Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (49 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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Para que izquierdas y derechas hubieran estado en condiciones de aparecer como alternativa al sistema de turno hubiera debido ser necesario un cambio de comportamiento electoral en los medios urbanos. Ya hemos comprobado que la fuerza parlamentaria de las oposiciones no sólo no aumentó (como, por ejemplo, en Portugal, poco antes de la proclamación de la República) sino que incluso disminuyó. Pero aun si tenemos en cuenta tan sólo el voto urbano constatamos de nuevo esta realidad. Un estudio de las elecciones en las 32 ciudades más importantes, equivalentes al 18 por 100 del electorado, testimonia que ese voto no aumentó sino que disminuyó después de la Primera Guerra Mundial, lo que corrobora todo lo ya expuesto.

Nacionalismos y regionalismos en la posguerra mundial

E
l último sector político que puede identificarse con una posibilidad regeneradora en la España de los años veinte fue el nacionalismo o regionalismo, en sus diferentes vertientes. Sobre él cabe decir que en los años de la primera posguerra mundial hubo novedades importantes que bien pueden ser conceptuadas como anticipaciones de un regionalismo posterior en los años treinta, o incluso más tarde todavía, mientras que en zonas de mayor solera o de vertebración política anterior del fenómeno nacionalista fue posible el desarrollo de unas instituciones preautonómicas o, al menos, de una implantación política mucho más efectiva.

En estos años surgieron, en efecto, gérmenes regionalistas en zonas que hasta el momento habían carecido de ellos, obedeciendo a la peculiaridad de cada zona geográfica. En Castilla fue un regeneracionista, Julio Senador, el inspirador de este movimiento que osciló entre una actitud reactiva ante las peticiones catalanas, en especial por la política arancelaria de protección industrial, y la demanda de igualdad o la identificación de Castilla como forjadora de la unidad nacional. Las actitudes anticatalanistas de Alba, que tenía su principal apoyo en Valladolid, se entienden desde esta perspectiva, pero el castellanismo no llegó en absoluto a vertebrarse como movimiento político autónomo y, en realidad, sólo hizo una aparición temporal y modesta en la vida política durante 1918. En cambio, como en muchas otras zonas, parte del regionalismo extremeño tomó como modelo desde el punto de vista estratégico al catalanismo, defendiendo, además, los intereses agrarios y mostrando una cierta sensibilidad ante los problemas sociales como consecuencia del régimen de propiedad agraria existente. De cualquier manera, el regionalismo no tuvo existencia estable ni mucho menos implantación electoral. De todos modos, esta conciencia social es más manifiesta en Andalucía, por lo menos en lo que respecta a la figura más importante de este regionalismo, Blas Infante. Antes de la Primera Guerra Mundial sólo se puede hablar de un andalucismo cultural, sin plasmación política, pero ya durante los años del conflicto bélico hubo algunos intentos coincidentes a ese respecto con la aparición de doctrinas «georgistas», un género de socialismo no marxista interesado especialmente en los problemas agrarios y en la desaparición de la gran propiedad mediante el impuesto único. El andalucismo acabó vertebrándose políticamente a través de centros asociativos, pero no llegó a arraigar con verdadera autonomía electoral. Aunque tuvo implantación de cierta importancia en Córdoba y Jaén, aparecía en ambas provincias vinculado a otras opciones de izquierda, mientras que en Sevilla y en Málaga (donde se presentaba Infante) apenas alcanzó más de un millar de votos. En cualquier caso, después de un momento de efervescencia durante 1919, en que presentó un programa de fuerte contenido social, se desvaneció en los años veinte, perdiendo cualquier relevancia política.

Una peculiaridad muy característica del aragonesismo fue el papel relevante desempeñado en él por los emigrados a Cataluña. Nacido también en la posguerra mundial, desde un principio tuvo una vertiente católica y otra liberal, lo que aparece en todos estos regionalismos, aunque no siempre de manera tan clara. También en este último caso puede decirse que la virtualidad del aragonesismo se desvaneció con rapidez después de 1919.

Si surgieron nuevos movimientos regionalistas durante estos años, aunque no modificaran el panorama político de forma fundamental, hubo también cambios significativos en los regionalismos y nacionalismos de mayor solera. En los años de posguerra mundial se puede decir que en Cataluña el catalanismo había conseguido una hegemonía política manifiesta. En ello jugó un papel decisivo la creación y funcionamiento de la Mancomunitat catalana que, si bien fue creada en el periodo anterior, sólo alcanzó a tener funcionamiento efectivo y trascendencia verdaderamente histórica a partir de estos instantes.

En 1910, Prat de la Riba, dirigente principal de la Lliga, como sabemos, fue elegido por tercera vez como presidente de la Diputación de Barcelona y, al año siguiente, por iniciativa de Duran i Ventosa, comenzaron los trámites para la creación de la mancomunidad, una iniciativa que, si bien era tan sólo tímidamente descentralizadora, permitió cumplir aquel propósito enunciado por Prat de la Riba: «Hacer de lo que nos gobierna un Estado como Dios manda». Aprobada la posibilidad de constituirla mediante decreto, las diputaciones subsistieron pero fueron perdiendo su contenido. Así sucedió de forma especial a partir de 1920, en que decidieron el traspaso de todos sus servicios y recursos a la Mancomunitat en un momento en que resultaba necesario compensar el fracaso de la campaña destinada a conseguir la autonomía. A partir de este momento funcionó una especie de compromiso de solidaridad económica entre las diversas comarcas de Cataluña, pues la Diputación de Barcelona aportaba más de tres cuartas partes del presupuesto de la Mancomunitat. La solidaridad también funcionó en el terreno político, entre las diferentes tendencias existentes en la vida pública catalana. Desde un principio la Mancomunitat fue obra principalmente de la Lliga pero no hubiera sido posible sin la colaboración de la izquierda nacionalista y de los catalanes pertenecientes a los partidos dinásticos. En un principio los republicanos radicales de Lerroux se opusieron a su existencia, temerosos de que la nueva institución hiciera sombra al Ayuntamiento de Barcelona, que todavía controlaban, pero tal actitud no duró mucho porque desde 1917 se incorporaron a su consejo ejecutivo.

La Mancomunitat tuvo limitaciones importantes, que se descubren con tan sólo tener en cuenta que, cinco años después de ser creada, fue necesario pensar en una nueva organización territorial de España válida para Cataluña, pero llevó a cabo una obra importante, en especial en materia educativa y en obras públicas. Expresión de la capacidad de la Lliga para estar en la vanguardia del catalanismo, pero sin un propósito exclusivista, en su consejo ejecutivo todas las decisiones se tomaron por unanimidad y la distribución de competencias y responsabilidades entre las diferentes provincias y los distintos grupos políticos fue medida y ecuánime. En ella colaboraron, por ejemplo, intelectuales izquierdistas como Corominas, Campalans y Serra i Moret; el propio Eugenio d'Ors lo hizo hasta 1919, momento en que, desaparecido ya Prat, su sucesor estuvo mucho menos dispuesto a conservar como director general a quien se mostraba proclive a los anarcosindicalistas y resultaba un tanto bohemio desde el punto de vista administrativo. Lo importante, sin embargo, es que la labor desarrollada desde la Mancomunitat tuvo una importancia trascendental desde el punto de vista cultural, material y simbólico. Se ha podido decir de ella que fue responsable del «periodo constituyente de la cultura catalana» (Fuster) y, en efecto, es oportuno afirmarlo, dadas las conexiones mencionadas entre el mundo intelectual y el político, así como la existencia de concomitancias importantes entre ambos, como fue el «noucentisme», es decir, la vuelta a un cierto mediterraneismo clásico empujada desde el poder político. La Mancomunitat tuvo también un importante papel en la mejora de las condiciones materiales de vida. El propio Prat le señaló como objetivo que «escuela con biblioteca pública y carretera son los elementos que no pueden faltar en ningún pueblo por humilde y atrasado que esté». Finalmente, no debe desdeñarse ese factor simbólico, que introdujo la aparente liturgia de un Estado regional. El mismo Prat pudo felicitar a los vencedores en la Primera Guerra Mundial asumiendo la representación de la totalidad de Cataluña. Ésta, sin embargo, quedó muy al comienzo del camino que la propia disposición creadora de las mancomunidades provinciales preveía para ella. Estaba previsto que el Estado pudiera cederle parte de sus competencias, pero no lo hizo, y de esta manera su presidente pudo decir que «sin las delegaciones la Mancomunitat, que como personalidad es todo, como poder no es nada». Incluso hubo protestas en el Parlamento y en los medios culturales madrileños por el uso del catalán en esta institución.

Aunque la Mancomunitat inició su singladura en 1914, una referencia a ella era precisa en estos momentos porque constituye una prueba excelente de lo que era la Lliga. Gracias a su capacidad de aunar al conjunto de la sociedad y la política catalanas en actitudes comunes, la Lliga tuvo una larga hegemonía electoral hasta bien entrada la posguerra. No consiguió ponerla en peligro el grupo de coalición españolista monárquico formado en 1918 bajo la denominación de Unión Monárquica Nacional, que tan sólo logró revitalizar algunos cacicatos locales, aunque alcanzó una influencia en los medios empresariales algo superior a la que le correspondía a la Lliga. Esta, como respuesta, creó una federación monárquica autonomista para disponer de un grupo con el que colaborar que fuera, a la vez, inequívocamente monárquico y conservador logrando unas votaciones mucho más altas en Barcelona que ese adversario centralista.

Sin embargo, el declive de la Lliga acabó por producirse con la aparición de un catalanismo radical, que hasta entonces no había existido y que no atribuía tanta importancia a la acción en Madrid. En 1919 Maciá creó la Federación Democrática Nacionalista que no llegó a cuajar en una verdadera influencia, ni bajo esa denominación ni más adelante como Estat Cátala. Obtuvo, no obstante, un apoyo significativo en los medios de clase media baja, como el Centro Autonomista de Dependientes del Comercio y la Industria. Este sindicato, muy bien implantado en los medios mercantiles, en los que tuvo unos 2.000 afiliados en torno a 1923, había tenido una trayectoria reformista y mutualista. Cercano a la Lliga en un primer momento, contribuyó de forma significativa a convertir el 11 de septiembre en fiesta nacional catalana y evolucionó hacia posiciones más radicales.

Mayor significación que la postura de Maciá, incluso para el CADCI, tuvo la creación de Acció Catalana, producto de una conferencia nacional catalana, celebrada en abril de 1922, en que los sectores más juveniles, menos conservadores y más preocupados por la cuestión social del catalanismo mostraron, además, su deseo de romper con la política que hasta el momento había venido adoptando Cambó, a su juicio excesivamente colaboracionista. La confluencia entre las juventudes nacionalistas, los republicanos catalanistas moderados y numerosos intelectuales (Pía, Foix, Sagarra….) se produjo en torno a un programa centrado en la presentación de la reivindicación catalana más allá de las fronteras y en la «Catalunya endins», es decir en la profundización de la labor catalanizadora interna. Acció Catalana consiguió inicialmente unos buenos resultados electorales que la convirtieron en la cuarta fuerza política en la Mancomunitat, hecho que motivó la retirada de la política de Cambó, en quien centró sus críticas. Su tono radical en cuanto al nacionalismo le llevó a suscribir un pacto de colaboración con los nacionalismos vasco y gallego que precedió inmediatamente a la implantación de la Dictadura de Primo de Rivera y le sirvió a éste de pretexto parcial para dar su golpe. Otras fuerzas se movían también en el escenario político catalán del momento con un criterio nacionalista y una voluntad de reivindicación social. La Unió de Rabassaires agrupó con un sentido izquierdista a los arrendatarios (su abogado, Companys, tendría un papel político decisivo en la II República) y la Unió Socialista de Catalunya quiso dar vida a una opción como ésta, que por el momento había tenido una viabilidad muy limitada en la región.

En el nacionalismo vasco el problema social jugó también un papel en las divisiones internas y hubo una muy semejante polarización en torno al grado de radicalismo del ideal nacionalista presentándose las discrepancias en un momento anterior a aquel en que tuvieron lugar en Cataluña. Luis Arana, hermano del fundador del partido, estuvo a su frente hasta fines de 1915. Su cese se debió a varios factores, entre los que cabe mencionar un pacto electoral con un gobernador civil, su carácter egolátrico, su germanofilia, que contrastaba con la posición mayoritaria de los nacionalistas, y una tendencia a vertebrar la organización del nacionalismo en forma federal. El desplazamiento, sin embargo, permitió que el partido asumiera una posición posibilista y que con ella experimentara una crecida electoral que duró hasta 1919. En esos años el catalanismo de Cambó jugó un papel importante de cara al nacionalismo vasco, por coincidencia de intereses (protesta contra las reformas de Alba) pero también por una cierta asimilación de su estrategia. El nacionalismo vasco, que desde 1916 adoptó como nombre oficial el de Comunidad Nacionalista Vasca, tuvo, sin embargo, un carácter más democrático en su organización. Los nacionalistas lograron desde 1917 vencer en las elecciones a la Diputación de Vizcaya (que desempeñó Sota) e implantarse en Guipúzcoa y, en menor grado, en Álava. En las elecciones generales de 1918 y 1919 ganaron en todos los distritos rurales de Vizcaya y consiguieron un diputado en Guipúzcoa y otro en Navarra, aunque les fueron anuladas la mayor parte de las actas vizcaínas. Como en el caso del nacionalismo catalán, hubo un intento de constituir una mancomunidad pero en este caso fracasó por la carencia de colaboración de los partidos dinásticos y de los carlistas que seguían a Pradera. Desde 1919 se produjo un descenso claro en la fuerza electoral del nacionalismo vasco que vio cómo sus adversarios socialistas y la Liga Monárquica —agrupación de los partidos del turno sesgada hacia la derecha— hacían una extraña alianza en Vizcaya, mientras que a los nacionalistas no les quedaba otra posibilidad que mantener un único diputado, elegido en Pamplona en colaboración con los «jaimistas».

Las polémicas internas del nacionalismo vasco se remontaron al momento de la Primera Guerra Mundial, en que ya aparecieron posturas contrapuestas, pero se perfilaron más definitivamente luego, a comienzo de la década de los veinte, concretándose en una posición menos radical representada por Arantzadi —Comunidad Nacionalista Vasca— y otra independentista —Partido Nacionalista Vasco— que tenía como líder a Gallastegui y principal órgano de expresión a Aberri, apoyados por la juventud, las clases medias-bajas de Bilbao y por los sindicatos nacionalistas (STV).

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