El pretexto de guerra fue deparado, como de costumbre, por una petición de ayuda que los de Tunos, hostigados por los lucanios, dirigieron a Roma que, como siempre, la acogió con presteza y mandó una guarnición para defenderla, pero por vía marítima. in duda lo hizo aposta para armar camorra. Para alcanzar Turios, las naves tuvieron que rebasar el cabo Colonna, y los tarentinos cerraron los ojos ante esta infracción de los pactos. Pero cuando las diez trirremes de Roma pretendieron fondear en su puerto, consideraron la cosa como una provocación, las asaltaron y hundieron cuatro.
Realizada la empresa, se dieron cuenta de que ello entrañaba la guerra, y que ésta acabaría muy mal para ellos si desde fuera no acudía algún poderoso auxilio. Pero, ¿cuál? En Italia ya no había ningún Estado que pudiese oponerse a Roma. Y entonces mandaron a buscarlo al extranjero, iniciando una costumbre que en nuestro país todavía dura. La encontraron allende el mar, en Pirro, rey del Epiro.
Pirro era un curioso personaje que, de haberse contentado con su pequeño reino montañés, hubiese podido vivir largamente como un gran señor. Pero había leído en la
Ilíada
la gesta de Aquiles; por sus venas corría sangre macedonia, que había sido la sangre de Alejandro Magno y todo concurría a hacer de él una figura muy similar a la de nuestros
condottieri
del siglo xv. Era, en suma, como se diría hoy, un tipo que buscaba maraña. La que le ofrecían los tarentinos le iba justo a la medida, y la acogió al vuelo. Embarcó su ejército en las naves de aquéllos y afrontó a los romanos en Heraclea.
Éstos se hallaron por primera vez cara a cara con un arma nueva cuya existencia jamás habían imaginado y que les hizo la misma impresión que hicieron los carros blindados ingleses sobre los alemanes, en Flandes, en 1916: los elefantes. De momento creyeron que eran bueyes, y así los llamaron efectivamente: «bueyes lucanios». Pero al verlos venírseles encima, se sobrecogieron de miedo y perdieron la batalla, pese a haber infligido tales pérdidas al enemigo como para quitarle toda alegría por el triunfo. Las «victorias a lo Pirro» fueron, a partir de entonces, las pagadas a precio demasiado caro.
El epirota repitió el año siguiente (279) en Ascoli Satriano. Pero también aquí sus pérdidas fueron tales que, mirando al campo de batalla sembrado de muertos, fue presa de la misma crisis de espanto que dos mil años después había de sobrecoger a Napoleón III al ver el campo de batalla de Solferino. Y mandó a Roma a su secretario Cineas con proposiciones de paz, dándole por compañeros a dos mil prisioneros romanos que, si la paz, no se concluía, se habían comprometido a volver. Dicen que el Senado estaba a punto de aceptar aquellas ofertas, cuando se levantó a hablar el censor Apio Claudio
el Ciego
, para recordar a la Asamblea que no era digno tratar con un extranjero mientras su ejército invasor seguía vivaqueando en Italia.
No creemos que sea verdad, porque para Roma, Italia, en aquel momento, era solamente Roma. Pero es cierto que el Senado rechazó las propuestas y que Cineas, al regresar con los dos mil prisioneros, ninguno de los cuales había faltado a la palabra dada, dio un informe tal a Pirro de lo que había visto en Roma, que el epirota prefirió abandonar la empresa, y, aceptando una invitación de los siracusanos para que les ayudase a liberarse de los cartagineses, marchó hacia Sicilia. Tampoco aquí las cosas le anduvieron bien porque las ciudades griegas que venía a defender jamás lograron ponerse de acuerdo ni procurarle los contingentes que le habían prometido. Desalentado, Pirro volvió a cruzar el estrecho para echar de nuevo una mano a Tarento, que las legiones romanas atacaban en aquel momento. Esta vez ya estaban habituadas a los elefantes y no se dejaron asustar. Pirro fue derrotado en Malevento, que por la ocasión, en 275 fue bautizada Benevento por los romanos. Decididamente, Italia no le había traído fortuna. Amargado, volvió a la patria, fue a buscar un desquite en Grecia y halló la muerte en ella.
Habían transcurrido exactamente setenta años (343-273) desde que Roma, recompuesta como podía ínteriormente tras el terremoto que siguió a la caída de la Monarquía y superada la lucha por la existencia, se había puesto en pie de verdaderas guerras de conquista. Y hela aquí al fin árbitro de toda la península desde el Apenino toscano-emiliano al estrecho de Mesina. Uno tras otro, todos los pequeños países que la constelaban cayeron en sus manos, incluso los de la Magna Grecia continental, carentes de defensores después de la partida de Pirro. Tarento se rindió en 272 y Regio en 270. Pero después de la experiencia habida con la Liga Latina, Roma comprendió que no había que fiarse de los «protegidos» y de los «aliados a la fuerza». Y un poco por esto, y otro poco empujados por la presión demográfica de la Urbe, los romanos iniciaron la verdadera romanización de Italia con e método de las «colonias» ensayado ya después de la primera guerra samnítica. Las tierras enemigas fueron confiscadas y distribuidas a ciudadanos romanos pobres, basándose especialmente sobre los méritos que hay llamaríamos «de combatividad». Se las entregaban, sobre todo, a veteranos; gente segura, dispuesta a pelear para defenderse y defender a Roma. Los indígenas, naturalmente, les acogían sin simpatía, como a depredadores opresores. Del nombre de uno de ellos. Cafo, cabo del ejército de César, inventaron más tarde la palabra
cafone
, término despectivo que significa tosco y vulgar. E inspirada por esta hostilidad fue el uso, nacido entonces, del «corte de mangas», gesto irreverente con el que los pueblos vencidos saludaban a los romanos que entraban en sus ciudades y que al principio, al parecer, fue tomado por una expresión de bienvenida.
Naturalmente, no se puede esperar ensanchar el propio territorio de quinientos a veinticinco mil kilómetros cuadrados, como hizo Roma en aquel período, sin pisar los pies a nadie. Pero en compensación toda la Italia del Centro y del Sur comenzó a hablar una sola lengua y a pensar en términos de nación y de Estado en vez de aldea y tribu.
Contemporáneamente a aquellas largas y sangrientas guerras y bajo su presión, los plebeyos alcanzaban uno tras otro sus objetivos, hasta el último y fundamental garantizado por la Ley Hortensia, llamada así por el nombre del dictador que la impuso: aquélla por la cual el plebiscito se tornaba automáticamente ley, sin necesidad de ratificación por parte del Senado. Desde que con la Ley Canuleya del 445, había sido abolida, al menos sobre el papel, la prohibición de matrimonio entre patricios y plebeyos, éstos no estaban ya, legalmente, excluidos de ningún derecho o magistratura. Y dado que la
praetura
, abierta libremente a ellos, permitía a quien la hubiese ejercido libre ingreso en el Senado, también esta ciudadela de la aristocracia, pese a mil cautelas y limitaciones, les fue accesible.
Todo eso había sido alcanzado después de infinitas contiendas que de vez en cuando pusieron en peligro la existencia de la Urbe. Mas el hecho de que, bien o mal, se hubiese llegado a ello, demostraba que las clases altas de Roma eran conservadoras, sí, pero con mucho discernimiento. No se avergonzaban de defender abiertamente sus propios intereses de casta, y no fingían coquetear con las «izquierdas» como hacen hoy día muchos príncipes e industriales. Pero pagaban los impuestos, cumplían diez años de duro servicio militar, morían al frente de sus soldados, y cuando se trataba de elegir entre los propios privilegios y el bien de la patria, no titubeaban. Por esto, aun después de haber aceptado la equiparación de derechos con los plebeyos, permanecieron en el poder, como todavía consigue hacer, pese a este mundo socialista, la nobleza inglesa.
En el período de descanso que se concedió después de la victoria sobre Pirro y que le sirvió para digerir aquella especie de banquete, Roma dio los últimos retoques a su equilibrio interno y orden en el buen pedazo de península del que era dueña. La Vía Apia, que antes Apio Claudio hiciera construir para unir Roma a Capua, fue prolongada hasta Brindisi y Tarento. Y por ella, además de los soldados, se encaminaron los colonos que iban a romanizar Benevento, Isernia, Brindisi y muchas otras ciudades. Roma reconoció a los vencidos pocas autonomías, las respetó menos aún, y fue la primera y mayor responsable del fallido nacimiento, en Italia, de las libertades municipales y cantonales, que, en cambio, se desarrollaron con gran lozanía en el mundo germánico. En compensación llevó a su más alta expresión el concepto de Estado, del cual fue prácticamente inventora, y lo apoyó sobre cinco pilares que aún lo rigen: el Prefecto, el Juez, el Gendarme, el Código y el Recaudador de impuestos.
Fue con este aparejo que marchó a la conquista del Mundo. Y ahora veamos más de cerca por qué logró realizarla.
LA EDUCACIÓN
En la Roma de aquellos tiempos, todos «vivían peligrosamente». Y los peligros comenzaban el día en que se venía al mundo. Porque si uno nacía hembra o por cualquier razón disminuido, el padre tenía derecho a arrojarlo a la calle y dejarle morir en ella.
Y a menudo así lo hacía.
El hijo varón y sano, en cambio, era generalmente bien acogido, no sólo porque más tarde, con su trabajo, sería una ayuda para sus progenitores, sino también porque éstos creían que, si no dejaban alguien que cuidase de su tumba y celebrase sobre ésta los debidos sacrificios, sus almas no entrarían en el paraíso.
Si todo andaba bien, es decir, si había acertado sexo e integridad física, el recién llegado era oficialmente recibido, a los ocho días de nacer, por la
gente
, con una solemne ceremonia. La
gente
era un grupo de familias que descendían de un antepasado común que les había dado su propio nombre. De hecho, el niño recibía usualmente tres nombres: el individual o «nombre de pila» (como Mario, Antonio, etc.), el de la
gente
o «nombre» verdadero y propio, y el de su propia familia o «apellido». Esto por lo que respecta a los hombres. Las mujeres, en cambio, llevaban el «nombre» solo, o sea, el de la
gente
. Y, en efecto, se llamaban Tulia, Cornelia, etc., en tanto que sus hermanos eran, pongamos por caso, Marco Tulio Emilio, Publio Julio Antonio, Cayo Cornelio Graco.
Esta extraña costumbre ha generado una serie de confusiones, pues, dado que los antepasados fundadores habían sido, como ya hemos dicho, un centenar en total, otros tantos eran los «nombres» de las gentes, por lo que se repetían continuamente, haciendo obligatorio el añadido de un cuarto o un quinto sobrenombre. Por ejemplo, el Publio Cornelio Escipiór. que destruyó Cartago añadió en su tarjeta de visita un «Emiliano Africano Menor», para distinguirse del Publio Cornelio Escipión que venció a Aníbal y que añadió en la suya un «Africano Mayor».
Eran, como veis, nombres largos, graves e imponentes, que de por sí cargaban un cierto número de deberes en las espaldas del recién nacido. Un Marco Tulio Cornelio no podía permitirse lujos ni abandonarse a los caprichos cuyo derecho se reconoce hoy a un
Fofino
o a un
Pupetto
. Y, en efecto, no crecían mimados. Desde la más tierna edad se les enseñaba que la familia de la cual eran miembros constituía una verdadera y auténtica unidad militar, cuyos poderes estaban todos concentrados en la cabeza, o sea en el
pater familias
. Sólo él podía comprar o vender, pues sólo él era propietario de todo, incluida la dote de la esposa. Si ésta le engañaba o le robaba el vino de las cubas, podía matarla sin proceso. Idénticos derechos tenía sobre los hijos, que también podía vender como esclavos. Todo lo que éstos compraban se convertía automáticamente en propiedad de él. Las hembras se sustraían a esta patria potestad sólo cuando el padre las entregaba en matrimonio a otro hombre
cum tnanu
, es decir, renunciando explícitamente a todo derecho sobre ellas. Mas en tal caso, acababa dependiendo siempre de un hombre: o del padre, o del marido, o del hijo mayor, si enviudaba, o de un tutor.
Esta dura disciplina, que después lentamente fue suavizándose al correr de los siglos, hallaba su límite en la
pieta
, o sea en los afectos entre cónyuges, y entre éstos y los hijos. Pero éstos no lograban jamás, o casi nunca, mellar la granítica unidad de la familia romana, que incluía también a los nietos, los bisnietos y los esclavos, considerados estos últimos como simples objetos. La madre se llamaba
domina
, o sea señora, y no estaba confinada en un gineceo, como sucedía a las mujeres griegas. Comía con el marido, pero sentada en el triclinio (una especie de rústico diván), en vez de tendido como estaba aquél. En general, no trabajaba mucho manualmente, porque no había crisis de chicas de servir, con todos los esclavos que eran capturados en el campo de batalla y de los cuales cada familia tenía más de uno. La
domina
les dirigía y les vigilaba. Después, para distraerse, tejía lana para las ropas del marido y los hijos. De libros, naipes, teatro o circo, nada. Las visitas eran raras y de rígida pragmática. Un ceremonial escrupuloso las hacía complicadas y difíciles. La
domus
, o sea la casa, era, más que un cuartel, un auténtico fortín. Y allí en la más absoluta obediencia, se formaban los chicos.
Se les enseñaba que en el hogar la llama no debe extinguirse nunca porque representa a Vesta, la diosa de la vida. Había que alimentarla añadiendo siempre más leña y echando migajas de pan durante las comidas. En las paredes, que eran de adobe o de ladrillos, estaban colgados iconos, en cada uno de los cuales el chico veía un Lar o un Penate, espiritillos domésticos que protegían la prosperidad de la casa y de los campos. En la puerta estaba Juno vigilando, con sus dos caras, una mirada adentro y otra, afuera, quién entraba o salía. Y en torno, montando la guardia, estaban los Manes, las almas de los antepasados, que se quedaban en los parajes después de morir. De modo que nadie podía hacer un movimiento sin tropezarse con algún guardián sobrenatural, que también formaba parte de la familia: una familia compuesta no tan sólo por los vivos, sino también por aquellos que les habían precedido y los que les seguirían. Todos juntos, formaban un microcosmos no solamente económico y moral, sino también religioso, del cual el
pater
era el papa infalible. Hacía los sacrificios sobre el altar de la casa. Y en nombre de los dioses daba las órdenes y repartía los castigos.
La religiosidad en la que crecía el chico romano, más que a mejorarle en el sentido que nosotros damos hoy a esta palabra, tendía a disciplinarle. En efecto, no le impelía hacia los nobles ideales de la bondad y la generosidad, sino a la aceptación de las reglas litúrgicas que hacían de toda su vida un rito. No se le pedía por ejemplo ser desinteresado; se le pedía, es más, se le imponía, respetar ciertas fórmulas y participar en las ceremonias. Sus plegarias iban todas dirigidas a la consecución de fines prácticos e inmediatos. Se dirigía a Abeona para que le enseñase a dar los primeros pasos, a Fabulino para que le ayudase a pronunciar las primeras palabras, a Pomona para que las peras creciesen bien en su huerto, a Saturno para que le auxiliase a sembrar, a Ceres para que le permitiese segar, a Estérculo para que las vacas hiciesen suficiente abono en la cuadra.