que disfrutaban de plena ciudadanía romana, por lo general comerciantes, recaudadores, técnicos y soldados de origen romano.

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