Historia de Roma (12 page)

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Authors: Indro Montanelli

Tags: #Historico

BOOK: Historia de Roma
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Menos truculentas y más gentiles eran las llamadas ceremonias de purificación, sea de una grey, de un ejército que partía a la guerra o de una ciudad entera. Se hacía una procesión alrededor cantando los
carmina
, himnos llenos de fórmulas mágicas. Muy similar era el procedimiento de los
vota
, ofrecidos pan obtener algún favor de los dioses.

¿Qué dioses?

El Estado romano, que era su empresario, no logró jamás poner orden en esta materia, o tal vez no lo quiso. Júpiter era considerado como el más importante de los inquilinos del Olimpo, pero no su rey, como lo fue Zeus en la antigua Grecia. Permaneció siempre en la vaguedad como una fuerza impersonal que ora se confundía con el cielo, ora con el sol, con la luna o con el rayo, según los gustos. Y acaso en los primeros tiempos era todo uno con Jano, la diosa de las puertas. Sólo más tarde se diferenciaron. Las ricas matronas romanas iban en procesión con los pies desnudos al templo de Júpiter Tonante en el Capitolio, para impetrar la lluvia en las temporadas de sequía, en tanto que en tiempos de guerra se abrían los portones del templo de Jano para permitirle unirse al Ejército y guiarlo en el combate.

De rango parigual al de ellos eran Marte, que daba nombre a un mes del año (marzo), y que está ligado a Roma por vínculos de familia como padre natural de Rómulo, y Saturno el dios de la siembra, al que la leyenda pintaba como un rey prehistórico, profesor de agricultura y vagamente comunista.

Después de este cuadrunvirato venían las diosas. Juno era la de la fertilidad, tanto en el campo como de los árboles, de los animales y de los hombres, y con su nombre bautizó un mes (junio), considerado como el más favorable para los matrimonios. Minerva importado de Grecia a hombros de Eneas, protegía la prudencia y la sabiduría. Venus se ocupaba de la belleza y del amor. Diana, diosa de la luna, administraba la caza y los bosques, en uno de los cuales, Nemi, se alzaba su majestuoso templo, donde se decía que casó con Virbio, el primer rey de la selva.

Luego venía un gran número de dioses menores: los suboficiales, digámoslo así, de aquel ejército celeste. Hércules, dios del vino y de la alegría, era capaz de jugarse una cortesana a los dados con el sacristán de su templo; a Mercurio le atribuían una debilidad para con los mercaderes, los oradores y los ladrones, tres categorías de personas que evidentemente los romanos consideraban de la misma ralea; Belona tenía la especialidad de la guerra.

Mas es imposible nombrarles a todos. Se multiplicaron desmesuradamente con el crecimiento de la ciudad y la expansión de sus dominios, pues, cualquiera que fuese el Estado o provincia conquistados, lo primero que hacían los soldados romanos era apoderarse de los dioses locales y llevárselos a la patria, convencidos de que al quedarse sin dioses los derrotados no podrían intentar un desquite.

Pero, además de éstos, que, si bien sometidos a un trato de privilegio, eran, sin embargo, dioses prisioneros, había los
novensiles
, es decir, aquellos que muchos extranjeros, por iniciativa propia cuando se trasladaban a Roma y ponían casa en ella se traían consigo para sentirse menos exiliados y desplazados. Los alojaban en templos construidos con fondos privados.

Y los romanos no sólo no negaron jamás a nadie ese derecho, sino que hasta se mostraron extraordinariamente hospitalarios con ellos. El Estado y sus sacerdotes les consideraban en cierto sentido como policías que colaborarían a mantener el orden entre sus fíeles sin reclamar siquiera un estipendio. Y a muchos de ellos les asignaron un puesto en el Olimpo oficial. En 496 antes de Jesucristo fueron incluidos en el «organismo» Démeter y Dionisio, como colegas y colaboradores de Ceres y de Libero. Pocos años después. Castor y Pólux, también recién consagrados, se molestaron en bajar del cielo para ayudar a los romanos a resistir en la batalla del lago Regilo.

Hacia 300, Esculapio fue trasladado por decreto de Epidauro a Roma para enseñar medicina. Y, poco a poco, esos recién llegados, de huéspedes que eran se convirtieron en dueños de la casa, especialmente los griegos, más afables y cordiales, menos fríos, formulistas y remotos que los dioses romanos. Fue por influjo helénico que poco a poco se formó una jerarquía entre ellos, al frente de la cual se reconoció a Júpiter con los mismos atributos que en Atenas tenía Zeus. Este fue el primer paso hacia las religiones monoteístas, que primero con el estoicismo y luego con el judaismo triunfaron al fin con el cristianismo.

Este proceso, empero, se desarrolló mucho más tarde. Los romanos del período republicano convivieron con una multitud de dioses, de los que Petronio decía que en algunas ciudades eran más numerosos que los habitantes y que Varrón evaluó en cerca de treinta mil. Sus actividades e interferencias hacían difícil la vida a los fieles que no sabían cómo manejarse en sus luchas y rivalidades. Por todas partes se podía tropezar con algún objeto consagrado a uno u otro. Ofendidos, los dioses aparecían en forma de brujas que volaban de noche, comían serpientes, matabas chicos y robaban cadáveres. En Horacio y en Tibulo, en Virgilio y en Lucano se les encuentra a cada paso. Eran tanto más peligrosos cuanto que, a diferencia de casi todas las otras religiones, la romana no les consideraba confinados en el cielo, por bien que admitiese que también allí los hubiera, sino que pensaba preferentemente que moraban en la Tierra y que eran víctimas de terrestres estímulos: hambre, lujuria, codicia, ambición, envidia; avaricia.

Para tener a los hombres al resguardo de sus maldades, se incrementaron los colegios u órdenes religiosas. Entre éstos hubo también uno femenino, el de las vestales, que reclutadas entre los seis y los diez años, debían servir durante treinta años en absoluta castidad. Fueron las precursoras de nuestras monjas. Vestidas y tocadas de blanco, su función consistía sobre todo en regar la tierra con agua sacada de la fuente consagrada a la ninfa Egeria. Si eran sorprendidas transgrediendo el voto de virginidad, eran azotadas a vergajazos y enterradas vivas. Los historiadores romanos nos han legado doce casos de esa tortura. Terminado el servicio treintañal, volvían a ser acogidas en sociedad con muchos honores y privilegios y hasta podían casarse. Mas a esa edad difícilmente encontraban marido.

La religión era lo que daba a los romanos, que no conocían el domingo y el
week-end
, los días de fiesta y de descanso. Había un centenar al año, más o menos los que existen ahora. Pero los celebraban con más empeño. Algunas de aquellas «ferias» eran austeras y conmemorativas, como los
lémures
(nuestros muertos) en mayo, que cada padre de familia celebraba en casa llenándose la boca de alubias blancas que escupía a su alrededor al grito de: «Con estas alubias, yo me redimo y redimo a los míos. ¡Idos, almas de nuestros antepasadosl» En febrero había las
par entallas, o
las
feralias
, y las
lupercáles
, durante las cuales se tiraban muñecos de madera al Tíber para engañar al dios que reclamaba hombres de verdad. Luego había las
florales
, las
liberales
, las
ambarvalias
, las
saturnales

También en este campo reinaba una anarquía tal que la primera razón que impulsó a los romanos a redactar un calendario fue la necesidad de hacer una lista de las fiestas. En los primerísimos tiempos se encargaban de ello los sacerdotes, indicando, mes por mes, cuándo tenían que celebrarse y cómo. La tradición atribuye a Numa Pompilio haber puesto orden en esta materia con un calendario fijo, que estuvo en vigor hasta César. Dividía el año en doce meses lunares, pero dejaba a los sacerdotes el derecho de prolongar o acortar el mes a su juicio, con tal que, al final, se alcanzase la suma de trescientos sesenta y seis días. Y ellos abusaron hasta tal punto para favorecer o perjudicar a tal o cual magistrado, que al final de la República el calendario pompiliano se había tornado totalmente opinable y fuente tan sólo de controversias.

Durante la jornada se medían las horas a ojo, según la posición del sol en el cielo. El primer reloj de sol, de manufactura griega, lo importaron de Catania en 263 y lo emplazaron en el Foro. Pero dado que Catania está a tres grados al este de Roma, la hora no correspondía; los romanos se encolerizaron y durante un siglo hubo gran confusión porque nadie supo entender aquella diablura.

Los días del mes estaban divididos según las
calendas
(el primero), las
nonas
(el cinco o el siete) y los
idus
(el trece y el quince). El año, que se llamaba
annus
, que también quiere decir «anillo», comenzaba en marzo. Después venían abril, junio, quintil, sextil, setiembre, octubre, noviembre, diciembre, enero y febrero. Un sustituto de domingo era la
nundina
, que caía de nueve días en nueve días y era lo que en nuestros pueblos es todavía el día de mercado. Los campesinos abandonaban el campo para ir a vender en el pueblo sus huevos y frutos, pero no era una fiesta propiamente dicha.

Para divertirse de verdad, los romanos tenían que aguardar las
liberales y saturnales
, cuando, dice un personaje de Plauto, «cada cual puede comer lo que quiere, ir adonde le parece, y hacer el amor con quien le parece, con tal de que deje en paz a las esposas, las viudas, las chicas y los chicos».

CAPÍTULO XI

LA CIUDAD

No se sabe con precisión cuántos habitantes tenía Roma en vísperas de las guerras púnicas. Las cifras suministradas por los historiadores sobre la base de censos inciertos son contradictorias y acaso no tienen en cuenta el hecho de que la mayor parte de los censados debía habitar no dentro de las murallas de la ciudad, el llamado
pomerio
, sino fuera, en los pueblos diseminados en el campo. En la ciudad propiamente dicha no debía de haber más de cien mil almas: población que a nosotros nos parece modesta, pero que en aquellos tiempos era enorme. Su composición étnica debió ya hacer de ella un centro internacional, pero menos de lo que fuera bajo los reyes Tarquino, quienes, ton la pasión etrus.ca del comercio y del mar habían requerido a demasiados forasteros, muchos de ellos de difícil asimilación. Con la República, el elemento indígena, latino y sabino, tomó su desquite, se esforzó y posiblemente reguló con más parsimonia la inmigración. Procedía en mayor parte de las provincias limítrofes y estaba constituida por gente
más
fácil de fusionarse con los amos de la casa.

Desde el punto de vista urbanístico, la ciudad no había progresado mucho bajo los magistrados republicanos, avaros, toscos y de escasas ambiciones. Dos calles principales se cruzaban dividiéndola en cuatro barrios, cada uno de ellos con dioses tutelares propios, los llamados
Lari compitali
, a los cuales se elevaban estatuas en todos los rincones. Eran calles estrechas y de tierra apisonada, que sólo más tarde fueron pavimentadas con piedra extraída del arenal del río. La Cloaca Máxima existía ya, al parecer, en tiempos de los Tarquino. Conducía los detritos de Roma al Tíber, infectando las aguas que habían de servir para beber. En 312, Apio Claudio
el Ciego
afrontó y resolvió este problema construyendo el primer acueducto que suministró a Roma agua fresca y limpia sacada directamente de los pozos. Y por primera vez los romanos, o al menos los de cierta categoría, dispusieron de suficiente cantidad para poderse lavar. Pero las primeras termas fueron construidas tan sólo después de la derrota de Aníbal.

Subsistían, poco más o menos, las casas que habían edificado los arquitectos etruscos. Sólo se habían embellecido los exteriores, que fueron estucados y decorados con esgrafiados.

Los peligros por que habían pasado impelieron a los romanos a construir sobre todo templos para granjearse la simpatía de los dioses. En el Capitolio se alzaban tres de madera, bastante imponentes y revestidos de ladrillo, a Júpiter, Juno y Minerva.

La ciudad vivía ante todo de la agricultura, basada en la pequeña propiedad privada. Buena parte de la población, incluso del centro, tras haber dormido hacinada sobre la paja, se levantaba al alba y cargando arado y azada sobre el carro tirado por bueyes, se iba a labrar el campo, que en promedio no rebasaba las dos hectáreas. Eran campesinos tenaces, pero no muy progresivos, que no conocían otro abono más que el estiércol animal, ni otra rotación de cultivo más que la del trigo, a las legumbres y viceversa. De ésta muchas familias aristocráticas sacaron incluso el nombre: los Léntulo eran especialistas en lentejas los Cepione en cebollas, los Fabio en habichuelas. Otros productos eran los higos, las uvas y el aceite. Cada familia tenía sus gallinas, sus cerdos y, sobre todo, sus ovejas, que proporcionaban lana para los vestidos. En vísperas de la guerra púnica este cuadro idílico había sufrido una ligera alteración. Las expediciones contra las poblaciones limítrofes había despoblado él campo; los caseríos, abandonados, habían caído en ruinas, y el boscaje y la grama enterraron los campos de los veteranos que, para vivir, habían vuelto a la ciudad. El nuevo territorio conquistado a expensas de los vencidos era declarado «agro público» del Estado, que lo revendía a los capitalistas engordados con las contratas de guerra. Así surgieron los latifundios, que los propietarios explotaban con el trabajo de los esclavos, numerosos, y que no costaban casi nada, mientras en la ciudad se formaba una proletariado de ex campesinos pobres en busca de- trabajo.

Mas resulta difícil encontrar trabajo porque la industria, tras la caída de los Tarquino, en vez de progresar, había retrocedido. El subsuelo, pobre en minerales, era propiedad del Estado, que lo alquilaba a explotadores de escasa conciencia y competencia. La metalurgia había dado pocos pasos adelante, y el bronce seguía siendo más empleado que el acero. Como combustible no se conocía más que la leña, para procurarse la cual fueron talados los hermosos bosques del Lacio. Sólo la industria textil prosperó bastante y a la sazón existían verdaderas empresas que habían iniciado una producción en serie.

Los obstáculos a la expansión industrial y comercial eran cuatro. El primero, de orden psicológico, era la desconfianza de la clase dirigente romana, toda ella agraria, hacia aquellas actividades que pudieran reforzar las clases medias burguesas. El segundo era la carencia de caminos, que no permitía el transporte de materias primas y -de sus productos.. El primero de ellos, la
via latina
, construida solamente en 370, casi un siglo y medio después de la instauración de la República, se limitaba a unir la Urbe con los Puertos Albanos. Sólo Apio Claudio, el autor del acueducto, sintió la necesidad, cincuenta años después, de construir una que, efectivamente, llevó su nombre, para alcanzar Capua. Los senadores aprobaron de mala gana grandiosos proyectos sólo porque los generales pedían también un sistema de comunicaciones. El tercer obstáculo era la falta de una flota, desaparecida después de finalizar la supremacía etrusca en Roma. Pequeños armadores particulares habían seguido construyendo algunas naves, pero las dotaciones eran poco valerosas e inexpertas. Desde noviembre hasta marzo no había modo de hacerles salir del puerto de Ostia, donde, por lo demás, el lodo del Tíber bloqueaba las embarcaciones. Una vez engulló doscientas de un bocado. Además, no se aventuraban más allá del pequeño cabotaje, porque no querían perder de vista la costa, pues piratas griegos a oriente y cartagineses a occidente infestaban aquellos parajes. Todo lo cual hace mucho más admirable el milagro que realizó Roma pocos años después afrontando con sus improvisadas flotas las de Aníbal y de Annón.

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