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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Novela Histórica

Historia de España contada para escépticos (8 page)

BOOK: Historia de España contada para escépticos
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La ciudadanía romana confería pleno derecho a votar o a ser elegido para desempeñar puestos oficiales, lo que comportaba sustanciosas ventajas fiscales y jurídicas.

Al principio, la inmensa mayoría de la población española estaba constituida por indígenas libres y desprovistos de derechos de ciudadanía, pero luego, a partir de las reformas de Augusto, el número de ciudadanos
(cives)
creció, por concesiones a la aristocracia indígena y a los que prestaban servicios a Roma. Como la ciudadanía romana era hereditaria, se fue extendiendo y, al poco tiempo, amparó a casi toda la población. En el año 70, el emperador Vespasiano concedió la ciudadanía latina a todos los españoles libres. La antigua barbarie dio paso a una forma más civilizada de vida y a la adopción de costumbres romanas; incluso los idiomas vernáculos se olvidaron, y los españoles aprendieron a hablar latín, aunque con un acento peculiar, que a los romanos les resultaba muy gracioso. El futuro emperador Adriano, recién llegado de España, intentó hacer un discurso en el Senado, y en cuanto abrió la boca, sus colegas se desternillaron de risa. Vaya usted a saber cómo sonaba aquel latín que Cicerón describe como «pingue atque peregrinum», es decir, gangoso y extraño.

De los actuales idiomas españoles, el castellano, el catalán y el gallego descienden de aquel latín que aprendieron nuestros antecesores. De lo que se hablaba antes de la llegada de los romanos sólo ha sobrevivido el vascuence, como es natural.

Había mucho tráfico de esclavos en el Imperio romano. Los esclavos eran prisioneros de guerra o hijos de otros esclavos que algún día fueron prisioneros de guerra. Algunos pertenecían al Estado o a los ayuntamientos, pero la mayoría eran de propiedad privada. Especialmente apreciados (y caros) eran los esclavos griegos empleados por familias pudientes, como médicos, pedagogos, contables y administradores, a los que sus dueños trataban con amistosa deferencia. Los de propiedad estatal solían ser poco cualificados y vivían en peores condiciones, a menudo dedicados a trabajos agotadores o insalubres. Sólo en las minas de Cartagena llegó a haber cuarenta mil esclavos estatales. Los que labraban los latifundios andaluces se calculan en doscientos mil. Casi todos eran extranjeros porque los romanos procuraban deportar a los esclavos para que, al apartarlos de sus lugares de origen, se acomodaran mejor al cautiverio. Esto explica que en las lápidas sepulcrales de esclavos y libertos halladas en España abunden los nombres foráneos, mientras que las de los esclavos españoles aparecen en países lejanos.

CAPÍTULO 13
Trigo, aceite y vino

La romanización acabó con las precarias economías de autoabastecimiento indígenas e impuso una agricultura basada en el cultivo racional de la llamada
tríada mediterránea
: el aceite, el trigo y el vino. Junto con los metales y la salazón de pescados, fue la gran aportación española a Roma. El aceite de Andalucía competía ventajosamente con el italiano y se exportaba junto con el trigo en esas ánforas en forma de estilizada peonza que vemos en los museos o decorando las paredes de las tabernas marineras. La proyección inferior estaba destinada a clavarse en el lastre de arena que cubría el fondo de la bodega de los navíos mercantes. Una vez vaciadas en los almacenes del Tíber, estas vasijas se rompían, y los tiestos se arrojaban a un descampado cercano, en el que se fueron acumulando hasta formar un verdadero monte de cincuenta y cuatro metros de altura y un kilómetro de contorno, el Testaccio (de
testae,
«tiesto»), que hoy se integra en el caserío romano, no lejos de la Puerta de San Pablo. Casi todas las ánforas del Testaccio llevan sellos identificativos que señalan su origen español, especialmente los niveles del siglo II, antes de que la competencia del aceite barato y de peor calidad del norte de África amenazara el mercado andaluz. Ya se ve que la decadencia del Imperio romano tuvo también su capítulo gastronómico.

Y junto al aceite, el trigo. Prácticamente todo el trigo de Roma (y necesitaba mucho porque era el producto básico que repartía la seguridad social a una muchedumbre de desempleados) procedía de Egipto, de Sicilia y de la meseta y el sur de España.

Donde el terreno lo permitía se instalaron grandes fincas explotadas desde
villae
, remoto antecedente del cortijo andaluz y también, ¡ay!, del denostado latifundio, tantas veces y tan injustamente achacado a los conquistadores cristianos que heredaron la tierra un milenio más tarde.

Falta el vino. Hubo vinos famosos en la España romana, principalmente en Cádiz y Cataluña, pero nunca fueron artículos de exportación masiva porque la técnica que permite conservar y mejorar el vino estaba poco desarrollada y los caldos se agriaban con facilidad. Por eso, solían mezclarlo con especias. Hasta que se divulgó el tonel, a mediados del siglo III, el vino se envasaba en ánforas (como el aceite o el trigo), cuyo interior revestían con hollín de mirra o con pez para conservar mejor su precioso contenido. Parte de este revestimiento se desprendía y ensuciaba el vino, lo que obligaba a filtrarlo antes de beberlo.

Si los romanos no llegaron a degustar los famosos caldos de Cádiz, el jerez y la manzanilla, sí disfrutaron de otro producto de la tierra que alcanzó gran fama, tanta que mejor será que le dediquemos capítulo aparte.

CAPÍTULO 14
Las alegres chicas de Cádiz

Ya ha notado el escéptico lector que España había comenzado suministrando a Roma metales y mercenarios, porque otra cosa no tenía, pero cuando los beneficios de la cultura que sembró Roma entre nosotros rindieron sus sazonados frutos, pudo ofrecer escritores, como los cordobeses Lucano y Séneca, o Marcial (éste de Calatayud); científicos, como el gaditano Columela, y hasta emperadores, como Trajano y Adriano, que eran de Itálica, junto a Sevilla.

No todo fueron cerebros. También aportamos figuras del espectáculo y la revista; por ejemplo, el famoso atleta lusitano Diocles, el mejor auriga de todos los tiempos, ídolo de las multitudes, que entonces se pirraban por las carreras de carros como ahora por el fútbol. Diocles comenzó su vida profesional a los dieciocho años y se retiró, querido y respetado por todos e inmensamente rico, a los cuarenta y dos, después de cosechar mil quinientas victorias.

En la Roma decadente e imperial eran famosas las artistas de variedades procedentes de la
licenciosa
Cádiz, como las adjetivan los severos censores. Todo banquete de señoritos libertinos que se preciara debía ir seguido de la actuación de algún grupo de
puellae gaditanae
, que cantaban y bailaban al son de las castañuelas andaluzas
(baetica crusmata)
. «Su cuerpo, ondulado muellemente —pondera el aragonés Marcial, describiendo a una de ellas- se presta a tan dulce estremecimiento y a tan provocativas actitudes que sacudiría la virtud del casto Hipólito si la viese.» «Cuando bailan, contonean sus atractivas caderas —otra vez Marcial- y hacen gestos de increíble lubricidad, pero si se ponen a cantar, sus canciones son tan desvergonzadas que no las osarán repetir ni las desnudas meretrices.» Cabe suponer que la actuación de las bailarinas gaditanas iría seguida, en muchos casos, de desenfrenada bacanal.

Uno sospecha que las alegres chicas de Cádiz, a medio camino entre la prostitución y las
varietés
habaneras, debían ser, al término de la fiesta, chicas tristes, explotadas por empresarios macarras y prematuramente ajadas y entregadas a una aciaga vejez.

Con la Iglesia hemos topado

Los romanos eran muy tolerantes en materia de religión. Incluso podemos decir que eran bastante escépticos y hasta agnósticos. «¿Quod es veritas?», le pregunta Pilatos a Cristo. No tenían inconveniente en adoptar como propios los dioses de los pueblos sometidos. El cristianismo, en principio una creencia entre muchas, no tuvo dificultad para extenderse por el Imperio romano. Sus problemas vendrían más adelante porque, como toda religión monoteísta, tendía a la intolerancia y a la exclusión de los dioses ajenos, y esto ya lo aceptaban peor los paganos.

Una serie de leyendas, piadosas y entrañables, pero enteramente falsas, sostienen que el cristianismo se propagó en España por obra del apóstol Santiago, de san Pablo y de un grupo de misioneros conocido como los Siete Varones Apostólicos (Torcuato, Cecilio, Indalecio, Eufrasio, Texifonte, Hesiquio y Segundo), que establecieron sendos obispados por tierras de Granada y Jaén. Paparruchas. Hoy sabemos que el cristianismo llegó a la Península desde las provincias romanas de África hacia el siglo II Primero iluminó espiritualmente la Bética y Levante, y luego, Extremadura y León. Al comenzar el siglo III, el apologista Tertuliano escribía, con entusiasmo quizá exagerado: «La fe de Cristo gana ya en todos los confines de España.» La verdad es que amplias zonas de la Península continuaban siendo paganas. Las Vascongadas y Navarra, por ejemplo, no se cristianizaron hasta la Edad Media.

A lo mejor por eso, se le ocurre a uno, sus actuales habitantes dan muestras de mayor reciedumbre en la fe que los de otras regiones, que ya flaquean y parecen estar un poco de vuelta del asunto.

La primera conferencia episcopal que se recuerda (Concilio de Ilíberis, Granada, en el año 300) estaba integrada por diecinueve obispos y veintiséis presbíteros. También fue un español, Osio, el obispo de Córdoba, el alma del Primer Concilio Ecuménico, celebrado en Nicea para dirimir si el arrianismo era herejía. Después de discutirlo, los santos padres decretaron que lo era, y de las más gordas.

El cristianismo fue en aumento desde que el emperador Teodosio, un segoviano de Coca, lo declarara religión oficial del Imperio en el año 380. Desde entonces, se produjo un rápido maridaje entre Iglesia y oligarquía, que dura hasta nuestros días.

CAPÍTULO 15
La caída del Imperio romano

Roma vivió su apogeo y grandeza en los siglos I y II. Luego, en el III, inició su rápida decadencia. Muchos siglos después, los historiadores románticos pusieron en circulación una teoría: Roma se engrandeció gracias al carácter austero, sufrido, valeroso y emprendedor de sus primeros ciudadanos, pero sus descendientes, enriquecidos por las conquistas de feraces territorios y desentendidos del procomún durante la dictadura imperial, fueron degenerando y se tornaron viciosos, perezosos y cobardes. Una legión de nuevos ricos vivía de las rentas, y otra de nuevos pobres, de la seguridad social
(annona)
, todos ellos a costa de las oprimidas provincias del Imperio, lo que acarreó, fatalmente, la decadencia y la ruina del Estado. Quizá sea verdad, pero también habría que mencionar otras posibles causas de ruina, como el fin del paganismo y la expansión del cristianismo, y el cáncer del fanatismo religioso y la barbarie. Voltaire lo sugiere: «El cristianismo abrió el cielo, pero arruinó el Imperio.»

Las causas debieron ser múltiples, aunque fundamentalmente económicas. En primer lugar, Occidente se descapitalizó debido a la hegemonía del este. La agricultura decayó y se empobreció, escaseó la mano de obra, se deterioraron las obras públicas por falta de reparos, la inflación congénita disparó los precios y devaluó la moneda, lo que arruinó a la clase media, que era el principal sostén del sistema. Y las arcas públicas estaban más necesitadas que nunca de un dinero que no llegaba.

El ejército, cada vez más implicado en la elección de los emperadores, descuidó las fronteras. Ya en el siglo III, los bárbaros francos y alamanes irrumpieron en las Galias e Hispania, donde saquearon Cataluña, el valle del Ebro y Levante. Fue sólo el comienzo. Durante los siglos IV y V, Roma vivió en casi constante estado de guerra contra los bárbaros, que presionaban las fronteras del Danubio y el Rin, y contra los partos de Oriente. Mantener el ejército necesario para contenerlos requería un gran esfuerzo económico. En su época de expansión, Roma se mantenía gracias al botín de los pueblos sojuzgados, pero cuando dejó de conquistar nuevas tierras los ingresos se limitaron a los tributos. Por otra parte, la administración imperial se había vuelto demasiado compleja para los limitados medios de la época. No era posible administrarlo todo.

A partir del siglo IV, la autoridad central se disgregó, sucedida por la anarquía militar. En medio siglo, se sucedieron treinta y nueve emperadores, muchos de los cuales fueron derrocados por golpes de Estado y asesinados. Roma quedó a merced de su ejército, tanto del acantonado a las afueras de la capital como del que guardaba las fronteras del Imperio. Muchos de los generales ni siquiera eran romanos, sino bárbaros contratados por Roma. Primero se repartieron el poder en tetrarquías; luego, lo descentralizaron y lo divideron en capitales administrativas, que fueron el germen de futuras naciones. Finalmente, las provincias se desmembraron en un mosaico de Estados, sobre los que reinaron, casi autónomamente, caudillos vándalos, visigodos, francos u ostrogodos, sólo nominalmente sometidos a Roma.

La propia ciudad de Roma decayó, se despobló, y sus bellos edificios se fueron arruinando, despojados de estatuas, bronces, mármoles y artesonados. El Foro, la plaza mayor del Imperio, expoliado de sus trofeos, fue invadido por la hierba y acabó en pasto de vacas (Campo Vaccino).

¿Y España?

El emperador Diocleciano dividió las provincias imperiales en diócesis gobernadas por un
vicarius
(advierta el lector cómo la Iglesia ha reproducido en su organigrama el proyecto imperialista romano). La diócesis llamada Hispania se subdividió en seis provincias (Tarraconensis, Carthaginensis, Gallaecia, Lusitania, Baetica y Mauritania Tingitania, esta última en África).

La sociedad entró en crisis. La autoridad se diluyó a todos los niveles. Se aflojaron los lazos comunitarios. La gente se desentendió de la vida municipal. Los cargos edilicios acabaron siendo una pesada carga (como las presidencias de ciertas comunidades de vecinos en nuestro tiempo). Las ciudades decayeron y se despoblaron. Los potentados que antes rivalizaban en sufragar obras públicas dieron la espalda a la urbe y se retiraron a vivir en sus latifundios
(fundi).
El abismo social se ensanchó: por un lado, los desheredados; por el otro, los propietarios latifundistas y los obispos. Con la crisis económica, el comercio decayó, y el número de esclavos se redujo, lo que provocó la ruina de la industria. Los ricos (ahora denominados
honestiores, potentiores
o
possessores
) ya no fueron tan ricos, y los pobres
(humiliores)
se tornaron mucho más pobres de lo que solían. El país se infestó de forajidos, casi todos colonos y pequeños propietarios arruinados, que se echaban al monte para buscarse la vida.

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