Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (34 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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Una verdadera riada de oro valorable, según algunos economistas, en unos 5.000 millones de pesetas de entonces llegó a las arcas de comerciantes e industriales españoles. Desde el punto de vista económico la guerra mundial supuso, a la vez, un eficaz instrumento de protección automática para la producción española y un sistema de primas a la exportación en un país cuya balanza comercial era permanentemente negativa. Un historiador ha descrito esta situación como un verdadero «golpe de suerte» y como tal fue sentida por muchos de los contemporáneos. El novelista Wenceslao Fernández Flórez describió a un personaje suyo de estos momentos diciendo que «sin que le naciese una arruga ni vertiese una gota de sudor veía correr el dinero hacia él y sus acciones se desdoblaban y volvían a desdoblarse con la fecundidad que sólo era posible encontrar en algunos peces y en algunos insectos». Por supuesto no en todas las ramas de la producción se produjo una situación como la descrita. Algunos de los productos tradicionales de la exportación española, que no tienen una demanda rígida sino flexible, padecieron las circunstancias bélicas que vivía Europa. La exportación naranjera descendió de casi cinco millones de quintales a un mínimo de menos de dos en 1918 para sólo volver en 1920 a los niveles de comienzos de siglo. Gran Bretaña, principal importador, restringió su comercio pero a esto se sumó la aparición de otros competidores como Palestina y Sudáfrica, más esmerados en la selección de calidades. España perdió una parte de su cuota de mercado en Europa aunque la naranja siguió jugando un papel decisivo en sus exportaciones. También la exportación de corcho, la industria de la construcción y la minería (con excepción de la hullera) vieron afectada negativamente su situación por las circunstancias. El transporte ferroviario padeció graves estrangulamientos y durante los años de la posguerra se planteó una imprescindible elevación de tarifas. Pero todos estos casos fueron excepcionales en una coyuntura económica enormemente satisfactoria. La mejor expresión de ella se aprecia con sólo mencionar la situación de la balanza comercial, que tenía un saldo negativo de 100-200 millones de pesetas anuales y que ahora, bruscamente, lo tuvo positivo por valor de unos 200-500 millones. Lo que había sucedido era, sencillamente, que productos que se exportaban con anterioridad habían visto estimulada la demanda en los países en guerra o, sobre todo, que otros que nunca pudieron esperar tener un mercado exterior ahora lo habían encontrado merced a la renta de situación que a España le proporcionó su neutralidad. Por tanto, las ventajas de ésta no consistieron tan sólo en evitar tensiones políticas o pérdidas humanas sino en sustanciosos beneficios económicos.

Hubo en este sentido algunos casos muy característicos. La minería de la hulla asturiana había tenido siempre como inconvenientes la dificultad de explotación y de transporte, amén del minifundismo; su problema perenne era el precio y a comienzos de la segunda década del siglo su tasa de crecimiento era negativa y el consumo de carbón importado llegaba al 40 por 100 del total. Ahora, en cambio, se produjo un cambio tal que puede conceptuarse como una auténtica edad de oro. La Revista Minera pudo asegurar que tener una mina de hulla era «el modo más rápido de enriquecerse después de la lotería». Durante la guerra hubo años con crecimientos de en torno al 20 por 100, mientras que el porcentaje del carbón consumido de procedencia externa disminuyó a tan sólo el 10 por 100 y el número de mineros en Asturias pasó de 18.000 a 39-000. Los salarios reales se incrementaron en un 120 por ciento, pero los beneficiarios fueron, sobre todo, los capitalistas: los beneficios de Duro-Felguera pasaron de 2,5 a 17,6 millones de pesetas. Algo parecido sucedió con muchas otras industrias. La siderurgia vasca vio multiplicar por 14 sus cifras de negocios, hasta el punto de que el rico por excelencia en estos momentos era el industrial vasco. La industria química pesada se vio favorecida por las dificultades del comercio con Alemania y, aunque tuvo problemas para obtener determinado tipo de productos, se ha podido decir que tal rama «adquirió su carta de naturaleza» en estos momentos.

Otra industria, arriesgada pero por ello especialmente rentable en estos momentos, fue la naviera. El aumento de la demanda mundial y las dificultades creadas por el bloqueo alemán tuvieron como resultado una auténtica floración de navieras: sólo en 1917 fueron creadas 16 empresas nuevas y en 1921 otras 21. Los precios de los transportes marítimos llegaron a septuplicarse y los dividendos pudieron llegar a ser del orden del 520 por 100 en algunos casos. Las acciones de la Naviera Sota (un nacionalista vasco que en la posguerra sería nombrado «sir» inglés por los servicios prestados a este país) cotizaron al 3990 por 100. Otro de los capitanes de la industria vasca, Horacio Echevarrieta, diputado republicano por Bilbao y protagonista de numerosas iniciativas empresariales, compró los astilleros gaditanos, dispuesto a encontrar en ellos una rentabilidad adicional. El valor medio de los tejidos de lana exportados por la industria textil, fundamentalmente catalana, fue veinte veces superior a la preguerra mientras que el de los de algodón llegó casi a ser tres veces más alto. Se ha calculado que en estos años la fibra procesada por la industria textil catalana creció del orden de un 16 por 100. En general, pues, debe decirse que, con muchas diferencias según los campos y ramas, la actividad económica se vio enormemente estimulada durante la Primera Guerra Mundial. Basta para probarlo tener en cuenta alguna estadística: para una base 100 en 1900, en 1918 el índice de producción siderúrgica se situaba en 1.072 y en 560 el relativo a la producción eléctrica.

Por las peculiaridades descritas acerca del desarrollo económico en estos años cabía prever, de entrada, que en determinados aspectos pudiera ser efímero. En las minas asturianas la productividad por trabajador era inferior a la existente en Europa, y todavía disminuyó durante la guerra. Así se explica que, al tener dificultades estructurales y no saber modificar, mejorándolos, sus procedimientos productivos, entrara en una grave crisis a partir de los años veinte. También las navieras se habían visto beneficiadas por una situación irrepetible y tuvieron problemas a partir del armisticio. Así como la siderurgia vasca parece haber aprovechado la situación para lograr una importante modernización, en cambio en Cataluña la industria textil no lo hizo, aunque se electrificara ya por completo. Como prueba baste con decir que sólo tres de las 46 nuevas industrias textiles creadas en 1914-1915 eran sociedades anónimas. Cuanto antecede explica que se planteara una crisis grave concluidos los años bélicos que, desde el punto de vista económico, fueron de bonanza para España. Por supuesto no debe pensarse que se retrocediera drásticamente en todos los terrenos productivos, pero sí en algunos, mientras que en la mayoría se producía un estancamiento. Lo más espectacular fue el cambio producido en la balanza comercial. Ésta había sido positiva en el pasado pero, en el momento de concluir el conflicto arrojaba un saldo negativo de 500 millones que era el triple dos años después.

La reacción de los industriales españoles se explica precisamente a partir de estas peculiares circunstancias. Como en realidad sucedió en todo el mundo, la crisis de la posguerra favoreció en todas las latitudes la intervención estatal, demandada e incluso exigida desde los más diversos sectores de la producción. El sentido nacionalista e intervencionista de las disposiciones aprobadas durante la guerra, o inmediatamente después, tenía sus precedentes, como hemos visto, en la legislación española durante la etapa de gobierno de Maura, pero acentuó un rasgo que todavía había de tener mayor significación en el futuro. La Ley de Protección de industrias nuevas y de fomento de las existentes, de marzo de 1917, proporcionó exenciones tributarias y primas a la exportación. Con posterioridad, disposiciones más sectoriales supusieron la ordenación y nacionalización de las industrias relacionadas con la defensa nacional o la atribución de las concesiones mineras exclusivamente a ciudadanos españoles. Pero, con ser muy importantes estas medidas, hubo otra todavía más decisiva y de efectos prácticos más inmediatos. Ya desde 1921 se empezó a plantear la necesidad de una revisión arancelaria a la que se llegaría en febrero de 1922, siendo Cambó ministro de Hacienda. Producto de la concordancia de intereses proteccionistas no sólo catalanes, el arancel estableció una barrera todavía más dura para las importaciones extranjeras en un país en el que ya existía una protección que se situaba entre el 15 y el 50 por 100 para los productos industriales que tuvieran competidor en España. Ahora el arancel de la hulla, por citar un solo ejemplo, se duplicó y, en general, las trabas económicas a la importación eran tan duras que hubo que recurrir a una Ley de Autorizaciones arancelarias que permitiera la disminución del arancel para poder llegar a firmar tratados comerciales con otras naciones. Es probable que la elevación tuviera como motivo una posible rebaja negociada posteriormente con otros países.

La crisis producida en la posguerra no debe hacer pensar en la inexistencia de transformaciones estables en la economía española como consecuencia de la Primera Guerra Mundial. Ya hemos visto que no se produjo una contracción de la producción en todos los campos, pero, además, hay dos aspectos que demuestran que la economía nacional se había situado en un nuevo plano, superior y más moderno. En primer lugar, antes de que se produjera esa intervención estatal exigida por las distintas ramas industriales, se había producido una auténtica nacionalización, aunque parcial, de la industria y las finanzas españolas. La totalidad de la Deuda del Estado, cifrada en 4.500 millones, pasó a manos españolas y sucedió lo mismo con casi la mitad de los valores industriales. Por citar tan sólo dos ejemplos, antes de la guerra la mitad de las empresas mineras y una gran parte de las ferroviarias estaban en manos del capital extranjero.

En segundo lugar, durante el periodo bélico puede decirse que quedó configurado de manera estable y definitivamente perfilado el papel de la banca en el seno de la economía española. Si a comienzos de siglo habían surgido muchas de las firmas bancarias que todavía hoy siguen teniendo un papel decisivo en la economía española ahora aparecieron otras, como el Banco Central y el Urquijo. Sin embargo, el cambio más decisivo consistió en el desplazamiento del centro de gravedad de la banca española, su progreso considerable en todos los terrenos y su papel creciente como financiadora de la industria nacional. A principios de siglo todavía el capital de la banca catalana, casi toda ella de carácter familiar, era el triple que el de la banca vasca. La crisis del Banco de Barcelona, en 1920, que daría lugar a una obra del más popular autor dramático catalán, Ángel Guimerá, titulada «Alta banca», supuso el principio del fin de esa preponderancia de la banca catalana. Movida por operaciones especulativas y por su incapacidad para saber adaptarse a las necesidades del mercado, la crisis tuvo como consecuencia la creación de un marco legal nuevo, aprobado también durante la gestión de Cambó como ministro de Hacienda y basado en una Ley de Suspensión de pagos, aprobada en 1922 y en la Ley de Ordenación de 1921, en la que se preveía la obligación de un capital y un interés mínimo, así como sanciones en caso de incumplimiento de la regulación dictada. En adelante los bancos estatales de mayor envergadura (Español de Crédito, Hispano, Central…) jugaron un papel cada vez más importante en la economía catalana. En cuanto al crecimiento de la banca española basta con unas cifras para probar su considerable volumen. En un principio la guerra mundial supuso un estancamiento del negocio bancario, que además sufrió la competencia de la banca extranjera. Pronto, sin embargo, la situación cambió. Entre 1916-1920 el número de bancos españoles se duplicó y en este periodo los recursos propios se triplicaron y los ajenos se cuadruplicaron. Los beneficios de los cinco primeros bancos se multiplicaron por seis. Sobre todo a partir de este momento la banca española desempeñó un papel creciente y decisivo en la industria. Los consejeros de los siete bancos más importantes estaban presentes, en la primera posguerra mundial, en un total de 274 sociedades, que representaban nada menos que el 49 por 100 del capital desembolsado. Esta vinculación entre banca e industria siguió siendo rasgo característico de la economía española durante mucho tiempo.

Pero si con la Primera Guerra Mundial se produjo un importante paso adelante en la economía nacional, sus efectos inmediatos con frecuencia resultaron detestables para las clases populares. Aunque no se contrajo la producción de alimentos, la guerra mundial provocó en España un súbito encarecimiento de los productos de primera necesidad, en parte por la exportación de esos productos, más rentable que la venta en el mercado interno, y en parte por las dificultades que encontraban las importaciones imprescindibles. Un historiador aristócrata escribió pasado el tiempo que «la langosta vendida por piezas subió de 17 reales a un duro». Al español medio, sin embargo, le interesaban ante todo productos más prosaicos. Al respecto cabe decir que esos productos que formaban parte de la dieta habitual pudieron subir, durante la guerra, algo más del 15 por 100 que llegaría a un 20 en las pequeñas poblaciones. Los salarios crecieron también, en parte por la presión sindical, en parte por la propia bonanza económica, pero variaban mucho según las profesiones; de todos modos, en muchos casos parecen haber ido por detrás de los precios e incluso ha habido historiadores que han cifrado en un 20 por 100 el deterioro del nivel de vida de la clase obrera. Si bien esa cifra parece improbable o exagerada, de lo que no cabe la menor duda es de la aparición de evidentes tensiones sociales e incluso de motines por las dificultades de encontrar en el mercado lo que en la época se denominaban las «subsistencias». Esta realidad constituye el obligado telón de fondo para comprender la evolución de la política española del momento.

Alternativas en la política interna (1913-1917)

E
l cambio originado en la vida interna de los partidos dinásticos a finales de 1913 tuvo la suficiente trascendencia como para que cambiaran los protagonistas esenciales de la política de turno. En general, durante el pasado se ha solido ofrecer una visión peyorativa de los dirigentes del partido liberal y conservador a partir de aquella fecha, como si el solo hecho de que ellos hubieran sustituido a Maura y Canalejas fuera testimonio de irremediable decadencia. Lo cierto es que los políticos posteriores a 1913 no carecieron de cualidades: no fueron ni corruptos, ni ignorantes, ni tampoco dejaron de ser, en su mayor parte, liberales. Gran parte de su mala fama historiográfica deriva de la época en que les tocó ejercer su función: en ella parecían desvanecerse, por la imposibilidad de llevar a cabo su programa, los ecos del regeneracionismo finisecular mientras que la propia modernización de la sociedad española, que avanzaba, aunque con enorme lentitud, impedía a menudo otros propósitos que no fueran la pura y simple gestión. En buena parte de los políticos de esta fase final de la monarquía constitucional de Alfonso XIII predominó una concepción puramente clientelista del poder, pero otros fueron capaces de ejercerlo con voluntad de defender un sistema liberal de cuyas limitaciones se daban cuenta (aunque fueran incapaces de superarlas), al tiempo que no se cerraban a transformaciones legales importantes, parecidas a las que tenían lugar en toda Europa.

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