Todos aquellos dioses y espíritus eran personajes sin preocupaciones morales, pero muy quisquillosos en lo concerniente a las formas. Evidentemente, no se hacían ilusiones sobre el alma humana. Y no considerándola capaz de un verdadero mejoramiento, la abandonaban a sí misma. Lo que les interesaba no eran las intenciones, sino los actos de sus fieles que querían tener ordenados en las márgenes de las grandes instituciones, familias y Estado, de las cuales constituían los cimientos. Por lo que exigían obediencia al padre, fidelidad al marido, fecundidad, aceptación de la Ley, respeto a la autoridad, valor hasta el sacrificio en la guerra y firmeza frente a la muerte. Todo ello arropado en sacerdotal solemnidad.
A esta cuidadosa y puntillosa formación del carácter, seguía, hacia los seis o siete años, la de la mente, o sea la instrucción propiamente dicha. Pero no era dirigida por el Estado, como sucede hoy con las escuelas públicas. Quedaba confiada a la familia, y raramente el papá, aun en las casas acomodadas, la delegaba a algún esclavo o liberto. Esta costumbre advino mucho más tarde, cuando Roma fue más grande y más fuerte, pero no más
estoica
. Hasta las guerras púnicas, era el padre el que enseñaba al hijo eso que hoy se llama cultura y que entonces se llamaba «disciplina» para hacer destacar mejor el carácter de obediencia absoluta.
Las materias eran pocas y sencillas; lectura, escritura, gramática, aritmética e historia. Los romanos conocían una especie de tinta sacada del zumo de ciertas raíces. Con ella mojaban una punta metálica con la cual componían las palabras sobre tablillas de madera cepillada (sólo más tarde lograron fabricar papel de lino y pergamino). La suya era lengua de sintaxis severa, pero de pocos vocablos y sin matices, que se prestaba más a la compilación de leyes y de códigos que a las novelas y a la poesía. De ese género los romanos de entonces no sentían necesidad alguna y quien quería leerlo, tenía que aprender el griego, lengua mucho más rica, matizada y flexible. En griego, en efecto, está compuesto su primer texto de Historia escrita: el de Quinto Fabio Pintor. Pero es del 202 antes de Jesucristo, o sea de una época mucho más avanzada.
Hasta aquel momento la Historia había pasado oralmente de padres a hijos a través de relatos imaginativos que impresionasen la fantasía de los chicos: era la de Eneas, de Amulio y Numitor, de los Horacios y de los Curiados, de Lucrecia y de Colatino. Estas arbitrarias, pero tonificantes leyendas históricas, estaban reforzadas por la poesía, de entonación sacra y conmemorativa. Estaba condensada en volúmenes que se llamaban
Fastos consulares, Libros de los magistrados, Anales máximos
, etc., y que celebraban los grandes acontecimientos nacionales; elecciones, victorias, fiestas, milagros.
El primero que se salió de esos temas de estrecha pragmática fue un esclavo griego, Livio Andrónico, que, caído prisionero durante el saqueo de Tarento, fue conducido a Roma, donde se puso a contar la
Odisea
a los amigos de su amo. Éstos se divirtieron con ello. Y dado que eran gente bien situada, le encargaron que sacase de la
Odisea
un espectáculo para los grandes
ludes
, o juegos, del año 240. Para traducir aquellos versos griegos, Livio los inventó semejantes en latín, de rima tosca e irregular. Y con ellos compuso una tragedia, de la cual él mismo recitó y cantó todos los papeles mientras le quedó un hilo de voz en la garganta. Los romanos, que no habían visto nunca. nada parecido, se divirtieron hasta tal punto que el Gobierno reconoció a los poetas como una categoría de ciudadanía y les permitió unirse en un «gremio» con sede en el templo de Minerva del Aventino.
Mas también esto, repito, sucedió mucho más tarde. De momento, los chicos romanos no tuvieron literatura que leer. Tras haber aprendido a deletrear y saber de memoria aquellas leyendas, pasaban a las Matemáticas y a la Geometría. Las primeras consistían en sencillas operaciones de cálculo, hechas con los dedos, de los cuales los números escritos no eran más que imitaciones. I es la representación gráfica de un dedo levantado, V es una mano abierta X dos manos abiertas y cruzadas. Con estos símbolos, prefijos (IV) y sufijos (VI), (XIII), los romanos contaban. Después, esta aritmética manual dio paso a un sistema decimal, sobre partes y múltiplos de diez, es decir, de los diez dedos. En cuanto a la Geometría, permaneció arcaica hasta que llegaron los griegos a enseñarla: se reducía al mínimo necesario para las rudimentarias construcciones de la época.
De gimnasia, nada. Las «palestras» y los «gimnasios» son de una época muy posterior y de importación griega también. Los padres romanos preferían fortalecer los músculos de sus hijos poniéndoles a trabajar en el predio con la azada y el arado, y después entregándolos al Ejército que, cuando les dejaba vivos, los devolvía, después de muchos años, a prueba de bomba. Por esto tampoco se enseñaba la Medicina. Los romanos consideraban que no eran los
virus
lo que provocaban las enfermedades, sino los dioses.
Y entonces, una de dos: o los dioses querían decir al enfermo con esta señal: «despeja», y en tal caso no había nada que hacer, o solamente querían imponerle un castigo momentáneo, en cuyo caso no había más que esperar. En efecto, para cada dolencia había una oración a tal o cual divinidad. La Virgen de la fiebre, a la que todavía hoy el pueblo romano se dirige, es la versión puesta al día de las diosas Fiebre y Mefitis a las que entonces se encomendaban.
En cuanto a las horas de recreo tampoco eran dejadas al capricho de los chicos, pues tenían que estar reglamentadas. Después de muchas horas de azada y alguna de Gramática, los padres senadores cogían a los hijos de la mano y les conducían a la curia, ante el Foro, donde la Asamblea celebraba sus sesiones o
senato consulti
. Y allí, en aquellos bancos, en silencio, los niños romanos desde los siete u ocho años de edad, oían debatir los grandes problemas del Estado, de la Administración, las alianzas, las guerras, y se moldeaban sobre aquel estilo grave y solemne que constituyó su principal característica (y que tan aburridos los hacía).
Mas el definitivo perfeccionamiento a su formación lo daba el Ejército. Cuanto más rico era un ciudadano, tantos más impuestos tenía que pagar y tantos más años de servicio que cumplir. Para quien quisiera ingresar en una carrera pública, el mínimo eran diez. Y, por lo tanto, solamente los ricos podían emprenderla porque sólo ellos podían pasar tanto tiempo lejos de la propiedad o de la tienda. Pero también quien se contentaba con ejercer sus propios derechos políticos, o sea votar, tenía que haber sido soldado. Y, de hecho, era como tal, esto es, como miembro de la
centuria
, como tomaba parte en la Asamblea Centuriada, el máximo cuerpo legislativo del Estado, dividido, como hemos dicho, en sus cinco clases.
La primera tenía noventa y ocho centurias, de las cuales dieciocho eran de caballería y el resto de infantería pesada, en la que cada uno se alistaba armado a sus propias expensas de dos lanzas, un puñal, una espada, un yelmo de bronce, la coraza y el escudo, que faltaban, en cambio, a la segunda clase, idéntica en todo el resto a la primera. La tercera y la cuarta carecían de todo instrumento de defensa (yelmo, coraza y escudo). Los de la quinta iban armados solamente de palos y piedras. La unidad fundamental de aquel ejército era la legión, constituida por cuatro mil doscientos infantes, trescientos jinetes y varios grupos auxiliares. El cónsul mandaba dos, esto es, cerca de diez mil hombres. Cada legión tenía su estandarte y era cuestión de honor para cada soldado impedir que cayese en manos del enemigo. De hecho, y cuando veían que la cosa se ponía fea, lo empuñaban los oficiales quienes se lanzaban hacia delante. La tropa, para defenderlo, le seguía. Y muchas batallas que iban mal, fueron remediadas así, en el último momento.
En los primeros tiempos, la legión estaba dividida en falanges, seis sólidas líneas de quinientos hombres cada una. Después, para hacerla más manejable, en grupos de dos centurias. Mas lo que constituía la fuerza de aquel Ejército no era lo orgánico: era la disciplina. El cobarde era azotado hasta morir. Y el general podía decapitar a cualquiera, oficial o solado, por la menor desobediencia. A los desertores y ladrones se les cortaba la mano derecha. Y el rancho consistía en pan y legumbres. Estaban tan habituados a esta dieta, que los veteranos de César, un año de carestía de trigo, se quejaron de verse obligados a comer carne.
Se ingresaba en filas a los dieciséis años, cuando en nuestros tiempos se comienza a pensar en las chicas. Los romanos de dieciséis años, en cambio, tenían que pensar en el regimiento, donde se les acogía y se les acababa de formar. La disciplina era tan dura y el trabajo tan pesado, que todos preferían el combate. Para aquellos muchachos la muerte no era un gran sacrificio. Y por esto la afrontaban con tanto desenfado.
LA CARRERA
El joven que había sobrevivido a los diez años de vida militar, podía, cuando volvía a casa, emprender la carrera política, que iba por grados y era electiva y sometida a toda suerte de precauciones y controles.
Correspondía a la Asamblea Centuriada cribar las candidaturas a los diversos cargos, que eran todos plurales, esto es, constituidos por varias personas. El primer peldaño era el de «cuestor», especie de ayudante de los magistrados más altos para las finanzas y la justicia. Ayudaba a controlar los gastos del Estado y colaboraba en la investigación de los delitos. No podía permanecer en el cargo más de un año, pero si había cumplido bien con su cometido, podía presentarse nuevamente a la Asamblea Centuriada para ser ascendido.
Si no había satisfecho a los electores, quedaba suspendido y durante diez años no podía volverse a presentar para ningún cargo. Si, por el contrario, les tenía contentos, era elegido «edil» (había cuatro), y como tal, siempre por un año, cuidaba de la superintendencia de los edificios, los teatros, los acueductos, las carreteras, las calles y, en suma, de todos los edificios públicos o de público interés, incluidas las casas de mala nota.
Si también en esas misiones, que eran prácticamente las de un asesor, cumplía a satisfacción, podía concurrir, siempre con el mismo método electivo y por un año, a uno de los cuatro puestos de «pretor», cargo altísimo, civil y militar. En pasados tiempos habían sido los generales en jefe del Ejército. A la sazón eran más bien presidentes del tribunal o intérpretes de las leyes. Pero cuando estallaba la guerra, volvían a tomar el mando de las grandes unidades a las órdenes de los «cónsules».
Llegados al ápice de esta carrera, que se llamaba
cursas honorum
, o «carrera de honores», se podía aspirar a uno de los dos puestos de «censor», que era elegido por cinco años. La duración de tal cargo se debía al hecho de que sólo cada cinco años se revisaba el censo de ciudadanos, es decir, compilado lo que hoy se llamaría el «módulo Vanoni».
Era éste el principal cometido del censor, quien, además, debía establecer para el quinquenio, basándose en la «indagación», lo que cada ciudadano tenia que pagar de impuestos y cuántos años tenía obligación de estar bajo las armas.
Pero sus misiones no se limitaban solamente a ésta. Las tenía también más delicadas, por lo que el cargo, especialmente cuando lo ejercían ciudadanos de gran fuste como Apio Claudio
el Ciego
, sobrino segundo del famoso decenviro, y Catón, hacían competencia hasta el consulado. El censor debía indagar secretamente los «precedentes» de todo candidato a cualquier cargo público. Tenía que vigilar el honor de las mujeres, la educación de los hijos, el trato a los esclavos. Lo que le autorizaba a meter la nariz en los asuntos privados de cada cual, rebajar o elevar su rango y hasta a echar del Senado a los miembros que no se hubiesen mostrado dignos. Eran, en fin, los censores quienes compilaban el llamado presupuesta del Estado y autorizaban los gastos. Se trataba, pues, como veis, de poderes amplísimos que requerían de quien los ejercía mucho tino y conciencia. Generalmente, en la época republicana, quien fue investido de ellos se mostró a la altura.
En el ápice de la jerarquía, estaban los dos cónsules, es decir, los dos jefes del poder ejecutivo.
En teoría, por lo menos uno de ellos tenía que ser plebeyo. En la realidad, los mismos plebeyos prefirieron siempre a un patricio, pues, solamente hombres de elevada educación y de largo aprendizaje les ofrecían la garantía de saber guiar el Estado en medio de problemas cada vez más complejos y difíciles. Además, había la elección, la cual se llevaba a cabo según procedimientos que permitían a la aristocracia cualquier fraude. El día del voto de la Asamblea Centuriada, el magistrado en funciones observaba las estrellas para descubrir qué candidatos eran
personas gratae
a los dioses. Y dado que el lenguaje de las estrellas pretendía conocerlo sólo él, podía leer lo que quería. La Asamblea, intimidada, aceptaba el veredicto y se aprestaba a limitar su elección solamente entre los concursantes que placían al Padre Eterno, o sea al Senado.
Los candidatos aparecían vestidos con una blanca toga carente de adornos para mostrar la sencillez de su vida y la austeridad de su moral. Y a menudo levantaba un pico de la toga para exhibir a los electores las heridas que habían tenido en la guerra. Si eran elegidos, permanecían un año, con poderes parejos; ocupaban el cargo el 15 de marzo, y cuando lo dejaban, el Senado solía acogerlos como miembros vitalicios.
Dado que el título de senador seguía siendo, pese a todo, el más ambicionado, era natural que el cónsul tratase de no disgustar nunca a los que podían ser designados como tal. Representaba en cierto sentido el brazo secular de aquella alta asamblea que, desde un punto de vista estrictamente constitucional, no contaba nada, mas en la práctica, con varios subterfugios, decidía siempre lo que fuese.
Los cónsules eran, ante todo, como los primeros reyes, jefes del poder religioso cuyos ritos más importantes dirigían. En tiempo de paz presidían las reuniones tanto del Senado como de la Asamblea, y una vez recogidas las decisiones promulgaban leyes para aplicarlas.
En tiempo de guerra, se transformaban en generales y, repartiéndose el mando en partes iguales, conducían el Ejército; mitad uno y mitad otro. Si uno moría o caía prisionero, el otro reasumía en sí todos los poderes; si ambos morían o caían prisioneros, el Senado proclamaba un interregno de cinco días, nombraba un
interrex
para llevar adelante el asunto y procedía a nuevas erecciones. Estas palabras significan también que el cónsul ejercía, durante un año, los mismos poderes que habían ejercido los antiguos reyes, los no absolutos, de antes de los Tarquino.