Read Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] Online
Authors: Javier Tusell
Tags: #Historia, Política
El teatro ocupaba un papel absolutamente crucial en la vida social del mundo urbano, hasta el punto de que la clase alta y media se citaban en él hasta dos o tres veces por semana. Era el lugar de relación por excelencia en el mismo grado que la visita, el paseo o la tertulia y por ello no puede extrañar que Emilia Pardo Bazán se quejara de lo mucho que se hablaba en él de modo que apenas era posible oír a los actores. A comienzos de siglo, en un Madrid en que el número de habitantes era un poco superior al medio millón, había 35 teatros y se representaban 400 obras al año. Por esas fechas había comenzado ya la mitificación del Tenorio, que se representaba asiduamente (Zorrilla, a fin de cuentas, murió en 1893). Al repasar la lista de las obras de mayor éxito se entiende esta mitificación porque lo característico de este tiempo fue una exaltación de un tardío espíritu romántico que provocó, por ejemplo, el triunfo de Dicenta con su Juan José (1895), de tono social un tanto folletinesco, o el de Echegaray, el primer Nóbel español. También se entienden las críticas de las nuevas generaciones literarias, deseosas de introducir cambios, en contra de estas manifestaciones dramáticas. Azorín llegó a escribir que «todo nuestro teatro es falso, ampuloso, artificial». Pero ya se había producido también la aparición de nuevas fórmulas teatrales, distantes de las citadas, como, por ejemplo, Benavente o Guimerá.
En la práctica el teatro era compatible con la música popular y de hecho muchos autores de primera fila trabajaron para ambos a la vez. Este fue el caso, por ejemplo, de Arniches y Benavente, pero también de Baroja. El éxito de la opera italiana, el género romántico por excelencia y ejemplo de arte total, data del periodo inmediatamente anterior y se aprecia incluso en la obra literaria: en La Regenta se describe la emoción de la protagonista al asistir a una velada. Quizá lo más característico del momento —al margen de la introducción de Wagner, de pronto éxito en Barcelona— fue la difusión del «género chico», es decir una obra musical o zarzuela de tema costumbrista, breve, con propensión al tratamiento cómico y música ligera y pegadiza de la que puede ser un ejemplo La revoltosa de Ruperto Chapí (1897) o Gigantes y cabezudos, representada en 1898. En realidad, la zarzuela se había impuesto a estas alturas como consecuencia de la organización del espectáculo teatral ofreciendo cuatro obras distintas y breves a precio asequible. Género considerado como populachero durante mucho tiempo, en realidad de ella derivan incluso fórmulas vanguardistas españolas como puede ser el «esperpento» de Valle-Inclán. Junto con ese tipo de teatro musical los toros ocupaban el ocio de los españoles del fin de siglo. El escritor y viajero italiano Edmundo d'Amicis aseguró que en España la apertura de la temporada de toros era mucho más importante que una crisis ministerial y todo hace pensar que, en efecto, así era. La noticia de la pérdida de las colonias fue recibida por el pueblo madrileño a la salida de una corrida de toros. 1898 fue, además, el año de la muerte de Frascuelo y dos años después le acompañaría en ese trágico destino su antagonista principal en los cosos, Lagartijo. Significativamente, el conde de las Navas publicó en 1900 un libro titulado El espectáculo más nacional, dedicado a los toros. Así como había un turno político entre dos partidos también lo hubo en relación con la fiesta nacional entre Frascuelo y Lagartijo, que de alguna manera tenía connotaciones ideológicas. Cuando Machado criticó a la «España devota de Frascuelo y de María» lo hizo porque el torero, en efecto, representaba la tosquedad un tanto bárbara que él identificaba con el apego a una religiosidad tradicional y rutinaria. Dada la importancia de los toros en la vida cotidiana no puede extrañar que cuando escritores y pintores elaboraron una nueva visión crítica de España («La España negra»), en ella esa «fiesta más nacional» jugara un papel de primera importancia.
Pero si todas estas diversiones resultaban un testimonio del peso del pasado en el final de siglo también surgían muestras evidentes de lo nuevo. El cinematógrafo apareció por vez primera en Madrid en torno a 1896, al tiempo que ese mismo año se rodaba en Zaragoza una película española. Una novedad era también la fotografía, que se presentaba como un ejercicio de excursionismo, casi un deporte. Esas mismas dos palabras —deporte, excursión— denotaban también novedad. Los gimnasios habían aparecido a fines de siglo pero en el momento de la transición del XIX al XX apareció en deporte (todavía denominado sport). Aunque el football estaba destinado a tener más éxito, lo más novedoso y característico del fin de siglo fue el ciclismo, que apareció en la pintura del momento (Casas, por ejemplo) y que había empezado a organizarse ya por estas fechas, como casi siempre en el caso de las novedades, en las diversiones por parte de distinguidos miembros de la aristocracia. En cuanto al excursionismo había tenido un origen intelectual liberal en la sociedad para el estudio del Guadarrama, vinculada con la Institución Libre de Enseñanza (1886) pero en Cataluña tuvo también que ver con el nacionalismo. Es posible que el fútbol, de procedencia británica, estuviera también relacionado en su origen a los medios de la Institución.
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a crítica al régimen de la Restauración borbónica no comenzó en España con la derrota del 98 sino que sus antecedentes intelectuales pueden remontarse a mediados de la década de los ochenta del pasado siglo, tal como ya se ha indicado. Si el llamado «Desastre del 98» juega un papel de primera magnitud en la Historia española, la razón estriba no tanto en serlo, pues no se le puede atribuir tal resultado, sino por la conciencia crítica que creó en la totalidad de la sociedad española. Hasta el momento, la crítica al sistema de la Restauración había sido protagonizada exclusivamente por sectores intelectuales o por minorías políticas reducidas pero con el comienzo de siglo fue ampliándose sucesivamente hasta convertirse en un tópico sin cuya comprensión no puede llegar a entenderse todo el primer tercio del siglo XX español. En cierta manera, puede decirse que España pareció replantearse en todos los terrenos su existencia como colectividad. El fin de siglo tuvo resultados casi semejantes en otros países latinos pero probablemente sólo en España es posible interpretar las décadas siguientes en función suya.
En efecto, todo el periodo posterior a 1898 se puede definir a partir de las circunstancias de ese momento. El término «regeneración», popularizado en los noventa, alcanzó un uso habitual y una extensión desmesurada, refiriéndose a los más diversos aspectos de la vida nacional. El imperativo de regeneración se sentía, como es lógico, respecto de los procesos de responsabilización originados a consecuencia del desastre, pero se aplicaba también a la necesidad de sanear la política, desarrollar al país desde el punto de vista económico, modernizar y europeizar los comportamientos sociales, hacer disminuir el analfabetismo o conseguir que el catolicismo fuera más auténtico, aunque también, por el contrario, había quienes querían hacer desaparecer su influencia en la vida nacional. Había un regeneracionismo de reforma y otro de ruptura. En su aspecto menos positivo el regeneracionismo tenía un cierto paralelismo con el arbitrismo nacido en el XVII, también como consecuencia de una derrota: era un ansia de transformación, pero a veces sus soluciones pecaban de excesivamente simples, omnicomprensivas y polivalentes. En el más positivo consistía en un simple afán modernizador. Regeneracionistas, en un sentido o en otro, lo fueron todos los españoles del reinado de Alfonso XIII: desde el Rey hasta algunos de los republicanos que conspiraron contra él; desde el novelista anticlerical Blasco Ibáñez hasta el cardenal Cascajares, que quería un partido clerical y monárquico en sustitución del conservador. En estas condiciones no puede extrañar que la palabra regeneración tuviera un sentido muy diferente según quien la pronunciara. Tenía en común la urgencia por conseguir una transformación del país. En lo que no había unanimidad (sino, a menudo, contradicción) era en los medios para conseguirlo, o en el resultado final de dicha transformación. El término «regeneracionista» sirve, por tanto, para designar no sólo el tránsito desde el siglo XIX al XX o la primera etapa del reinado de Alfonso XIII sino que vale para todo él porque el ansia reformadora no desapareció a partir de 1914 y porque, como veremos, la misma Dictadura de Primo de Rivera adquiere su verdadera significación teniendo en cuenta la voluntad regeneracionista de quien la encarnó. Incluso se podría rastrear un cierto regeneracionismo en algunos de los dirigentes republicanos de los años treinta, en especial en Azaña e incluso también en Gil Robles, y derivaciones del regeneracionismo llegaron a formar uno de los componentes de la derecha franquista. Sin embargo, el regeneracionismo propiamente dicho sólo puede identificarse con el reinado de ese monarca por la sencilla razón de que ya en los años treinta se produjo la identificación de la España oficial y la real, aunque fuera en una experiencia democrática convulsa y concluida en una guerra civil. Todo lo posterior fue recuerdo del regeneracionismo precedente con voluntad de señalar una diferencia o dar lustre intelectual para un uso partidista.
Pero si el regeneracionismo se identifica con el reinado de Alfonso XIII no significa lo mismo en cada una de sus etapas sino que su distinta modulación permite determinarlas de forma precisa. En un primer periodo el regeneracionismo fue intentado desde el poder y con el protagonismo esencial de los partidos de turno, en especial el conservador, aunque también los movimientos políticos que surgieron al margen de aquéllos e incluso en contra fueran también regeneracionistas si bien no tuvieran nunca fuerza suficiente como para disputar un protagonismo político que permanecía en manos de los partidos conservador y liberal. A partir de la Primera Guerra Mundial ese protagonismo del sistema político en la empresa regeneradora cesó, porque lo fundamental fue precisamente su crisis. El regeneracionismo permaneció como horizonte de futuro, pero la posibilidad de cumplir ese programa, fuera cuál fuese su significado, se desvaneció por el momento ante la común impotencia del sistema y de quienes se oponían a él para llevarlo a cabo. En 1923, con la proclamación de la Dictadura, se propuso también una opción regeneracionista pero por completo antitética de la que fue ensayada en el comienzo de siglo. Ahora ya no se trataba de intentar la regeneración de quienes, a través de los partidos del sistema del turno, habían monopolizado la vida política, sino de perseguir a estos últimos, e intentar, aunque muy confusamente, dar a luz un sistema nuevo. La ambigüedad del regeneracionismo permitió intentarlo.
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xiste una coincidencia casi perfecta entre el inicio de la época regeneracionista y el advenimiento al trono, en mayo de 1902, de Alfonso XIII, a la edad de dieciséis años. Con razón, el mejor de sus biógrafos, Carlos Seco Serrano, ha señalado el tono eminentemente regeneracionista que tenían las anotaciones, en su diario íntimo, del joven Monarca, pocos meses antes de convertirse en tal. «Yo —escribió— puedo ser un Rey que se llene de gloria regenerando a la Patria, cuyo nombre pase a la Historia como recuerdo imperecedero de su reinado: pero también puedo ser un Rey que no gobierne, que sea gobernado por sus ministros y, por fin, puesto en la frontera». Lo importante, sin embargo, no es tanto que se sintiera a sí mismo como regenerador sino que algunos de los intelectuales más conocidos de su tiempo, que acabaron militando en el campo republicano, vieron en él la posibilidad de que fuera una ayuda decisiva en tal sentido. Ortega y Gasset fue, en no pocas ocasiones, muy explícito al respecto, y, en la práctica, Unamuno no adoptó una posición muy diferente durante parte de su vida. Actitudes semejantes se pueden encontrar en no pocos políticos profesionales del momento, incluidos algunos que estaban cercanos al republicanismo. Otro intelectual, que también jugó un papel político relevante como opositor al régimen, Madariaga, lo ha descrito, en el momento de acceder al trono, como «un príncipe simpático cuyas facciones expresaban… la buena voluntad y la ingenua sorpresa ante las maravillas de la vida». Como persona, Alfonso XIII no careció de méritos y virtudes, admitidos por sus contemporáneos extranjeros y también por políticos españoles de significación distinta, lo que resulta, sin duda, más difícil. Era indudablemente simpático y su trato tenía la virtud de la campechanía, frecuente en la dinastía a la que pertenecía y no tan habitual en las Cortes europeas de la época, mucho más rígidas y protocolarias, incluso en el caso de las de los países con instituciones liberales mucho más sólidas que las que tenía la España de comienzos de siglo. Sus aficiones (el tenis, el polo o el automovilismo) le dieron un aire de modernidad europea, aunque no fueran precisamente populares en sus días. Fue valiente y no cabe dudar de que tuvo un genérico deseo patriótico de cumplir con las obligaciones que le correspondían por su puesto, tal como se revela en la juvenil frase de su diario. Pero a estos aspectos valiosos hay que sumar aquellos que lo fueron mucho menos desde todos los puntos de vista. Alfonso XIII no fue culto ni es posible atribuirle la condición de intelectual o juzgarle por los patrones impuestos por este mundo o exigibles en su caso. Ni siquiera parece haber sentido interés por estas cuestiones, más allá de una cierta identificación genérica, nacida de motivos patrióticos. En cambio, por su personalidad, y también por la práctica de sus responsabilidades, fue listo, de una agudeza práctica que superaba a muchos de los miembros de la clase política de la época. Esa listeza, sin embargo, se combinaba a menudo con la inconstancia y la superficialidad: podía resultar seductor a corto plazo pero, a menudo, una cierta capacidad para la política le hacía encontrar gusto en sus aspectos menos nobles. Aunque en ello hubo variaciones con el transcurso del tiempo, con frecuencia resultaba entremetido, indiscreto o imprudente, pero un historiador poco monárquico le ha calificado más de frivolo que de perverso. A la larga, sus ingeniosidades mordaces, que le llevaron a expresar su asombro por la dedicación a la Metafísica de Ortega o a asegurar que pasar de la presidencia de Maura a la de Sánchez Guerra era semejante a ir del hotel Ritz a la posada del Peine, le resultaron muy contraproducentes. Sin embargo, conociendo sus limitaciones, hay que recordar también que, a lo largo ele su reinado, la mayor parte de los políticos, incluidos quienes estaban en contra de su régimen, no dudaron en atribuirle una voluntad decidida de coadyuvar a la regeneración del país. Si se comprende que los dirigentes republicanos en 1931 se dedicaran a abominar de su persona no se justifica que los historiadores hayan prestado una excesiva atención a la publicística de la época republicana o del final del régimen, nacida ele un propósito partidista. Como suele ser habitual, se cometió en su caso, como en tantos otros, el error de simbolizar en exceso, en su persona, los males del país.