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Authors: Geoffrey de Monmouth

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Historia de los reyes de Britania (27 page)

BOOK: Historia de los reyes de Britania
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Arturo, en efecto, informado de la matanza infligida a sus hombres, se había adelantado con su legión y, desenvainando a Caliburn, su magnífica espada, animaba a sus compañeros con grandes voces, diciéndoles:

—«¿Qué estáis haciendo, camaradas? ¿Vais a permitir que esos afeminados salgan de ésta sanos y salvos? ¡Ninguno debe escapar vivo! Recordad vuestras manos diestras, que, ejercitadas en innumerables combates, sometieron treinta reinos a mi poder. Recordad a vuestros mayores, a quienes los Romanos, entonces en el apogeo de su fuerza, hicieron tributarios. Recordad vuestra libertad, que esos aprendices de hombres quieren arrebataros, y eso que son más débiles que vosotros. ¡Qué ni uno solo de ellos escape vivo! ¡Ni uno solo! ¿Qué estáis haciendo?».

Estas y muchas otras cosas gritaba mientras cargaba contra los enemigos y los derribaba y hería. Un solo golpe suyo bastaba para dar muerte a aquel que se cruzara en su camino o al caballo en que fuese montado. Los Romanos huían de él como el ganado del feroz león, cuando el hambre cruel lo mueve a devorar todo lo que el azar pone a su alcance. Y de nada servían sus armaduras cuando Caliburn, firmemente empuñada por la diestra de rey tan esforzado, los obligaba a vomitar sus almas al mismo tiempo que su sangre. Dos reyes, a saber, Sertorio de Libia y Politetes de Bitinia, tropezaron, para desgracia suya, con él, y al punto les cortó las cabezas y los envió al Tártaro. Viendo pelear de esa manera a su rey, los Britanos cobraron más audacia y acometieron como un solo hombre a los Romanos, avanzando en compacta formación. Mientras la infantería atacaba por una parte, los jinetes lo hacían por la otra, intentando derribar el mayor número posible de enemigos y pugnando por atravesar sus líneas. Resisten enconadamente los Romanos, y Lucio, su ilustre caudillo, los exhorta a tomar venganza en los Bótanos de la carnicería llevada a cabo por Arturo. Ambos bandos se baten con tanta rabia como si la batalla acabase de empezar. Arturo, por su parte, multiplicaba más y más sus golpes sobre el enemigo —como ya he dicho antes—, y exhortaba a los Britanos a persistir en su embestida. En cuanto a Lucio, no dejaba de animar a los Romanos y guiaba sus contraataques, haciendo prodigios de valor; iba de un lado a otro de sus líneas sin dar un solo instante de reposo a su brazo y dando muerte a todo aquel que se cruzaba en su camino, ya con la espada, ya con la lanza. Espantosa rué la carnicería por ambos bandos, pues unas veces eran los Britanos y otras los Romanos quienes llevaban la mejor parte.

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Finalmente, mientras estaban así las cosas en el campo de batalla, he aquí que Morvid, señor de Gloucester, se presentó en súbita carrera con la legión que —como dije antes— se hallaba de reserva en las colinas y atacó por la retaguardia a los enemigos cuando menos se lo esperaban, rompiendo sus filas, dispersándolos e infligiéndoles gran mortandad. Muchos miles de Romanos encontraron su fin entonces, entre ellos el propio Lucio, muerto por una lanza anónima en medio de sus tropas. Los Britanos insistieron y, no sin grandes esfuerzos, se alzaron con la victoria.

Puestos en fuga, parte de los aterrados Romanos buscó refugio en bosques y terrenos incultos, y parte lo hizo en ciudades y castillos, buscando cada uno los lugares que le parecían más seguros. Pero los Britanos, persiguiéndolos con ahínco, les daban miserable muerte, los capturaban y despojaban, de manera que los vencidos, en su gran mayoría, ofrecían voluntariamente las manos a las cadenas, como hacen las mujeres, con la sola esperanza de prolongar sus vidas un poco más. Todo lo cual había sido dispuesto por la divina providencia, puesto que antaño sus antepasados habían oprimido injustamente a los nuestros, y ahora los Britanos, defendiendo su libertad, la misma que los Romanos les querían arrebatar, habían obtenido el triunfo sobre sus enemigos, tras negarse a pagar el tributo contrario a derecho que les habían demandado.

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Asegurada la victoria, Arturo ordenó separar los cuerpos de sus barones de los cadáveres enemigos y, una vez separados, dispuso que los prepararan para los funerales como si de reyes se tratase y que fuesen conducidos a las abadías de sus respectivas provincias para ser enterrados con todos los honores. Bedevere el copero fue trasladado, entre grandes lamentaciones, por sus Neustrienses a Bayeux, la ciudad que su abuelo Bedevere I había fundado; allí fue inhumado con todos los honores junto a las murallas, en cierto cementerio al sur de la ciudad. Kay, gravemente herido, fue transportado a Chinon, la ciudad que él mismo había construido; murió poco después y fue sepultado, como convenía a su dignidad de duque de los Andegavenses, en cierto bosque perteneciente a una comunidad de ermitaños, no lejos de la ciudad. A Holdino, duque de los Rutenos, lo llevaron a Flandes, y fue enterrado en Thérouanne, su ciudad. El resto de los condes y barones fue trasladado, siguiendo las órdenes de Arturo, a las abadías vecinas. Se compadeció también nuestro rey de los enemigos y ordenó a los habitantes de la comarca que les dieran sepultura. Hizo enviar el cuerpo de Lucio al senado, con un mensaje que decía que no debían esperar ningún otro tributo de Britania. Después pasó el invierno en aquellos parajes y encontró tiempo para someter las ciudades de los Alóbroges. Llegó el verano, y, cuando se disponía a marchar sobre Roma y había comenzado a atravesar las montañas
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, le anunciaron que Mordred, su sobrino, a cuyo cargo había quedado Britania, se había coronado a traición rey de la isla, usurpando su trono, y que, además, la reina Ginebra, rompiendo el vínculo de sus primeras nupcias, se hallaba unida a Mordred en abominable adulterio.

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Tampoco silenciará Geoffrey de Monmouth, ¡oh ilustre duque!
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, las guerras que Arturo mantuvo con su sobrino al volver a Britania. Utilizará para ello el antedicho libro en lengua británica que le dio a conocer Walter de Oxford, varón versadísimo en infinidad de historias, y describirá brevemente y con pobre estilo las batallas que enfrentaron a aquel ínclito rey con el usurpador Mordred. Tan pronto como llegó a sus oídos la infamia de crimen tan notorio, Arturo suspendió el ataque que tenía planeado llevar a cabo contra León, emperador de los Romanos. Envió a Hoel, rey de Armórica, a pacificar el país con un ejército de Galos, y él regresó a Britania en seguida, acompañado tan sólo de los reyes de las islas y sus respectivos ejércitos. Por su parte, ese traidor y criminal Mordred había mandado a Germania a Chelric, caudillo de los Sajones, para que recluíase allí el mayor número posible de guerreros y, una vez reclutados, regresara con ellos a toda vela. Mordred se había comprometido a entregar a Chelric la parte de la isla que se extiende desde el río Humber hasta Escocia y todas las posesiones de Canda que pertenecieran a Horsa y Hengist en tiempos de Vortegirn. Siguiendo las instrucciones de Mordred, Chelric desembarcó en Britania con ochocientas naves llenas de paganos armados y rindió vasallaje al traidor como si del rey se tratase. Mordred se había atraído a Escotos, Fictos, Hibernenses y a cuantos le constaba que odiaban a su tío. Disponía de unos ochenta mil hombres en total, entre paganos y cristianos. Acompañado de tropa tan numerosa y confiando plenamente en su ayuda, salió al encuentro de Arturo, que acababa de llegar a Richborough e infligió gran matanza a su hueste. En aquella jornada cayeron Angusel, rey de Albania, y Gawain, sobrino del rey, y muchísimos otros leales. A Angusel lo sucedió en el trono Iwen, el hijo de su hermano Urián, un joven que cobraría fama en las guerras que siguieron por las numerosas hazañas que llevó a cabo. Al final, y no sin grandes dificultades, los hombres de Arturo ocuparon la costa, pusieron en fuga a Mordred y su ejército y los derrotaron por completo. En efecto, curtidos como estaban en cien batallas, habían dispuesto sus tropas con más destreza que el enemigo, distribuyéndolas en infantes y jinetes, y ambas líneas combatían de tal forma que cuando la infantería atacaba o se defendía, la caballería cargaba en oblicuo, pugnando por romper la formación enemiga. Fue así como los obligaron a huir. Sin embargo, el usurpador logró reunir a los suyos y se retiró a Güintonia esa misma noche. Cuando la reina Ginebra lo supo, perdió al instante toda esperanza y huyó desde Eboraco a Ciudad de las Legiones; allí, en la iglesia de Julio Mártir, tomó hábitos de monja y prometió vivir castamente.

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Arturo no cabe en sí de ira, al ver muertos a tantos cientos de camaradas. Dio tierra a los caídos y, al tercer día, marchó sobre Güintonia y puso sitio al canalla que había buscado refugio allí. No por ello renunció Mordred a sus planes; antes bien, animó de mil maneras a sus partidarios y, saliendo con sus tropas de la ciudad, presentó batalla a su tío. Cunde la mortandad en ambos bandos, pero son mayores las pérdidas en el ejército de Mordred, y ello le obliga a abandonar vergonzosamente el campo. No se preocupa siquiera de enterrar a sus muertos, sino que, conducido por el veloz remero de la fuga, se dirige a Cornubia.

Mucho lamenta Arturo en su interior que su sobrino se le escape tan a menudo. Al punto lo persigue hasta Cornubia y allí, a orillas del río Kamblan
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, se encuentra con que Mordred lo está esperando. El usurpador, siendo como era el más intrépido de los hombres y el primero a la hora de atacar, dispuso al punto a sus soldados en orden de batalla, decidido a vencer o morir antes que a seguir huyendo como había hecho hasta entonces. Le quedaban todavía sesenta mil hombres, a los que dividió en seis batallones, compuesto cada uno de seis mil seiscientos sesenta y seis guerreros. Con el resto formó un solo batallón que tomó bajo su mando, asignando capitanes a los demás. Una vez alineados todos de esa manera, Mordred los animaba uno por uno, prometiéndoles las posesiones del enemigo si combatían hasta conseguir la victoria. Por su parte, Arturo ordenó a sus huestes para la inmediata batalla. Distribuyó a sus hombres en nueve divisiones de infantería en forma de cuadrado, con alas derecha e izquierda, y puso un jefe al frente de cada una de ellas. Acto seguido, exhorta a sus soldados a acabar con esos perjuros y ladrones que, venidos de tierras extrañas a la isla por orden del traidor que usurpa su trono, quieren arrebatarles sus haciendas y su honor patrio. Les dice también que esa abigarrada colección de bárbaros llegados de diversos reinos no es más que un puñado de novatos sin experiencia en el arte de la guerra y que de ninguna manera pueden compararse con ellos, valientes veteranos curtidos en cien combates, con tal que los ataquen con denuedo y peleen como hombres. Mientras ambos caudillos arengan de ese modo a sus tropas, las vanguardias de uno y otro ejército se encuentran y se generaliza la batalla, esforzándose cada bando en descargar el mayor número posible de golpes sobre el contrario. Se hace doloroso y penoso describir la carnicería que por ambas partes se produjo, los lamentos de los moribundos, la furia de los atacantes. Aquí y allá los combatientes herían y recibían heridas, mataban y eran muertos. Cuando una buena parte del día se hubo gastado de esa guisa, cargó Arturo con su tropa personal, compuesta por seis mil seiscientos sesenta y seis hombres, contra el batallón donde sabía que estaba Mordred, y, abriéndose paso a punta de espada, logró romper la formación e infligir a sus enemigos terrible mortandad. Allí encontró su fin aquel infame traidor y, con él, muchos de sus partidarios. Sin embargo, el ejército de Mordred no emprendió la huida al ver muerto a su jefe; antes bien, acudiendo de todas partes, se dispusieron a resistir en sus puestos con todo el coraje que pudieron reunir. La lucha se hizo más encarnizada que nunca; muchos de los caudillos de ambos bandos que participaban en ella con sus tropas cayeron en la refriega. Por parte de Mordred cayeron los sajones Chelric, Elaf, Egbrict y Brunig; los hibernenses Gilopatric, Gilamor, Gilasel y Guarno; y los capitanes pictos y escotos, con casi todos sus guerreros. Por parte de Arturo murieron Obrict, rey de Noruega
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, Asquilo, rey de Dinamarca, Cador Limenic y Casibelauno, junto con muchos miles de sus vasallos, tanto Britanos como pertenecientes a los demás pueblos que había traído consigo. Y el propio Arturo, aquel famoso rey, fue herido mortalmente y, trasladado desde allí a la isla de Avalón a fin de curar sus heridas, cedió la corona de Britania a su primo Constantino
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, hijo de Cador, duque de Cornubia, en el año 542 de la encarnación del Señor.

VII.
LA CAÍDA DEL IMPERIO BRITANO: LOS SUCESORES DE ARTURO
1. De Constantino a Blederic, Margadud y Cadvano

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Una vez coronado el nuevo rey, los Sajones y los dos hijos de Mordred se sublevaron contra él, pero no pudieron derrocarlo y, tras una larga serie de batallas, huyó el uno a Londres y el otro a Güintonia, tomando posesión de esas dos ciudades.

Por aquel entonces murió Daniel, santo y devotísimo prelado de la iglesia de Bangor, y Teono, obispo de Gloucester, fue promovido al arzobispado de Londres. Fue entonces también cuando falleció David, santísimo arzobispo de Ciudad de las Legiones, en la ciudad de Menevia, en su propia abadía, a la que amaba más que a ningún otro monasterio de su diócesis, porque había sido fundada por San Patricio, quien profetizara su nacimiento. Se encontraba David pasando allí una temporada con sus frailes cuando, afectado por una repentina enfermedad, murió y, por orden de Malgón, rey de los Venedocios, fue sepultado en la misma iglesia. La sede metropolitana vacante fue ocupada por Kinoc, prelado de la iglesia de Llanbadarn, que accedió así a tan alto rango.

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Pero Constantino persiguió a los Sajones y los sometió a su autoridad, conquistando las dos ciudades que antes mencioné. Al primero de los jóvenes, que se había refugiado en la iglesia de San Anfíbalo, lo mató delante del altar; el segundo se hallaba oculto en Londres, en el monasterio de ciertos monjes, pero Constantino lo encontró y allí mismo, junto al altar, lo mató sin piedad. Tres años después, fue muerto él a su vez por Conan y lo enterraron junto a Úter Pendragón, en el círculo de piedras que, erigido con maravilloso artificio no lejos de Salisbury, se llama en la lengua de los anglos Stonehenge.

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Sucedió a Constantino en el trono su sobrino Aurelio Conan, joven de admirable valor que se coronó rey de toda la isla. Habría sido digno de portar la diadema si no hubiese fomentado las discordias civiles. Atacó, en efecto, a su propio tío, heredero legítimo de Constantino, y, tras arrojarlo en prisión y matarle a sus dos hijos, obtuvo el reino, muriendo en el segundo año de su reinado.

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