Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (6 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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Quizá sea este un buen momento para tratar de dos elementos esenciales del Estado y la sociedad de fin de siglo que además tendieron a identificarse, sin duda de una forma abusiva, con ese sentimiento nacional. Ambos, además, tenían para los españoles finiseculares algunos rasgos coincidentes, como la omnipresencia, en el sentido de que no se podía evitar la relación con ellos, y la autonomía que ellos se atribuían, de manera que había aspectos sobre los que se otorgaban a sí mismos una exclusiva absoluta e inapelable.

El Ejército fue abandonando la política diaria y aunque los militares más relevantes —que en gran medida habían sido artífices de la Restauración— tuvieron un papel y una influencia política siempre muy significativas, no ejercieron el liderazgo de los partidos. Pero, al mismo tiempo, mantuvo sin modificaciones una situación interna muy poco aceptable, producto de las guerras civiles del XIX. Para 80.000 soldados había unos 20.000 oficiales y 500 generales, con lo que los gastos de personal impedían lograr una efectividad real. Dotado de prensa propia, a menudo entremetida y venal, el Ejército se enfrentaba a la impopularidad del servicio militar y a la existencia de responsabilidades que, en términos estrictos, no le hubieran debido corresponder, como las relativas al orden público: si un general, Martínez Campos, fue objeto de uno de los más sonados atentados terroristas acontecidos en Barcelona a fin de siglo fueron también militares quienes juzgaron a los presuntos responsables de lo sucedido. La derrota colonial creó en el Ejército español una mentalidad muy peculiar que un prestigioso militar destinado a desempeñar un importante papel político describió como «de compartimiento estanco, de particularismo extremo». Durante el conflicto los generales más apreciados por la opinión pública fueron los que se caracterizaron por una postura más dura, como Weyler y Polavieja. Habían menudeado, además, los incidentes con la prensa cuando ésta había criticado algún aspecto de la Administración militar. Ahora los oficiales no quisieron asumir ninguna responsabilidad como consecuencia del Desastre, a pesar de que la falta de preparación había sido patente, como se demostraba por la deficiente sanidad en tierra y la mala conservación de los buques. Aun así los militares más conocidos, como Fernando Primo de Rivera o Polavieja, acostumbraban a culpar, en exclusiva, a los políticos, abriéndose así entre unos y otros un abismo que tendría su reflejo en la vida colectiva.

La Iglesia española tenía una tradición que incluía un fuerte peso de lo reaccionario, escasa propensión de los obispos a obedecer a Roma y una sucesión de etapas de destrucción de sus efectivos y reorganización seguidos de otras tantas de restauración de los mismos, a menudo con muy directa influencia sobre la sociedad y el poder político. En este momento la Iglesia española estaba en el ápice de uno de esos últimos momentos. Mientras que el clero secular, poco prestigioso y culto, mantenía sus efectivos prácticamente estabilizados con ligera tendencia a la baja (unos 33.000 sacerdotes) la reconstrucción del clero regular (12.000 varones y 42.000 monjas a fines del XIX, sólo unos 14.000, entre unos y otras, medio siglo antes) y su dedicación a tareas relativamente nuevas, como la enseñanza y la asistencia social, dieron la impresión de que el intento de reconquista de la sociedad desde unas actitudes reaccionarias revestía más peligro del que realmente tuvo. Se debe tener en cuenta que un libro de enorme éxito en el catolicismo finisecular español fue El liberalismo es pecado, de Sarda y Salvany (1884) y que la instalación de las órdenes religiosas fue facilitada por un conjunto de disposiciones de rango inferior que alteraban la esencia de los acuerdos concordatarios. El hecho de que la Iglesia se sostuviera a través de los Presupuestos contribuía a ello. La difusión de la prensa católica en la década final de siglo y el desarrollo de los Congresos católicos tuvieron idéntico efecto. Asimismo, el que el factor religioso desempeñara un papel importante en el patrioterismo de la guerra colonial contribuyó a fomentar el anticlericalismo. Lo cierto es, sin embargo, que la masonería a la que el clero culpó de ser causante principal de este último no tuvo una actitud que pueda ser descrita, en este terreno, como antitética de la mayoritaria. Ya en torno a 1899 uno de los políticos más prometedores —Canalejas— eligió como adversario principal al clericalismo.

Uno de los más destacados representantes de la generación intelectual que hizo acto de presencia en la vida pública española en torno a la Primera Guerra Mundial y que, como toda ella, tuvo un temprano contacto con la política y la cultura de más allá de nuestras fronteras, José Ortega y Gasset, escribió que había constatado que en esas latitudes «ser españoles significa ser un poco ridículos». Este complejo de inferioridad que, en el cambio de siglo, produjo toda una oleada de publicaciones que intentaban explicar las causas de la supuesta superioridad de los anglosajones, nacía, sin embargo, no tanto de la incapacidad del Estado de la Restauración como de la propia esencia del régimen político. Si comparamos éste con los de la Europa occidental de la época encontraremos una semejanza fundamental, pero también importantísimas diferencias en la práctica en relación con los de otros países más adelantados. España era una Monarquía liberal parlamentaria aunque no democrática: de acuerdo con la Constitución de 1876, el Rey compartía el poder legislativo con las Cortes y en el Senado tenían representación no electa sectores de tanta relevancia en el Antiguo Régimen como eran la Iglesia y la nobleza. De todos modos, la Constitución Española no tenía ninguna diferencia sustancial respecto de, por ejemplo, la vigente en Italia, incluso más apegada al pasado, aunque también más evolucionada por la práctica diaria. Pero también la española se había caracterizado por una voluntad de superación de la política anterior y por su flexibilidad. La Monarquía isabelina, aunque liberal en el sentido de que rompía con los rasgos esenciales del Antiguo Régimen, se caracterizó por una profunda inestabilidad constitucional (y de leyes ordinarias), la rotación en el poder mediante los pronunciamientos militares, el liderazgo político de los generales en los partidos y por la vinculación de la Corona con uno de ellos, el moderado, e incluso con la fracción más reaccionaria del mismo. El régimen de la Restauración hubiera podido optar por una fórmula parecida pero lo hizo mediante un consenso entre el conjunto de la clase política integrada en los dos grandes partidos, conservador y liberal. Este acuerdo se basó en una serie de reglas no escritas que suponían, hasta determinado punto al menos, compartir el poder y relevarse periódicamente en él. El partido en el Gobierno respetaba la legislación anterior, toleraba alguna presencia del adversario en el Parlamento y admitía ser relevado, principalmente cuando padecía divisiones internas. Junto a esta clase política le correspondía un papel político a la Monarquía, mucho más independiente de cada uno de los partidos que antes, y al Ejército, éste más como instrumento para mantener el orden social o como guardián de las Instituciones que como protagonista concreto en la vida política.

Lo que guió a los artífices de la Restauración fue mucho más una voluntad de acuerdo entre ellos que el deseo de ampliar la representación política o las libertades pero en ambos terrenos existieron avances nada desdeñables. El sistema español de la Restauración no se consolidó definitivamente sino cuando, en el periodo gubernamental liberal iniciado en 1885, dicho partido introdujo una importante serie de reformas que permitieron, por ejemplo, la libertad de asociación, o la ampliación del sufragio hasta hacerlo universal. Después de 1890, con la introducción de esta fórmula, el derecho de voto era más amplio en España que en Gran Bretaña, pero no debe olvidarse que otros países europeos de la época, caracterizados por su apego al tradicionalismo, como Alemania, fueron también más precoces en el establecimiento del sufragio universal que los más caracterizadamente liberales. En realidad esta reforma consolidó el régimen sólo en el sentido de evitar que los sectores al margen del mismo pudieran esgrimir esta bandera que, sin embargo, no había sido fruto de demandas populares insistentes.

La gran diferencia entre España y algunas naciones de su entorno no puede atribuirse a la teoría política pues, como veremos, España siempre estuvo plenamente inmersa en la tradición intelectual liberal, sino a la práctica política. Ya se han señalado varios indicadores de desarrollo social, económico y cultural que establecían una marcada diferencia entre España y las naciones europeas más desarrolladas. Era inevitable que estas realidades de base se tradujeran en comportamientos de los españoles distintos de los de otros europeos. Sin embargo, tampoco debe exagerarse el carácter peculiar del caso español, como si los únicos términos posibles de comparación fueran Gran Bretaña o Francia. En Portugal el modo de vida político —«rotativismo»— era semejante al español incluso en el nombre y también en Italia las elecciones eran controladas, aunque en menor grado, desde el poder ejecutivo.

La generación intelectual de los años noventa criticó agriamente la realidad política española y una de sus figuras más señeras la describió como «oligarquía y caciquismo». Como veremos inmediatamente, la crítica tuvo una seria razón de ser, pero el tratamiento dado a la cuestión por Costa fue, muy a menudo, desmesurado y casticista. Por ejemplo, empleó expresiones de una dureza enorme, como asegurar que España era «un estado social propio de una tribu de eunucos sojuzgada por una cuadrilla de salteadores». Su violencia expresiva no carecía de fundamento y, sobre todo, era un instrumento para movilizar a la población contra una situación inaceptable. A pesar de que esos términos pudieran hacer pensar que era un pesimista sucedía exactamente lo contrario pues confiaba en que el ciudadano español superara el estado de pasividad que padecía. No obstante, frases como la citada tenían el inconveniente de presentar la realidad española como la imposición de una minoría sobre la inmensa mayoría, o como un sistema político simplemente adulterado. La realidad era exactamente la contraria. Con el paso del tiempo, Ortega escribiría que lo peor de España no eran los caciques sino los españoles que los aceptaban; el propio Unamuno, cuyo lenguaje en más de una ocasión fue parecido al de Costa, llegó a decir del caciquismo que «no era un mal absoluto sino la única forma de gobierno posible». No era que esas realidades descritas como «oligarquía y caciquismo» fueran la adulteración del sistema liberal, sino que venían a suponer un sistema de vida política considerablemente distinto de la imagen ideal del liberalismo parlamentario elaborada desde la óptica de su evolución posterior hacia la democracia. Lo que sucedía en España era que, desde el punto de vista social y también político, perduraban una serie de rasgos que identificaban el caso español con el mundo del Antiguo Régimen, en realidad mucho más perdurable en algunos de sus rasgos esenciales de lo que ha solido aceptarse. En este último la influencia predominante de grupos reducidos de personas nacía de la propia estructura estamental, mientras que en el sistema caciquil se sobre imponía, como una realidad social inevitable, a la legislación. De ahí la afirmación de que el caciquismo no era otra cosa que el aparato ortopédico que le había surgido a la España rural para tratar de actuar con las pautas de una Constitución elaborada para un mundo urbano. La divergencia de estructuras sociales, en definitiva, acababa por traducirse a la realidad política. Unamuno razonaba la existencia del caciquismo por el hecho de que en España había muchos más pueblos como Carballeda de Abajo o Garbanzal de la Sierra que ciudades como Madrid y Barcelona. Azaña, años después, afirmó, con razón, que si el cacique escandalizaba era precisamente porque el mundo del Antiguo Régimen declinaba ya y, por tanto, las condiciones de la vida política en él se juzgaban inaceptables.

Quien daba nombre al sistema político vigente en la España de comienzos del siglo XX era el cacique. El término procede nada menos que de la conquista española de América y designa al señor de indios; sólo en torno a 1885 empezó a designar a aquella persona que, en un contexto rural, tenía un predominio juzgado «excesivo». El cacique contemporáneo venía a ser aquella persona que, por las razones que fuere, ejercía el monopolio de la vida pública en un determinado medio, en vez de que el protagonismo lo tuviera el conjunto de los ciudadanos, como hubiera sido lo lógico en una sociedad con instituciones de carácter democrático. En el momento de celebrarse las elecciones los caciques sustituían la voluntad de los ciudadanos, inexistente en la mayor parte de la geografía nacional, y de ellos dependían los resultados cuya veracidad real era nula. Si podía darse la mencionada sustitución de la voluntad del ciudadano por la del cacique es porque, frente a lo que se suele pensar en la óptica de algunos escritores de la época o historiadores posteriores, la sociedad española se caracterizaba por una manifiesta pasividad y apatía respecto de la vida pública. Lejanos estaban ya los tiempos revolucionarios del 68 o de la I República, en que pareció producirse la brusca irrupción de las masas en la vida política con el resultado de una inestabilidad considerada como muy perniciosa. Ahora la pasividad estuvo apoyada, además, en las condiciones sociales, económicas y culturales de que hemos hecho mención.

Pero la labor del cacique no se limitaba al periodo electoral sino que perduraba a lo largo de la vida cotidiana. El cacique era el medio de contacto del ciudadano con la Administración, en especial tratándose de las pequeñas entidades de población. Sumido en una vida política de acusado localismo el español mantenía la mentalidad de súbdito como si le resultara imposible, por el momento, acceder a la de ciudadano. En este sentido puede decirse con razón que el caciquismo venía a ser la verdadera constitución interna de la España de la Restauración. En vista de que la movilización ideológica jugaba un papel muy escaso en la vida española, el cacique sustituía los programas políticos por realidades materiales y prácticas más inmediatas, que podían ser su influencia propia como notable o la posibilidad de ejercicio de protección o clientelismo. Unamuno decía que un político español era una persona que concedía destinos y un ciudadano español era una persona que los buscaba. Su descripción resultaba plenamente acertada respecto de lo que era la política de la época.

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