Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (23 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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Dejando este último aspecto para más adelante, es preciso ahora recapitular lo que significó la división de los dos partidos de turno en el momento en que se aproximaba el estallido de la Primera Guerra Mundial. La fragmentación de los partidos no era algo nuevo, sino habitual porque todos eran la alianza laxa de clientelas personalistas locales. Característico de este momento fue que, en primer lugar, en esa división, especialmente en el caso del partido conservador, había un mayor componente ideológico. Más importante todavía que este rasgo fue que la división de los partidos de turno impidió, en adelante, lo que había sido durante este periodo y, en especial, a lo largo del quinquenio 1907-1912, el propósito fundamental del sistema político, es decir, la regeneración desde la cúspide. En lo sucesivo, la política española consistió, sobre todo, en resolver los problemas surgidos de las circunstancias, mucho más que intentar programas regeneradores globales.

En realidad la «revolución desde arriba», en su versión «maurista», había tenido unos resultados modestos siendo la causa principal de ello el mismo planteamiento de los supuestos regeneradores. Incluso si los programas intentados por los regeneradores hubieran sido la solución ideal y tenido como consecuencia inmediata una modificación esencial de la sociedad española habría que advertir que tan sólo lograron una aplicación restringida o ninguna en absoluto, como fue el caso de la ley de reforma de la Administración local de Maura. Pero, además, ni esta disposición hubiera convertido en veraz el sistema liberal español ni tampoco el partido liberal, con las propuestas programáticas de Canalejas, hubiera obtenido ese resultado a corto plazo. Había un planteamiento fundamentalmente erróneo en la base de toda la «revolución desde arriba». Mucho tiempo después Antonio Machado escribió que esa expresión le sonaba como «renovación del árbol por la copa» y eso concluía habitualmente en la renovación del mismo «por la corteza», es decir, en un cambio superficial. El árbol, decía el poeta, se renueva especialmente por las raíces. Hasta que esta renovación no se hubiera producido las demás no tenían sentido. Por supuesto esto no quiere decir que no hubiera aspectos muy positivos en las reformas de Maura (también en algunas de las que propuso con posterioridad) o en las de Canalejas. Pero no cabía esperar un resultado milagroso e instantáneo de ellas como parece haber esperado el primero. Lo grave de un sistema político y una realidad social como la española del momento era que no encontraban solución rápida. La revolución desde arriba no necesariamente debía concluir en un éxito porque lo característico de la España de comienzos de siglo no era tanto que la legislación fuera atrasada sino que se incumplía. Para que esa situación cambiara, más que determinadas disposiciones desde el poder, era necesario que se produjera toda una modernización de la sociedad española. Con el comienzo de siglo, mucho más lentamente que otras sociedades europeas, la modernización en todos los terrenos aceleró su ritmo con respecto al siglo XIX, pero de manera insuficiente como para poder llegar a la conclusión de que el propósito regenerador se había realizado. Mientras tanto, aparte de incumplirse los propósitos de las grandes medidas regeneracionistas, muchas otras cuestiones quedaban sin resolver. La cuestión clerical se desvaneció por el momento, pero estaba destinada a reaparecer de forma estruendosa. Los acuerdos con Gran Bretaña y Francia acerca de Marruecos —de los que se tratará en el siguiente capítulo— dieron seguridades a la política exterior española pero crearon un problema grave a medio plazo.

El catolicismo en la sociedad y en la política

A
lo largo de las páginas anteriores habrá quedado claro el papel relevante que tuvo la cuestión clerical en el seno de la política española del momento. Ésa ya sería una buena razón para aludir al protagonismo del mundo católico en la vida pública, pero hay otra que contribuye a hacer imprescindible la referencia a él. A pesar de las apariencias, en realidad el mundo católico era un factor potencial de renovación de la sociedad española. Como el movimiento obrero o los nacionalismos periféricos, constituía un medio más para que el sistema político adquiriera una mayor autenticidad. Además, en todas las latitudes en que se produjo una modernización social, esos elementos jugaron un papel creciente, al margen de que el sistema político sufriera mayores o menores transformaciones. Será, pues, preciso tratar de todos estos aspectos de la vida nacional en la primera década y media del siglo.

Hay que empezar por advertir que en la década final del XIX se había presenciado en España todo un proceso de politización del catolicismo que habría de tener amplias consecuencias en el futuro. Mientras que la desunión impidió que fórmulas de organización que se habían empleado más allá de nuestras fronteras —los congresos católicos, por ejemplo— plasmaran en realidades eficientes, al mismo tiempo el tono enormemente reaccionario de muchos de los que tomaban parte en ellas provocó una resistencia anticlerical como la que hemos visto jugar un papel decisivo en la política nacional de la época. En los congresos ni siquiera los mismos prelados permanecían unidos pero, además, eran ellos los más moderados frente a unos asistentes que a menudo exhibían posturas de un rabioso anti-liberalismo incompatible con cualquier intento de secularización, por modesto que fuera, como sucedió en 1899. Cuestiones como la existencia del Reino de Italia, que no hubieran debido tener relevancia en un país como España, provocaban graves discusiones, protestas diplomáticas y acusaciones de heterodoxia. Como consecuencia de todo ello no se volvió a reunir ningún congreso después de 1902, momento en que un prelado describió la división de los católicos españoles de acuerdo a tres categorías: quienes pretendían practicar la «verdad íntegra», de la que excluían a los demás; quienes se concentraban sólo en una cuestión secundaria, como era la dinástica (los carlistas), y los que habían optado por el posibilismo. Lo característico del caso español, respecto del italiano, por ejemplo, es lo mucho que perduraron las dos primeras posturas indicadas y lo lentamente que progresó la tercera. Todavía en 1905 el principal dirigente integrista, Nocedal, consideraba que no bastaba la licencia eclesiástica para la consideración como ortodoxo de un diario, mientras que sólo la intervención de la superioridad impedía el enfrentamiento en el seno de los jesuitas, la orden más prestigiosa, donde el número de integristas fue siempre muy elevado. El año siguiente un documento pontificio trató de lograr la paz entre las diversas tendencias católicas y en 1908 los integristas, ya reducidos poco menos que a una secta, recibieron una nueva advertencia de Roma. El resultado de esta evolución fue que, poco a poco, empezó a imponerse la postura «posibilista» moderada o liberal conservadora, consistente en admitir como «mal menor» un sistema como el de la Restauración, que ya no se cuestionó como radicalmente heterodoxo. La tesis del «mal menor» suponía, por ejemplo, que se podía votar a un candidato liberal frente a otro anticlerical, pero seguía juzgando en términos negativos esa filosofía.

El tardío y mínimo triunfo de esta tendencia «posibilista» tuvo consecuencias importantes y negativas. Las personas en que se concentró la significación católica fueron personajes del régimen como Silvela, Polavieja o Maura, lo que evitaba una beligerancia respecto de él, pero al mismo tiempo esta evolución fue acompañada de una voluntaria sordina en la movilización de los católicos, precisamente porque existía el peligro de que si ésta se daba, el resultado pudiera ser la reaparición de las actitudes integristas o de una extremada conflictividad interna. Así, cuando aparecieron las actitudes anticlericales durante el cambio de siglo hubo, como reacción, unas Ligas católicas que limitaron su implantación a unas cuantas ciudades, aquellas en que el peligro era mayor o las autoridades eclesiásticas más decididas, porque, en realidad, nadie podía pensar seriamente que en España fuera a haber una verdadera persecución religiosa. En 1903 existían ya en seis ciudades, pero habían conseguido tan sólo dos diputados. En cuanto a los «Comités de defensa social», que proliferaron más adelante, obedecieron a un propósito reactivo sólo circunstancial, que solió identificarse con la versión «maurista» del conservadurismo y no creó verdaderos problemas al sistema del turno, por limitarse a apoyar al sector más clerical. Las Ligas, en alguna de esas poblaciones, como Valencia, Sevilla o Zaragoza, fueron mucho más independientes del turno y tuvieron el mérito de contribuir a la independización del electorado y a la veracidad del sufragio. Aunque originariamente fueran plurales en su composición, con el paso del tiempo quedaron en manos de los sectores «posibilistas». Nunca, ni siquiera en estas tres ciudades, fueron una alternativa real al sistema de turno como, por ejemplo, pudo serlo la Lliga en Cataluña. La sordina voluntaria impuesta al catolicismo organizado puede contribuir a explicar la debilidad del asociacionismo religioso, tan fecundo en otras áreas europeas, como Italia, con importantes consecuencias sociales y políticas. Muy de acuerdo con la evolución hacia una moderación que no acababa de aceptar el liberalismo, en 1899 el marqués de Comillas jugó un papel relevante en la junta permanente destinada a dar continuidad a la obra de los congresos, que luego se convirtió en Junta de Acción Católica. Bienintencionado portavoz de la alta burguesía catalana, Comillas fue el representante más característico del catolicismo oficial de la época y persona muy próxima al Monarca. Su carencia de preocupación intelectual o cultural y su paternalismo de muy limitados horizontes le hicieron apoyar la creación de una amplia superestructura organizativa en el catolicismo que ocultaba la real carencia de acción. Así, por ejemplo, en los años de presencia de Canalejas en el poder hubo incluso unas normas de actuación de la Acción Católica, pero ésta no se desarrolló en la práctica hasta la etapa republicana. En 1911 fue vetada una candidatura sedicentemente católica para las elecciones madrileñas por la incapacidad de ponerse de acuerdo los diversos sectores. Sólo la fuerte hostilidad contra el catolicismo —real o sentida como tal— fue capaz de movilizar al mundo católico.

Esa inanidad de la actuación organizada del catolicismo puede atribuirse también a la desvaída acción social del mismo. El propio Comillas creó una asociación para el estudio y defensa de los intereses de la clase obrera, que no perdió nunca su carácter benéfico más que social. En su entorno nacieron también unos Círculos Católicos de Obreros, fórmula que, si habitualmente no pasaba de ser una vertiente más de la beneficencia, en algunos casos llegó a adoptar otro sentido. En realidad, los círculos habían nacido en la década de los setenta del XIX, pero sólo alcanzaron una difusión importante en la última del siglo. Era el momento en que el catolicismo, siguiendo las encíclicas pontificias, pasaba de una mentalidad benéfico-caritativa a otra propiamente social, coincidiendo de esta manera con la tendencia, también perceptible en los liberales, a propiciar un intervencionismo del Estado en estas materias. De hecho, durante la Monarquía de Alfonso XIII, en las instituciones estatales dedicadas a la cuestión social cooperaron muchas personas procedentes de los medios católicos junto con otras liberales o socialistas. La inicial organización de los círculos fue, sobre todo, obra del jesuita padre Vicent, cuya acción se concentró en las diócesis de Valencia, Segorbe y Tortosa. Vicent partía de una mentalidad tradicional que veía en la revolución social el resultado de una degeneración de las costumbres y de la fe religiosa desde la época de Lutero, añoraba los gremios, condenaba a los liberales y no aceptaba en absoluto la huelga. A pesar de ello, la actuación de Vicent no estuvo exenta de dificultades, surgidas en algún caso de quienes le reprocharon sobrepasar el campo de lo estrictamente religioso. Los círculos originariamente eran instituciones con finalidad religiosa o instructiva bajo el patrocinio de «protectores», que, de hecho, ejercían la función directora pero, con el paso del tiempo, Vicent llegó a darse cuenta de que era necesario «hacer obras regidas por obreros y sólo para obreros».

Antes, no obstante, de que aparecieran los sindicatos profesionales, su acción tuvo una amplia repercusión en el medio rural. Al comienzo de la segunda década del siglo había casi tres centenares de círculos, sobre todo en la mitad norte de la Península, y muchos de ellos tenían una función que no sólo era instructiva. El de Burgos, por ejemplo, contaba con una mutualidad, un monte de piedad (las cajas de ahorro habían sido casi exclusivamente la obra de la beneficencia católica), una cooperativa y una constructora. En el campo, la Ley de Sindicatos agrícolas, auspiciada originariamente por Maura pero definitivamente aprobada en 1906, tuvo unos resultados muy favorables para el mundo católico-social, hasta el punto de que Vicent llegó a decir que no parecía obra de un liberal como Gasset, sino que «Carlos V —que debía ser, para él, el mejor de los reyes católicos— no lo hubiese hecho mejor». Apoyados en cooperativas y cajas rurales, sin voluntad reivindicativa sino interclasista, los sindicatos católicos, sólidamente implantados en Navarra y Castilla la Vieja, tenían casi 200.000 beneficiarios al estallar la Primera Guerra Mundial.

En otros terrenos el resultado de la acción social católica fue mucho menos visible. En 1906 se fundaron las Semanas Sociales y existió una amplia difusión de la doctrina social católica, pero da la sensación de que no traspasó algunos modestos cenáculos intelectuales. Los sindicatos profesionales, con la pretensión de evitar el calificativo católico y de llevar a cabo una acción propiamente reivindicativa, sólo hicieron su aparición en torno al comienzo de la segunda década del siglo. El canónigo Arboleya fundó en 1903 algunos sindicatos en Asturias, pero parece haber sido más importante la Acción Social Popular del jesuita padre Palau en Barcelona, inspirada, a partir de 1907, en modelos de más allá de nuestras fronteras. En 1910 el dominico padre Gerard también creó en Jerez sindicatos profesionales con pretensión de aconfesionalidad, apoyado por un patrono católico de la familia de los Garvey y en el clima de las luchas contra el anticlericalismo de la época. Gerard se inspiró en los sindicatos belgas propuestos por el también dominico padre Rutten y, aunque originariamente tenía una mentalidad muy tradicionalista, empleó a menudo un lenguaje duro con respecto a las injusticias sociales que percibía y tuvo una voluntad decidida de que aquellas entidades fueran verdaderas sociedades de resistencia. Por el momento, los sindicatos católicos no habían perdido por completo la batalla frente a los socialistas, teniendo la mitad de afiliados que éstos. No obstante, la última fase del pontificado de Pío X tuvo un efecto muy negativo sobre estos gérmenes de acción sindical católica: tanto Palau como Gerard fueron separados de sus responsabilidades de dirección en la acción social por temor a un exceso de independencia o por escasa consideración de la relevancia de la cuestión social para el destino del catolicismo español.

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