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Authors: Indro Montanelli

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Historia de Roma (21 page)

BOOK: Historia de Roma
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Los prólogos que el actor recitaba antes de que se alzase el telón, contenían recomendaciones a las mamas para que les sonasen las narices a sus niños antes de que empezase el espectáculo, o de llevarse a casa a los que gimoteaban. Debía de tratarse de plateas ruidosas e indisciplinadas, que interrumpían frecuentemente el recitado con frases mordaces y pullas groseras y que a menudo ni siquiera se daban cuenta de cuándo terminaba el espectáculo, que, efectivamente, concluía con un
nunc plaudite omnes
, o sea con una invitación al aplauso.

Los actores eran, en general, esclavos griegos, menos el protagonista que podía ser un ciudadano romano. El cual, empero, al entregarse a aquella carrera perdía sus derechos políticos, como ocurría en Francia hasta el siglo XVII. Los papeles femeninos eran interpretados también por hombres. Mientras el público fue limitado, se contentaban con una somera caracterización. Mas cuando, en el siglo II antes de Jesucristo, las plateas comenzaron a rebosar de público, se introdujo, para distinguir los caracteres, el uso de las máscaras, que se llamaban
personae
, del etrusco
phersu
. Así que
dramatis personae
significa literalmente «máscaras del drama». Cuando se trataba de tragedias, los actores que las encarnaban calzaban los
coturnos
, que eran zapatos con tacones, y cuando se trataba de comedias, llevaban el
soccus, o
sea zapato bajo. También entonces, como hoy, hubo continuos conflictos entre público y censura, que vigilaba atentamente la obra. Fue basándose en una ley de las Doce Tablas, que prohibía la sátira política y preveía hasta la pena de muerte, que el pobre Nevio había sido expulsado y, para no seguir su suerte, sus sucesores lo tomaron todo prestado a Grecia; escenas, caracteres, situaciones, indumentaria y hasta los nombres de las monedas. Los criterios en que se inspiraba aquella policíaca censura eran, como siempre, burocráticos y absurdos. Permitían cualquier obscenidad, con tal de que no sugiriesen críticas contra el Gobierno y los ciudadanos de posición.

Afortunadamente, los ediles que organizaban aquellos espectáculos para complacer a la masa y granjearse sus votos, estaban siempre de parte de los autores y les protegían. Plauto debió tener de la suya uno. muy poderoso para permitirse todo lo que se le permitió. De no haber sido por él, el teatro romano no hubiera nacido siquiera. Se habría quedado en una imitación del griego y nosotros no encontraríamos en él ese espejo de una sociedad que, bien o mal, nos ha proporcionado.

Mas aquel relajamiento de frenos se produjo sobre todo porque soplaba un viento de «libre pensamiento». Lo habían traído los «gréculos», como les llamaban por mofa los romanos, escarnio que no les impedía tomarles por maestros. Prisioneros de guerra importados de Grecia en calidad de rehenes o de esclavos, fueron efectivamente los primeros
gramáticos, retóricos
y
filósofos
que abrieron escuela en Roma. En 172, el Senado descubrió entre ellos a dos seguidores de Epicuro, y les expulsó. Pocos años después, Crates de Males, director de la Biblioteca del Estado en Pérgamo y jefe de la escuela estoica, fue a Roma como embajador, se rompió una pierna y, en espera de curar, se puso a dar conferencias. En 155, Atenas mandó en misión diplomática tres filósofos (ya no tenía más que aquéllos): Carnéades el platónico, Crito-lao el aristotélico, y Diógenes el estoico. También dieron conferencias, y Catón, cuando oyó a Carnéades afirmar que los dioses no existían y que justicia e injusticia no eran sino convencionalismos, corrió al Senado y pidió la repatriación de los tres atenienses.

La obtuvo, pero de poco sirvió, visto que el pensamiento y la cultura griegos estaban patrocinados por muchos de los propios romanos, y de los más influyentes, que los habían ya absorbido. Flaminino poseía en su casa una galería llena de estatuas de Policleto, Fidias, Scopas y Praxíteles. Emilio Paulo, del botín acopiado a expensas de Perseo, había separado la biblioteca del rey, y con ella educaba a sus hijos. El más joven de éstos, cuando él murió, fue adoptado por Publio Cornelio Escipión, hijo
del Africano
. Tomó el nombre y, como Publio Cornelio Escipión Emiliano emuló al abuelo destruyendo Cartago, fue jefe de aquel poderoso linaje y lo convirtió todo al helenismo.

Guapo y rico como era, de modales afables, inteligencia pronta y honradez incorruptible (al morir, dejó tan sólo treinta y tres libras de plata y dos de oro), estaba perfectamente indicado para convertirse en el ídolo de los salones que en aquel momento comenzaban a pulular. Polibio vivió durante años como huésped en su casa, donde acudía también cotidianamente Panecio, otro griego de Rodas, de sangre aristocrática y de escuela estoica. Su libro
De los deberes
, que Escipión probablemente sugirió e inspiró, fue el texto sobre el cual se formó la «juventud dorada» de Roma. A diferencia de los antiguos, los nuevos estoicos no predicaban la virtud absoluta y no invocaban una completa indiferencia a la suerte y a la desgracia. Querían tan sólo proponer un equivalente, lleno de compromisos, pero decente, a una fe que ya no regía las costumbres de Roma. Era la indulgencia que sustituía al severo puritanismo de un tiempo.

El salón de Escipión tuvo una influencia enorme. Descollaron en él, además de Flaminino, Gayo Lucilio y Gayo Lelio, cuya fraternidad con el dueño de la casa inspiró a Cicerón el libro
De amicitia
. Se debatían ideas aladas. Se entusiasmaban por lo bello. Eran obligatorios modales refinados, ideas originales y valiosas, y, sobre todo, una lengua pulcra, brillante, sin acento; una lengua que después, en manos de Catulo, que frecuentó aquellos ambientes, tornóse en la literaria y culta de Roma, pero que, en boca de los personajes de Terencio, el público silbó porque la notaba artificial y alejada de la suya.

CAPÍTULO XIX

LOS GRACOS

Fue en uno de aquellos salones donde se preparó la revolución. La cual, contrariamente a lo que se cree, no nace jamás en las clases proletarias, que después le prestan la mano de obra, sino en las altas, aristocráticas y burguesas, que luego la pagan. Siempre es, más o menos, una forma de suicidio. Una clase no se elimina sino cuando ya se ha eliminado a sí misma Cornelia, hija de Escipión
el Africano
, había casado con Tiberio Sempronio Graco, el tribuno que puso el veto a la condena de Lucio, el hermano del héroe de Zama. Había sido una manifestación de nepotismo al revés porque, al hacerlo, salvó, en resumidas cuentas, al tío de su mujer. Mas, no obstante esta comprensible flaqueza, Sempronio había seguido gozando fama de hombre integro, y la merecía. Elegido censor y después cónsul por dos veces, administró España con criterios liberales y métodos ilustrados. De Cornelia tuvo doce hijos, nueve de los cuales fallecieron en temprana edad. Cuando a su vez murió él, a Cornelia sólo le quedaban tres: dos varones, Tiberio y Cayo, y una hembra, Cornelia, deforme, no se sabe si de nacimiento o a causa de parálisis infantil.

Mamá Cornelia fue una viuda ejemplar y una gran educadora. Debía de ser también guapetona, porque, según el decir de Plutarco, un rey egipcio la pidió por esposa. Ella respondió orgullosamente que prefería quedarse en hija de un Escipión, suegra de otro y en madre de los Gracos. En aquel momento, la segunda, Cornelia se había casado ya, en efecto, con el destructor de Cartago. No fue, según parece, un matrimonio de amor, sino sólo de conveniencia, como se solía hacer en aquella sociedad para robustecer las alianzas.

Pero Cornelia era también algo que en Roma jamás se había visto antes; una gran «intelectual» y una exquisita
maltresse de maison
. Su salón, donde se reunían las más ilustres personalidades de la Política, las Artes y la Filosofía, semejaba a los de ciertas damas francesas del siglo
XVIII
y asumió, aproximadamente, las mismas funciones. Dominaba en él, también por razones de parentesco, el llamado «círculo de los Escipiones» con Lelio, Flaminio, Polibio, Gayo Lucilio, Mucia Escévola y Mételo
el Macedónico
. Por la sangre, la inteligencia y la experiencia era lo mejor que había en Roma en aquel tiempo. ¡Pero cuan diferentes eran aquellos nuevos
leaders
de sus padres y abuelos! De momento, aceptaban como inspiradora a una mujer. Después, se bañaban todos los días, cuidaban mucho del vestir y no estaban en absoluto convencidos de que Roma tuviese que dar lecciones al mundo. Es más, estaban convencidos de lo contrario: o sea, de que tenían que ir a la escuela. A la escuela de Grecia.

Las conversaciones que se sostenían en aquel salón no eran revolucionarias, sino «progresistas». Debían de parecerse vagamente a las que ahora se mantienen entre «liberales de izquierdas», radicales y activistas.

Y dado que todas eran personas bien introducidas, sabían lo que se decían, y lo que decían tenía eco después en el Senado y el Gobierno.

La situación de Roma no era, en efecto, grata, y autorizaba las más profundas críticas y las más sombrías previsiones. La Urbe digería mal el inmenso imperio que con tanta rapidez había engullido. El trigo de Sicilia, de Cerdeña, de España y de Africa, volcado en sus mercados a bajo precio porque estaba producido a bajo costo con el trabajo gratuito de los esclavos, estaba llevando a la ruina económica a aquella Italia rústica de cultivadores directos, pequeños y medios propietarios, que había constituido el mejor baluarte contra Aníbal y proporcionado los mejores soldados para derrotarle. No pudiendo soportar la competencia, procedían a vender sus modestas fincas que quedaban absorbidas en los latifundios. Una ley de 220, que prohibía el comercio a los senadores, les obligaba a invertir en la agricultura los capitales que habían acumulado con el botín de guerra. Y mucha parte de las tierras confiscadas al enemigo eran concedidas a especuladores para resarcirles del dinero que éstos habían prestado al Estado. Pero ni especuladores ni senadores eran ya hidalgos campesinos. Habituados a vivir en la ciudad, entre sus comodidades y molicies, entre la política y los negocios, no estaban dispuestos a abandonarla para volver a la vida sencilla y frugal de sus estoicos antepasados. Así que hacían lo que todavía hacen hoy ciertos barones de la Italia meridional: una vez adquirido un latifundio, lo daban en arriendo a un administrador, que con el trabajo gratuito de los esclavos trataba de hacerlo producir lo más posible, para el dueño y para sí, explotando al máximo el vigor de los hombres y los recursos del suelo, sin pensar en el mañana.

Sobre esta crisis económica se injertaba otra, social y moral: la de una sociedad que, habituada a basarse sobre sus pequeños y libres cultivadores, ahora se iba confiando cada vez más en el saqueo en el exterior y en la esclavitud en el interior. Volcábanse esclavos en Roma como un caudaloso torrente. Cuarenta mil sardos fueron importados de golpe en 177, ciento cincuenta mil epirotas diez años después. Los «mayoristas» de esta mercancía humana iban a acapararla siguiendo a las legiones que la suministraban y que ya habían alcanzado, al socaire de las catástrofes de los imperios griego y macedonio, Asia, el Danubio y hasta los confines de Rusia. La abundancia era tal que transacciones de diez mil cabezas a la vez eran normales en el mercado intercontinental de Delos, y el precio bajaba hasta quinientas liras cada una.

En la ciudad, los esclavos suministraban ya la mano de obra en los talleres de los artesanos, en las oficinas, en los Bancos, en las fábricas, condenando a la desocupación y a la indigencia a los ciudadanos que antes estaban empleados en ellos. Las relaciones con los contratistas variaban según el temperamento de cada uno de éstos. Alguno había que pese a no estar obligado a nada con el esclavo, procuraba tratarle humanamente. Pero la ley económica de los precios y de la competencia ponía un límite a esas humanas disposiciones. Quería que se exigiese cada vez más y que se concediese cada vez menos.

En el campo, la miseria del esclavo era todavía más extrema que en los tiempos en que eran una mercancía rara, y una vez en la casa acababa por formar parte de ella como un pariente joven. La modestia de las propiedades y la escasez de brazos hacían directas y humanas las relaciones con el amo. Pero en los latifundios, donde los esclavos eran contratados a cuadrillas, el amo no se dejaba ver, y en su puesto estaba un cómitre escogido entre la peor canalla, que procuraba ahorrar hasta lo imposible en comida y andrajos, que era el único salario de aquellos desdichados; los cuales, si desobedecían o se quejaban, eran echados, cargados de cadenas a una
ergastula
bajo tierra.

En 196 hubo una rebelión de ellos en Etruria. Fueron muertos todos por las legiones y muchos crucificados. Diez años después estalló otra revuelta en Apulia: los pocos que sobrevivieron a la represión fueron internados en las minas. En 139 estalló una auténtica guerra «servil», encabezada por Euno, que degolló a la población de Enna, ocupó Agrigento y en breve, con un ejército de setenta mil hombres, todos esclavos rebeldes, se adueñó de casi toda Sicilia, derrotando incluso a un ejército romano. Hubo que luchar seis años para someterle. Pero el castigo fue, como siempre, adecuado a los esfuerzos.

Precisamente en aquel año de 133 antes de Jesucristo, Tiberio Graco, hijo de Sempronio y de Cornelia, fue elegido tribuno.

En el salón de su madre había crecido con ideas radicales, que le remachó en la cabeza su preceptor Blosio, un filósofo griego de Cumas. Y a la edad en que se piensa en las chicas él sólo pensaba en política. Era lo que se suele decir un «idealista». Pero hasta qué punto sus ideas, que eran excelentes, estaban al servicio de su ambición, que era grandísima, o viceversa, lo ignoraba él mismo, como por lo demás, ocurre a todos los idealistas. La situación del país la conocía un poco porque en el salón siempre se hablaba de ella y con gran competencia, y otro poco porque, según lo dicho por su hermano, había ido personalmente a estudiarla en Etruria, quedando horrorizado. Comprendió que Italia corría a la ruina si su agricultura caía definitivamente en manos de especuladores y esclavos, y que en la misma Roma no podía triunfar ninguna democracia sana con un proletariado que se corrompía diariamente en el ocio y con la percepción de subsidios.

El único remedio que oponer a la esclavitud, al urbanismo y a la decadencia militar, le pareció ser una audaz reforma agraria que, apenas fue elegido, propuso a la Asamblea. Consistía en tres propuestas: 1) Ningún ciudadano debía poseer más de ciento veinticinco hectáreas del agro público, que podían convertirse en doscienta cincuenta sólo en el caso de que tuviera dos o más hijos. 2) Todas las tierras distribuidas o arrendadas por el Estado debían serle devueltas al mismo precio, más un rembolso por las eventuales mejoras aportadas. 3) Éstas debían ser repartidas y redistribuidas entre los ciudadanos pobres en parcelas de cinco o seis hectáreas cada una, con compromiso de no venderlas y de pagar un reducido impuesto sobre ellas.

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