Historia de los reyes de Britania (11 page)

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Authors: Geoffrey de Monmouth

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BOOK: Historia de los reyes de Britania
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Al punto, Claudio hizo traer de Roma a su hija y, con ayuda de Arvirago, conquistó las Oreadas y demás islas adyacentes. Al final del invierno, los legados volvieron con la hija de Claudio y se la entregaron a su padre. La joven se llamaba Gewisa, y era tan peregrina su belleza que despertaba admiración en quien la contemplaba. Y, una vez unida a Arvirago en legítimo matrimonio, despertó en el rey tan gran pasión que prefería su compañía a cualquier otra cosa del mundo. A consecuencia de esto, queriendo que el lugar donde la había desposado adquiriese renombre para siempre, sugirió a Claudio que construyera allí una ciudad que perpetuase la memoria de tan felices nupcias en los tiempos futuros. Claudio aceptó de grado la propuesta de su yerno y ordenó edificar una ciudad que, de su nombre, ha sido llamada hasta el día de hoy Kaerglou, esto es, Gloucester, situada a orillas del Severn, en el confín entre Cambria y Logres. Otros dicen, empero, que tomó su nombre del duque Gloyo, a quien Claudio engendró en dicha ciudad y al que, muerto Arvirago, cedió el timón del ducado cámbrico. Construida la ciudad y pacificada la isla, Claudio regresó a Roma, confiando el gobierno de las provincias insulares a Arvirago.

En aquel tiempo, el apóstol Pedro fundó la iglesia de Antioquía; llegó después a Roma y ocupó allí la sede episcopal, enviando a Marcos evangelista a Egipto a predicar el evangelio que había escrito.

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Tan pronto como Claudio hubo partido, Arvirago comenzó a dar muestras de su capacidad como gobernante: reconstruyó ciudades y fortalezas, y rigió los destinos de su país con tanta firmeza que llegó a ser temido incluso por reyes de países remotos. Lleno de soberbia, miró con desprecio el poder de Roma y rehusó seguir rindiendo vasallaje al senado, reclamándolo todo para sí mismo. Conocidas sus intenciones, Claudio envió a Vespasiano a Britania para reconciliarse con Arvirago o, si fuera preciso, para restituirlo por la fuerza al dominio de Roma. Se disponía Vespasiano a desembarcar en Richborough cuando llegó Arvirago y le impidió arribar al puerto. Traía consigo tan vasta muchedumbre de guerreros que los Romanos se asustaron, y no se atrevieron a tocar tierra por miedo a que los atacasen. De manera que Vespasiano se retiró de aquel puerto y, alzando velas, se dirigió a la costa de Totnes, donde desembarcó. Ya en tierra, marchó hacia Kaerpenhuelgoit, ahora llamada Exonia
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, y se dispuso a asediar la ciudad. Después de haberla sitiado por espacio de siete días sobrevino Arvirago con su ejército y entabló combate con él. Muy maltrechos quedaron ambos ejércitos aquel día, y ninguno de los dos se hizo con la victoria. A la mañana siguiente, la reina Gewisa actuó como mediadora, y ambos caudillos se reconciliaron y enviaron a sus soldados a los cuarteles de invierno. Tan pronto como la estación fría hubo pasado, regresó Vespasiano a Roma y Arvirago permaneció en Britania. Rebasado el umbral de la vejez, Arvirago comenzó a respetar al senado y a gobernar su reino en paz y tranquilidad. Confirmó las viejas leyes tradicionales y promulgó otras nuevas, mostrándose en extremo dadivoso con aquellos que más lo merecían. Su fama se extendió por toda Europa, y los Romanos lo estimaban y lo temían al mismo tiempo, hablándose de él en Roma mucho más que de cualquier otro rey. Juvenal cuenta en su libro cómo un ciego, que hablaba con Nerón acerca de un rodaballo que había capturado, dijo al emperador:

Regem aliquem capíes, aut de temone Britanno decide! Arviragus
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.

Nadie fue más fiero que él en la guerra, ni más benigno en la paz, ni más jovial, ni más generoso a la hora de las dádivas. Cuando llegó al final de sus días, fue sepultado en Gloucester, en el templo que él mismo había consagrado en honor de Claudio.

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Lo sucedió en el reino su hijo Mario, hombre de admirable prudencia y sabiduría. Tiempo después, durante su reinado, un rey de los Pictos, llamado Rodric, vino con gran flota de Escitia
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; desembarcó en la parte septentrional de Britania que se conoce por Albania y empezó a devastar la comarca. Reuniendo a su pueblo, Mario salió al encuentro del invasor y, tras varias batallas, lo mató y obtuvo la victoria. Como recuerdo de su triunfo, ordenó levantar una piedra en la región que después, de su nombre, se llamó Westmaria
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. Una inscripción grabada sobre la piedra ha perpetuado su memoria hasta nuestros días. Muerto Rodric y vencido el pueblo que con él había llegado, Mario les dio la parte de Albania llamada Caithness para que la habitaran. El país era un yermo, pues hacía mucho tiempo que nadie lo ocupaba. Como no tenían mujeres, los Pictos pidieron a los Britanos sus hijas y parientes, pero los Britanos consideraron indigno casar a las mujeres de su raza con tal género de hombres. Luego de recibir esta negativa, los Pictos navegaron rumbo a Hibernia y se unieron con mujeres de aquel país, que les dieron hijos con los que prolongar su linaje. Esto baste en lo que concierne a los Fictos, pues no me propongo relatar su historia, ni la de los Escotos que nacieron de ellos y de las mujeres de Hibernia. En cuanto a Mario, una vez restablecida de manera absoluta la paz en toda la isla, comenzó a manifestar su afecto al pueblo romano pagando puntualmente los tributos que le eran demandados. Animado por el ejemplo de su padre, practicó la justicia, la paz, el ejercicio de las leyes y la honestidad a lo largo y ancho de su reino.

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Cuando llegó a su fin el curso de su vida, su hijo Coilo tomó el gobernalle del reino. Había sido éste criado en Roma desde niño y, educado en las costumbres de los Romanos, mostraba la mayor inclinación hacia ellos. Pagó sin rechistar el tributo, pues veía que todo el mundo estaba sometido a Roma y que su poder sobrepasaba el de cada lugar aislado y el de cada provincia. Así, pues, tributando lo que se le exigía, pudo regir en paz cuanto era suyo. Ninguno de los reyes britanos honró más a los nobles de su reino: o no los molestaba, o los recompensaba con frecuentes regalos.

3. Lucio

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Tuvo un único hijo, cuyo nombre era Lucio. Fue coronado rey a la muerte de su padre, e imitó tanto sus buenas acciones que todos lo consideraban un segundo Coilo. Sin embargo, queriendo terminar mejor aún de lo que había empezado, envió cartas al Papa Eleuterio pidiéndole ser recibido en la fe cristiana. Los milagros realizados por los jóvenes misioneros de Cristo en diversas naciones habían disipado las nieblas de su mente, y, suspirando por la verdadera fe, fue escuchado en su piadosa petición: el santo pontífice, al saber de su devoción, le envió a dos de sus más religiosos doctores, Pagano y Duviano, para que, predicando la encarnación de la palabra de Dios, le administraran el sagrado bautismo y lo convirtieran a Cristo. No tardaron los pueblos de todas las naciones de Britania en seguir el ejemplo de su rey: purificados por el mismo sacramento, fueron restituidos al reino de los cielos. Una vez que los santos doctores pusieron fin al paganismo en casi toda la isla, consagraron al Dios único y a sus santos los templos que habían sido erigidos en honor de múltiples dioses, asignándoles diversas congregaciones de clérigos. Había por aquel entonces en Britania veintiocho flámines
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y tres archiflámines
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, a cuya jurisdicción estaban sujetos los demás jueces y sacerdotes. Por mandato del Papa, arrancaron a éstos de la idolatría, y donde había flámines instalaron obispos y, donde había archiflámines, arzobispos. Las sedes de los archiflámines habían sido tres muy nobles ciudades, a saber, Londres, Eboraco y Ciudad de las Legiones, cuyo emplazamiento a orillas del Usk, en la región de Glamorgan, todavía atestiguan viejas murallas y edificios. A estas tres ciudades fueron sometidos, una vez desterrada la superstición, los veintiocho obispos, y diversas parroquias a cada obispado. Deira
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y Albania, las regiones que el gran río Humber separa de Logres, cayeron bajo la jurisdicción del metropolitano de Eboraco; Logres y Cornubia, bajo la del de Londres; a estas dos últimas provincias el Severn las separa de Cambria o Gales, que dependía del arzobispado de Ciudad de las Legiones.

Finalmente, una vez ordenado todo, los prelados volvieron a Roma y pidieron al santo Papa que confirmara cuanto habían hecho. Dio su aprobación el pontífice, y Pagano y Duviano regresaron a Britania acompañados de otros muchos religiosos, con cuyas enseñanzas el linaje de los Britanos fue en poco tiempo corroborado en la fe de Cristo. Sus nombres y hechos se encuentran recogidos en el libro que Gildas escribió sobre la victoria de Aurelio Ambrosio, donde la materia es tratada de una manera tan luminosa que no hay ninguna necesidad de insistir en ella en mi estilo, mucho más tosco.

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Lucio, entretanto, aquel famoso rey, viendo cómo se había propagado en su reino el culto de la verdadera fe, exultaba de gozo. Decidió entonces dar mejor uso a todas las posesiones y tierras que habían pertenecido con anterioridad a los templos idólatras, poniéndolas en manos de las iglesias de los fieles. Y sintiendo que debía otorgarles aún mayor honor, aumentó su patrimonio con más campos y casas, y ratificó su poder con todo tipo de privilegios. Se hallaba Lucio en estos y otros lances que formaban parte del mismo plan cuando dejó esta vida en la ciudad de Gloucester y fue enterrado con todos los honores en la iglesia de la primera sede metropolitana
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, en el año 156 de la encarnación del Señor. No tuvo hijos, lo que, a su muerte, originó discordias entre los Britanos y debilitó el poder romano sobre la isla.

4. Severo

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Cuando el fallecimiento de Lucio se supo en Roma, el senado envió como legado al senador Severo al mando de dos legiones, para volver a colocar el país bajo su dominio. Tan pronto como Severo desembarcó, trabó combate con los Britanos y obligó a algunos de ellos a sometérsele. A los que no pudo vencer los acosó con incesantes y crueles embestidas, rechazándolos hacia Albania, la actual Escocia. Desde allí los Britanos, con Fulgencio como caudillo, opusieron muy viva resistencia, infligiendo con frecuencia enorme matanza tanto a los Romanos como a sus propios compatriotas, ya que Severo había alistado en su ejército a cuantos nativos de la isla encontraba a su paso, y así es como a menudo regresó victorioso. Gravemente dañado por las correrías del enemigo, el emperador mandó construir una empalizada entre Deira y Albania
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para frenar las incursiones de Fulgencio. Se recaudó a tal efecto un impuesto extraordinario, y levantaron una muralla de mar a mar. Durante muchos años, ese muro logró detener los ataques enemigos. Fulgencio, por su parte, cuando no pudo resistir por más tiempo a Severo, navegó rumbo a Escitia, esperando recuperar su dignidad anterior con ayuda de los Fictos. Reuniendo a todos los jóvenes de ese país, volvió a Britania con una flota colosal y puso sitio a Eboraco. Cuando las demás tribus se enteraron, la mayor parte de los Britanos abandonaron a Severo y se unieron a Fulgencio. No flaqueó Severo en sus propósitos. Reunió a sus Romanos y a los Britanos que aún permanecían con él, marchó sobre la ciudad sitiada y entabló combate con Fulgencio. Cuando se combatía con más saña, Severo fue muerto, junto con muchos de los suyos, y Fulgencio fue mortalmente herido. Severo fue sepultado en Eboraco, que sus legiones habían conseguido liberar.

5. Basiano, Carausio, Alecto y Asclepiodoto

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Dejó Severo dos hijos, Basiano y Geta. La madre de Geta era romana, y britana la de Basiano. Al morir su padre, los Romanos elevaron a Geta a la realeza, favoreciéndolo porque era Romano por los cuatro costados. Los Britanos se negaron a aceptar a Geta y eligieron a Basiano, toda vez que se hallaba unido a ellos por la sangre materna. Se enzarzaron, pues, ambos hermanos en una guerra en la que Geta perdió la vida y Basiano se apoderó del reino.

En aquel tiempo vivía en Britania un joven llamado Carausio, de humildísima cuna. Después de haber mostrado su valor en muchas batallas, partió a Roma y pidió permiso al senado para equipar una flota de navíos y defender con ellos las costas de Britania de los ataques bárbaros. Si se lo otorgaban, prometía que sus hazañas serían tantas y tan grandes que Roma alcanzaría mayor gloria y prestigio que si el propio reino de Britania le fuese entregado. Luego que hubo engañado al senado con sus promesas, obtuvo lo que pedía y regresó a Britania con todos los papeles en regla. Reúne al punto naves, embarca en ellas a lo más granado de la juventud britana y se hace a la mar, recorriendo las costas del reino y sembrando el mayor alboroto posible entre sus habitantes. En el ínterin, desembarca en las islas cercanas al litoral devastando sus campos, destruyendo ciudades y fortalezas, y despoja de todo lo que tienen a los isleños. Obrando así, consigue que se le unan cuantos apetecen lo ajeno, de manera que en muy poco tiempo se encuentra al frente de un ejército al que ninguno de los príncipes vecinos es capaz de oponerse. Crecido su ánimo por el éxito, se hace elegir rey por los Britanos, prometiéndoles que aniquilará a los Romanos y limpiará de extranjeros toda la isla. Cuando hubo obtenido lo que pedía, presentó al punto batalla a Basiano, lo mató y empuñó el gobernalle del reino. Se dio la circunstancia de que a Basiano lo traicionaron los Fictos, los mismos a quienes Fulgencio, el propio hermano de su madre, había introducido en Britania. En lo más crudo del combate, corrompidos por las promesas y los sobornos de Carausio, desertaron de Basiano justamente cuando tenían que haber acudido en su auxilio y cargaron contra sus compañeros de armas. Los hombres del rey se quedaron estupefactos, sin saber quién era su enemigo y quién su aliado, y abandonaron a toda prisa el campo, alzándose Carausio con el triunfo. Después de la victoria, dio éste a los Pictos un lugar de asentamiento en Albania, donde permanecieron desde entonces, mezclados con los Britanos.

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Cuando la usurpación de Carausio se supo en Roma, el senado envió a Alecto como legado, con tres legiones, para que diese muerte al tirano y restituyera el reino de Britania a la dominación romana. Nada más desembarcar, se enfrentó con Carausio, lo mató y se instaló a su vez en el trono. Desde allí dirigió la matanza de muchos Britanos, con el pretexto de que habían roto la alianza con Roma uniéndose a Carausio. Los Britanos no soportaron estas represalias y eligieron rey a Asclepiodoto, duque de Cornubia, y haciendo causa común fueron al encuentro de Alecto, provocándolo a combatir. Se hallaba éste entonces en Londres, celebrando una fiesta en honor de sus dioses patrios. Al enterarse de la llegada de Asclepiodoto, interrumpió el sacrificio, salió de la ciudad con toda su fuerza y trabó con él encarnizadísima batalla. Fue Asclepiodoto el vencedor. Desbarató las filas de Alecto, lo obligó a huir y, en la persecución, dio muerte a muchos miles de enemigos y al propio rey. Una vez decantada así la victoria del bando de Asclepiodoto, Livio Galo, camarada de Alecto, se retiró a Londres con los Romanos supervivientes. Cerró las puertas de la ciudad, fortificó las torres y las demás defensas. Pensaba así resistir a Asclepiodoto o, al menos, evitar una muerte inminente. En cuanto Asclepiodoto se dio cuenta de lo que su enemigo había hecho, puso sitio inmediatamente a la ciudad y comunicó a todos los notables de Britania que había muerto a Alecto y a muchos miles de sus hombres, y que asediaba ahora a Galo y a los restos de los Romanos al pie de Londres. Les rogaba, por tanto, encarecidamente que acudieran todos y cada uno de ellos en su ayuda lo más rápidamente posible, pues la raza de los Romanos sería fácilmente borrada de Britania si todos juntos atacaban con un ejército común a los sitiados. Acudieron a su llamada los Demecios y Venedocios, los Deiros, los Albanos y los demás Britanos sin excepción. Reunidos todos a la vista de su caudillo, éste ordena construir innumerables máquinas de guerra con las que derribar las murallas de la ciudad. Y es obedecido. No hay hombre que no contribuya a la tarea en la medida de sus fuerzas y de su valor. Pronto invaden impetuosamente la ciudad y, abatiendo al punto los muros, se abren paso y siembran la matanza entre los Romanos. Cuando éstos vieron que estaban siendo aniquilados uno tras otro, aconsejaron a Galo que se rindiera y que pidiese merced a Asclepiodoto, a fin de que les permitiera salir de allí con vida. Habían sido muertos ya casi todos, excepto una sola legión, que continuaba resistiendo lo mejor que podía. Galo estimó oportuno el consejo y se entregó con los suyos a Asclepiodoto. Se hallaba éste proclive a la piedad cuando llegaron los Venedocios y, avanzando en formación, los decapitaron a todos en una misma jornada a orillas de un torrente cercano a la ciudad al que después llamaron, del nombre del caudillo, Nantgalim en lengua británica y Galabroc
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en sajón.

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