Read Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] Online
Authors: Javier Tusell
Tags: #Historia, Política
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urante mucho tiempo la Dictadura de Primo de Rivera ha permanecido al margen de la renovación de los estudios históricos producida en España a partir de los años sesenta. Hasta dos décadas después lo habitual era que los libros dedicados a la época fueran elaborados a partir de textos publicados en los años treinta, que no pueden ser calificados de suficientes ni de imparciales. Sólo con el paso del tiempo empezaron a existir monografías con los requisitos exigibles. Hoy el régimen dictatorial ha sido abordado ya en un número elevado de estudios acerca de sus más variados aspectos concretos. Aunque se mantengan muchas discrepancias, existe, entre los historiadores, la coincidencia en considerar como cardinal este periodo. En primer lugar, muchos de los propósitos programáticos que la inestabilidad gubernamental había fracasado al llevar a la práctica en el periodo precedente pudieron ahora plasmarse, de forma más o menos acertada, en la realidad. En segundo lugar, el periodo dictatorial permite interpretar tanto la etapa precedente, de liberalismo oligárquico, como la siguiente, un intento de experiencia democrática. En tercer lugar fue la Dictadura y, más aún, la forma de darle salida, la causa principal de la caída de la Monarquía y la consiguiente proclamación del régimen republicano. A comienzos de 1923, manifiesta ya la incapacidad gubernamental de la Concentración liberal, así como la de la oposición, para convertirse en relevo, la situación española se había convertido en premonitoria de una dictadura. El caso español no tenía nada de especial en la Europa de la época, en que se vieron decepcionadas muy pronto las ilusiones democráticas creadas por el final de la Primera Guerra Mundial y la oleada de regímenes democráticos que había tenido lugar en 1918 tuvo la pronta contrapartida de una erupción de dictaduras, de significación variada pero de características fundamentalmente comunes. En general, durante los años veinte no se consideraron a sí mismas como regímenes estables sino más bien como soluciones temporales y sólo en los años treinta algunos de ellos adquirirían una voluntad de permanencia como consecuencia del auge del fascismo.
La dictadura se convirtió, con la sola excepción de Checoslovaquia, en el fenómeno más habitual en el este europeo: la debilidad de la tradición liberal, las insuficiencias de la industrialización, el auge de las expectativas de las masas campesinas, que en su mayor parte se vieron decepcionadas, y los problemas derivados del nacionalismo constituyen los factores fundamentales para explicar lo sucedido en esta zona del viejo continente. De todos esos países el que vivió una experiencia más semejante a la española fue Polonia, donde el mariscal Pilsudski estableció un régimen dictatorial, opuesto a la clase política, con un talante regeneracionista y pretendidamente apolítico que tuvo cierto paralelismo con el caso español. Lo característico del momento fue, sin embargo, que la oleada dictatorial afectó no sólo a países en que el liberalismo era un fenómeno reciente sino también a otros en que se trataba de un fenómeno de larga raigambre, aunque también tuviera muchas imperfecciones y pasara por una aguda crisis en la transición entre liberalismo y democracia. En Grecia fue la derrota exterior ante Turquía —el equivalente al desastre de Annual— lo que provocó una situación militar y autoritaria en 1922, que depuró las responsabilidades y acabó entregando el poder a un político civil, Venizelos. En Portugal el advenimiento de un régimen autoritario se produjo tras la experiencia de una República muy inestable desde el punto de vista gubernamental y parlamentario, aunque no movilizadora ni amenazada por revolución alguna. En Italia, donde desde un principio Mussolini pretendió crear un sistema nuevo, contrapartida radical del liberalismo, había existido una movilización política creciente, de la que fueron beneficiarios socialistas y católicos, incapaces de ponerse de acuerdo en lo esencial para mantener un régimen liberal. El clima intelectual, el nacionalismo de posguerra y el peligro revolucionario, en este caso mucho más evidente que en otras latitudes, fueron factores decisivos en el triunfo del fascismo. En España, probablemente, las posibilidades revolucionarias eran ya decrecientes a la altura de 1923, pero el problema de Marruecos había contribuido a agravar las tensiones, convirtiendo a los militares en beligerantes contra el sistema político, mientras que el liberalismo oligárquico, incapaz de reformarse a sí mismo, se hundía en el desprestigio y la inestabilidad gubernamental. Quizá, en efecto, lo más significativo del caso español reside en la rotunda artificialidad de un sistema político, incapaz de renovarse y, al mismo tiempo, ciego ante los peligros que lo amenazaban.
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odo ello constituye el telón de fondo sobre el que se debe explicar el ascenso al poder del general Primo de Rivera. Un tío suyo, Fernando, que fue para él padre efectivo y uno de los personajes militares más relevantes durante la Restauración, ya había pedido al Rey una dictadura militar en 1920. En cierta forma, lo sorprendente del caso español reside en lo mucho que tardó el golpe en llevarse a cabo, dada la acumulación de factores en contra de un liberalismo estable. De cualquier modo, rumores de que era posible un golpe de Estado menudearon desde comienzos del año 1923; lo insostenible de la situación política se aprecia en el hecho de que fueran personas de muy distinta significación los que abogaran en su favor: el diario católico El Debate pedía una dictadura, pero no tenía inconveniente en que la ejerciera un liberal como el conde de Romanones, mientras que un serio candidato al papel de dictador fue el general Weyler, uno de los escasos militares con los que, al final, pudo contar la Concentración. Más adelante, el general Aguilera bordeó también la conspiración, esta vez con un sentido izquierdista que le hizo contar con el apoyo de elementos intelectuales como Unamuno. Su carencia de habilidad política acabó por destruir su candidatura después de un sonado incidente con el dirigente conservador Sánchez Guerra.
Mientras que la prensa especulaba día a día con la posibilidad de una dictadura, al Rey se le planteó la tentación de una solución autoritaria temporal. En realidad, aunque tendiera a intervenir en la política partidista y a expresar opiniones un tanto ligeras, no era un monarca con ínfulas dictatoriales, entre otros motivos porque sabía lo que se jugaba, caso de llevar a cabo esos proyectos. Su discurso en Córdoba, en el año 1922, no pasó de consistir en una lamentación genérica, suscrita por muchos, acerca de los males de la clase política. Además, en esta misma ocasión aseguró que a él no se le cogería «en una falta constitucional». Durante el verano de 1923 pensó en una especie de gobierno militar del Ejército como corporación y con la anuencia de los políticos, para luego volver a la situación constitucional. Habló con el hijo de Antonio Maura, quien acabó por aconsejar al Monarca que no tomara ninguna iniciativa, pero dejando entrever que un gobierno militar era en última instancia inevitable. Este mismo hecho demuestra, más que la proclividad dictatorial del Rey, hasta qué punto estaba en una situación grave el régimen parlamentario.
Para comprender el desarrollo de la conspiración y el posterior desenlace del golpe hay que tener en cuenta, en primer lugar, la peculiar situación de Barcelona donde se daban, multiplicadas en gravedad, las circunstancias habituales en la España de 1923. Mientras que los sucesos de Marruecos creaban agitación entre los elementos militares, el ambiente ciudadano participaba también de un creciente anti-parlamentarismo (en la capital catalana tuvieron su origen los únicos y minúsculos grupos de características fascistas). El anarcosindicalismo carecía ya de capacidad revolucionaria y la lucha sindical había degenerado en inacabables enfrentamientos de pistoleros del Único y el Libre. Había, además, dos circunstancias que no se daban en ninguna otra ciudad española. En primer lugar, el movimiento catalanista había experimentado una importante radicalización, en especial en sus sectores juveniles, con la aparición de Acció Catalana: el golpe de Estado fue precedido tan sólo unos días por un sonoro incidente en la celebración del Día Nacional de Cataluña. Más grave fue, sin embargo, la situación del orden público. Las últimas semanas de gobierno liberal estuvieron presididas por un desorden que parecía inacabable, con atentados de procedencia varia y una omnipresente huelga de transportes, a la que no se acaba de dar solución. Lo grave fue la sensación de falta de reacción por parte del Gobierno, que tuvo hasta tres representantes en la ciudad, a título de gobernadores civiles, de los que sólo uno, Pórtela Valladares, actuó con energía. Necesariamente una situación como ésta había de tener como consecuencia un desvío de la opinión pública respecto del gobierno parlamentario. Más que hablar de un apoyo de la burguesía catalana a los conspiradores por motivos económicos habría que entender que la Lliga, exasperada, se sintiera atraída hacia cualquier fórmula que representara un Estado con pretensión de resultar serio en su comportamiento. La habilidad de Primo de Rivera al no mostrarse radicalmente opuesto al catalanismo hizo el resto.
La falta de decisión a la hora de abordar la situación existente en Barcelona no fue sino una muestra más de las limitaciones del gobierno de la Concentración Liberal. Éste podía haber sido considerado como una solución aceptable en abstracto pero su práctica real distó mucho de serlo. A medida que transcurría el tiempo, demostraba, con las elecciones, que su propósito no era modificar el comportamiento del poder público en un régimen de liberalismo oligárquico, mientras que sus objetivos reformistas en el terreno constitucional o respecto de las relaciones entre Iglesia y Estado eran rectificados inmediatamente después de ser enunciados. Todavía hubo algo peor: por si fuera poco, en las últimas semanas de gobierno liberal se presenció una profunda división del gabinete sobre uno de los problemas más agudos que tenía la España de entonces, el de Marruecos. Mientras los militares reclamaban el desembarco en Alhucemas, los civiles, tampoco dispuestos al simple abandono, no se decidían a contraponerles una política realista y decidida. Hubo, sobre todo, una profunda irresponsabilidad de la clase dirigente del liberalismo, empeñada en crisis puramente personalistas en las que cada personaje parecía sólo interesado por obtener los mejores resultados para sí mismo. Ante una conspiración suficientemente conocida, el gobierno optó por la pasividad y la ceguera voluntaria. Cuando el golpe se produjo sólo dos o tres ministros (uno de ellos, el recientemente nombrado Pórtela Valladares, que abandonó así Barcelona) optaron por la resistencia decidida. Alba, principal animador del gabinete, dimitió, muy desprestigiado ante los militares por la política en torno a Marruecos, y la resistencia del presidente, García Prieto, fue lo suficientemente formal como para limitarse a declarar que el golpe de Estado le aliviaba de unas enojosas tareas gubernamentales. Horas antes de que el poder les fuera entregado a los conspiradores, éstos concedían declaraciones a la prensa como si ya lo hubieran logrado. La conspiración se perfiló definitivamente en junio de 1923, cuando Primo de Rivera acudió a Madrid, llamado por el gobierno, y estableció contacto con un grupo de generales, de los que era la figura más representativa Cavalcanti. Desde un principio se pensó que en la conjura entraran únicamente elementos militares. El resultado habría de ser marginar a la clase política en el poder: los conspiradores no estaban tan preocupados por las responsabilidades de Marruecos o por el hecho de que la Monarquía estuviera en peligro sino, sobre todo, inspirados por el odio al sistema caciquil. En realidad, como demuestra la conspiración de Aguilera, el propio Ejército estaba muy dividido, en liderazgo y en programa, hasta el punto de que sólo el repudio a la clase política de la Restauración permitió su unidad. El golpe no pretendía ser militarista, en el sentido de que el Ejército ocupara indefinidamente el poder, sino que debería ser entregado a elementos civiles apolíticos. Esto era muy característico del ambiente que se vivía en la España de comienzos de los años veinte y ya fue previsto por Fernando, el tío del futuro dictador. Tampoco se trataba de un golpe protagonizado por una persona, aunque, a medida que fue pasando el tiempo, Primo de Rivera desempeñó un papel creciente que todavía lo fue más cuando, el día 12 de septiembre, sus planes fueron conocidos en Madrid por sus superiores. Ni siquiera en ese momento reclamó el poder para sí mismo, sino tan sólo la marginación de la política profesional. El desarrollo del golpe de Estado permite asimilarlo a un pronunciamiento del siglo XIX. En efecto, como entonces, un general con ínfulas políticas afirmó su deseo de hacer desaparecer el Gobierno no mediante el derramamiento de sangre sino a través de un forcejeo psicológico con quienes estaban en el poder: a la guarnición barcelonesa sublevada tan sólo se le dieron órdenes de que se mantuviera a la expectativa. Primo de Rivera, además, enunció su programa en un manifiesto un tanto vacuo en cuanto a soluciones concretas pero que concordaba con el espíritu regeneracionista. Habría llegado el momento —decía— de acabar con las desdichas e inmoralidades que empezaron el año 98. La clase política tenía «secuestrada» la voluntad real, y ahora los militares, que habían sido el único aunque débil freno de la corrupción, acabando con sus mansas rebeldías, iban a imponer un régimen nuevo. Primo de Rivera se mostraba convencido de que quienes tuvieran la masculinidad completamente caracterizada estarían con él. Lo extraordinario de esta declaración (que le sirvió a Unamuno para caracterizar de pornográfico el manifiesto) fue que en el momento no mereciera críticas, ni tan siquiera asombro. Conectaba hasta tal punto con la mentalidad de la época que el gobierno se vio inmediatamente privado de cualquier apoyo importante en el Ejército.
Tan sólo una capitanía general (Valencia) y algún militar de larga tradición (Weyler) se opusieron al golpe. La razón principal de su victoria el 14 de septiembre fue que ni en el Ejército ni en la sociedad española había quien estuviera dispuesto a luchar por el gobierno. Pocos ministros (quizá tan sólo tres) estuvieron dispuestos a enfrentarse al golpe.
Al comienzo de la década de los treinta, cuando fue proclamada la República, se atribuyó la culpabilidad del golpe al Monarca, lo que tiene su lógica política pero resulta históricamente insostenible a estas alturas. El Monarca no tenía ningún entusiasmo por la Concentración liberal y consideraba, como muchos políticos, inevitable, a mayor o menor plazo, un régimen autoritario militar. Sin embargo, él no estimuló ni patrocinó el golpe; conoció, probablemente de forma vaga, que podría llegar a tener lugar, pero cualquier observador atento de la realidad podía saberlo a estas alturas. Los conspiradores no dieron nunca por supuesto su apoyo aunque preveían «darle cuenta» en cuanto hubieran triunfado (en esto también el golpe se asemejaba a un pronunciamiento). Cuando conoció las noticias del desarrollo del mismo el Rey procuró informarse de la posición de las guarniciones; como conocía ya la actitud de la opinión pública, de regreso a Madrid no tuvo más que reconocer al vencedor.