Read Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] Online
Authors: Javier Tusell
Tags: #Historia, Política
En consecuencia la posición española fue de neutralidad estricta y procuró identificarse con aquellos países, como Bélgica, que mantenían esa postura aunque había sido violada por los beligerantes: por eso se ofreció para encargarse de la representación de sus intereses. Durante el periodo bélico Alfonso XIII, como Jefe de Estado del país neutral más importante que estaba cercano al escenario del conflicto, tuvo una intervención humanitaria que llegó a representar algunos meses la gestión de 20.000 peticiones de ayuda. Sin duda esto dio especial relevancia internacional a España en los años de la posguerra. Pero si el Estado español fue neutral, la sociedad española vivió tan fuertes tensiones que Pío Baroja pudo describir la situación como una auténtica «guerra civil». En parte, una situación como esta fue la consecuencia de la conversión de España en campo de batalla entre las respectivas propagandas de los beligerantes. Sin duda, la influencia francesa era mayor que la alemana en el momento de estallar el conflicto, pero este último país hizo un gran esfuerzo con importantes inversiones de dinero que inmediatamente los aliados intentaron contrapesar con otras semejantes. Como el precio del papel había encarecido mucho resultaba posible comprar a la prensa, ya de por sí venal y así pudo llegar a decirse, como hizo Araquistain, que «los dedos de una sola mano pueden servir para contar los periódicos diarios que no han sido comprados en Madrid». A veces, incluso las compras de diarios alteraban el alineamiento previsible de los medios de prensa: hubo periódicos republicanos de izquierda, como España Nueva, comprados por los alemanes, mientras que los franceses subvencionaban a algunos carlistas. El propio Araquistain recibió subvenciones franco-británicas e italianas para la revista intelectual de más prestigio en aquel momento, España. Francia, que había dado por descontada la francofilia de los españoles, debió hacer importantes inversiones destinadas a crear instituciones culturales para alimentarla. Al margen de esta propaganda, los alineamientos ideológicos fueron fundamentales en la adopción de una postura sobre la guerra, aunque muy a menudo se ocultaran bajo la pretensión de servir intereses nacionales objetivos. Para la derecha social y política Alemania representaba el orden y la autoridad. Su principal orador, el tradicionalista Vázquez de Mella, que era financiado por Alemania, juzgó como una necesidad de la política exterior española ser «amigos de los enemigos de Inglaterra», explotando el sentimiento de frustración ante la falta de satisfacción de las exigencias españolas en Marruecos. La prensa conservadora, la mayor parte del Ejército y del Episcopado (con la excepción del arzobispo de Tarragona y algún otro, también catalán) fueron germanófilos en grados variados y con matices cambiantes. El Correo Español, órgano del carlismo, previo «el paseo triunfal de las águilas germanas desde Alsacia a los Pirineos» y presentó a la civilización francesa como modelo de corrupción con sus mujeres «abandonándose al placer». Para la izquierda, en cambio, del lado de Francia e Inglaterra estaba la causa «del derecho, la libertad, la razón y el progreso», como decía el republicano Lerroux, el más destacado de los intervencionistas. Si ya estas opiniones, basadas en clichés nacionales, podían tener mucho de simplificador, con el transcurso del tiempo el enfrentamiento entre germanófilos y aliadófilos concluyó dando la impresión de que los adversarios de los segundos eran no tanto los alemanes como los españoles que los defendían. Así se explican algunas de las posturas adoptadas entonces, principalmente entre los intelectuales, cuyo sector liberal fue radicalmente beligerante a favor de los aliados. En 1915 una liga antigermanófila se presentó como «órgano del liberalismo y la democracia». Entre quienes suscribieron su manifiesto figuraban Unamuno, que veía en la germanofilia la «beocia troglodítica atudescada»; Azaña, que lamentó la falta de preparación española para un conflicto en el que hubiera querido una intervención a favor de los aliados, o Araquistain, para el que la guerra era una continuación de la Revolución Francesa. Los intelectuales partidarios de Alemania fueron pocos (por ejemplo, Jacinto Benavente o D'Ors) y alguno por un motivo inesperado, como por ejemplo Baroja, que creía que aquel país era el único capaz de «aplastar» a la Iglesia católica. Incluso a los movimientos obreros llegó el debate acerca de la contienda: así como los anarquistas solieron mantener posturas anti-belicistas, los socialistas fueron partidarios de un neutralismo matizado por la aliadofilia. Abundaron, en todo caso, dada la exaltación del momento, los casos paradójicos. Había germanófilos que presentaban a Alemania como una nación católica y Maeztu llegó a prologar un libro en el que describió a los pedagogos alemanes como «cabos furrieles». Una legión catalana combatió contra un Imperio federal como el alemán, y el tradicionalismo no aceptó la aliadofilia de su pretendiente oficial, don Jaime. Las exhortaciones a la paz fueron mínimas, a pesar de tratarse de una nación neutral y la propia posibilidad de que el Papa se refugiara en España fue esgrimida como argumento contra uno de los beligerantes, Italia. Dado este ambiente, no puede extrañar que la clase política se viera seriamente conmovida por la violenta polémica de la sociedad española. El más decidido servidor de la neutralidad fue Dato, que, al estallar la guerra, incluso se negó a situar tropas en la frontera francesa para evitar cualquier tipo de influencia sobre los acontecimientos. Para moderar la acritud de las disputas internas no dudó en absoluto en acudir a la censura o a la suspensión de las sesiones parlamentarias. Por su parte, Maura titubeó un tanto pues, habiendo sido uno de los más caracterizados partidarios de la vinculación con Francia y Gran Bretaña, quiso también hacerse portavoz, al menos parcial, de las actitudes germanófilas de la derecha española. Por eso, aun habiendo calificado en un principio la neutralidad como «una perogrullada», no dudó luego en criticar a los aliados por «fomentar la decadencia, el enervamiento y el apocamiento de España», pidiéndoles, como testimonio de buena voluntad, Tánger y Gibraltar.
Como sabemos, sólo Romanones, entre los políticos de turno, hizo declaraciones de aliadofilia, aunque no implicaran la beligerancia española. Este hecho explica que, cuando la guerra submarina alemana se convirtió en total y empezaron a producirse torpedeamientos de nuestros navíos, llegara al poder con el objeto de manifestar una postura más decidida en defensa de los intereses españoles. Sin embargo, la tensión en la sociedad española era tan grande que, cuando, en abril de 1917, las pérdidas en buques españoles alcanzaban las 100.000 toneladas, y el gobierno publicó una nota quejándose de que los alemanes ponían en peligro la vida económica de los neutrales se vio obligado instantáneamente a abandonar el poder. La tesis de Romanones en esta ocasión consistió en decir que él era aliadofilo pero que no quería gobernar en contra de una opinión que parecía no ser partidaria de esta actitud. Testimonio de la neutralidad (pero también de la debilidad) española es que sólo cuando las naves españolas hundidas superaban el triple de la cifra indicada y ya tan sólo faltaban 15 días para la finalización del conflicto se decidiera la incautación de buques alemanes surtos en puertos españoles.
El hundimiento de navíos fue uno de los aspectos más negativos de la guerra mundial para España, que tampoco logró una mejora territorial en Marruecos, Gibraltar ni papel alguno respecto de Portugal. Los alemanes lo habían prometido en caso de triunfo pero, como en el caso de los aliados, es cuanto menos dudoso que, de lograr la victoria, se hubieran hecho realidad tales concesiones. Sin embargo, la neutralidad durante la guerra mundial resultó netamente positiva para España, en especial porque su mantenimiento facilitó un importante desarrollo económico, evitó unas tensiones políticas y sociales tan graves como las que padecieron Italia y Portugal (que participaron en la guerra y, como consecuencia, cambiaron sus respectivos regímenes políticos) y, en fin, realzaron la posición exterior de España en Europa durante la posguerra. En efecto, a finales de 1918, con Romanones como presidente del gobierno merced precisamente a su actitud aliadófíla y con los intelectuales liberales suscribiendo un manifiesto de la llamada Unión Democrática Española en pro de la paz y la cooperación internacional, España, como principal país neutral europeo, parecía destinada a desempeñar un papel de primordial importancia en el Consejo de la naciente Sociedad de Naciones. Aunque nunca lograra un puesto permanente, estuvo a punto de conseguirlo y, en cualquier caso, fue siempre elegida para figurar en él durante los primeros años de la década de los veinte gracias a esa circunstancia y al apoyo de las naciones hispanoamericanas. Fueron los liberales los principales defensores de la Sociedad de Naciones mientras que los conservadores se mostraban mucho más reticentes respecto del presidente norteamericano Wilson, principal inspirador de ella.
En relación con el papel de España en el mundo de la posguerra se debe, en efecto, tratar de un cambio en su imagen al otro lado del Atlántico. Una de las consecuencias positivas del 98 fue que, con el transcurso del tiempo, desaparecieron aquellos factores que habían alejado a España de los países hispanoamericanos. En realidad, el cambio a este respecto fue anterior a la independencia de Cuba y varió mucho de unos países a otros. En Argentina, por ejemplo, el Día de la Raza se empezó a celebrar en 1892 y al año siguiente el himno nacional fue modificado para quitarle una frase ofensiva para la antigua metrópoli. Aunque en el último tercio del XIX hubo una actitud hispanófoba tendió a disiparse con el final de siglo. En Venezuela sucedió lo mismo aunque el repudio de la herencia española durara bastante más. Sólo en México puede decirse que perdurara la hispanofobia. En Perú, en cambio, excepto en algunos medios intelectuales, la asunción de la herencia colonial no fue controvertida.
Tras el 98 la situación se tornó aún más positiva para España porque ahora no tenía sentido temer a la vieja metrópoli cuando, además, existía un poderoso vecino del norte, como era Estados Unidos, que podía resultar mucho más amenazador y representar una cultura distinta. De ahí que en medios conservadores y tradicionalistas hispanoamericanos surgiera una cierta nostalgia hacia la tradición cultural común y en favor de una civilización no basada en los valores materiales que se identificaban con la civilización norteamericana. De esta manera el hispanismo de contenido conservador alcanzó una influencia creciente mientras tuvo una contrapartida peninsular en, por ejemplo, un Vázquez de Mella, partidario de la constitución de una confederación de Estados hispanoamericanos que se convirtiera con el transcurso del tiempo en «centro neurálgico» de la política internacional. Estas tesis serían continuadas (y radicalizadas) por Maeztu.
Sin embargo, no cabe en absoluto atribuir tan sólo esta significación al hispanismo. La nostalgia del pasado pudo atraer a un puñado de intelectuales pero no explicaría, por ejemplo, el mantenimiento de buenas relaciones con la Cuba independiente o con Estados Unidos. La existencia de una fuerte colonia española proporciona en el primer caso la razón: El Centro Gallego de La Habana tenía 55.000 socios y el Asturiano no le iba a la zaga. Desde el primer momento los líderes de la independencia cubana no dudaron en acudir a esos centros y en 1908 visitó Cuba el buque escuela de la Marina española. En Estados Unidos la mala imagen acerca de España, derivada de la conquista, fue superada gracias a algún escritor, como Blasco Ibáñez, y al nacimiento de un hispanismo autóctono. En 1904 fue constituida la Hispanic Society, obra de un millonario llamado Huntington, que llevó a cabo una importante labor de promoción de la cultura española, en especial de la pintura.
El hispanismo tuvo también una muy importante vertiente liberal y regeneracionista que se tradujo en el anudamiento de relaciones culturales más estrechas a uno y otro lado del Atlántico gracias, por ejemplo, a los contactos consolidados a comienzos de la segunda década del siglo por algunos discípulos de Giner, como Posada y, sobre todo, Altamira, especialmente en Argentina. Buena parte de los intelectuales de las generaciones del 98 y del 14 escribieron en la prensa de este país, lo visitaron y tuvieron su público fiel. En 1914 se creó una Institución Cultural Española que los acogió a todos ellos. La labor de difusión de la realidad española en América no tardó en tener una repercusión importante en otros terrenos. Cuatro años antes la infanta española doña Isabel de Borbón había visitado Argentina con ocasión del aniversario de su independencia. En 1921 la de Perú también se celebró con presencia de autoridades españolas y durante el mismo año la Guardia Civil española creó instituciones para formar en este país una fuerza de orden público semejante.
En sus dos vertientes ideológicas el hispanismo constituyó un fenómeno básicamente cultural, sin proyección política concreta ni apoyatura en intereses materiales puesto que, por ejemplo, el comercio español con Hispanoamérica era tan sólo el 15% del total. Precisamente si el hispanismo alcanzó un cierto éxito en el terreno de la cultura la razón estriba en su falta de materialización efectiva en otros terrenos distintos del cultural, pues ésta hubiera sido tomada como un intento de afirmación imperialista. Aunque perjudicado por sucesos como la Semana Trágica, el hispanismo se vio favorecido por la imagen del Rey, que ya en 1906 anunció su deseo de ir a América. Pero nunca fue la consecuencia de una política española sino el resultado de una confluencia. Antes de convertirse en fiesta nacional española el Día de la Raza fue una celebración espontánea con mayor popularidad al otro lado del Atlántico que en la propia España.
S
i durante los años de la Primera Guerra Mundial la sociedad española se vio violentamente agitada por controversias internas, todavía hubo de resultar más perdurable el impacto que aquélla tuvo sobre la economía nacional, hasta el punto de que un estudioso de la cuestión ha podido escribir que esta etapa tuvo «una entidad y una trascendencia fundamentales en el desarrollo del capitalismo español». En efecto, en la etapa inmediatamente anterior, aunque el crecimiento económico español había sido importante, la distancia con respecto a la primera potencia industrial, Gran Bretaña, se mantuvo invariable mientras que países como Italia, Francia y Alemania la vieron disminuir. En cambio, a partir de 1914 el producto interior bruto por persona creció un 1,5 por 100 anual, una tasa superior a la de Gran Bretaña e Italia. España, por tanto, parecía acercarse a los países más desarrollados.