Historia de Roma (6 page)

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Authors: Indro Montanelli

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BOOK: Historia de Roma
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En Roma, encontraron a la mujer de Sexto que se consolaba de la momentánea viudez banqueteando con amigos y dejándose cortejar. La de Colatino, Lucrecia, engañaba la espera tejiendo un vestido para su marido. Colatino, triunfante, se embolsó la apuesta y volvió al campo. Sexto, mortificado y deseoso de desquite, se puso a cortejar a Lucrecia y al fin, un poco con violencia y otro poco con astucia, venció su resistencia.

Cometida la infidelidad, la pobre mujer mandó llamar a su marido y a su padre, que era senador, les confesó lo acaecido y se mató de una puñalada en el corazón. Lucio Junio Bruto, sobrino también del rey, quien le había asesinado a su padre, reunió el Senado, contó la historia de aquella infamia y propuso destronar al
Soberbio
y expulsar de la ciudad a toda su familia (excepto él, se entiende). Tarquino, informado, se precipitó a Roma, al mismo tiempo que Bruto galopaba hacia el campo, y probablemente se encontraron por el camino. Mientras el rey trataba de restablecer el orden en la ciudad. Bruto sembraba el desorden en las legiones, que decidieron entonces rebelarse y marchar sobre Roma.

Tarquino huyó hacia el Norte, refugiándose en aquella Etruria de donde sus antepasados habían descendido y cuyo orgullo él había humillado reduciendo sus ciudades a la condición de vasallas de Roma. Debió de ser una bien amarga mortificación para él pedir hospitalidad a Porsena,
lucumón
o sea primer magistrado de Chiusi, que en aquellos tiempos se llamaba Clusium.

Pero Porsena, gran hombre de bien, se la concedió.

En Roma proclamaron la República. Como más tarde la de los Plantagenet en Inglaterra y la de los Borbones en Francia, también la monarquía de Roma había durado siete reyes.

Corría el año 509 antes de Jesucristo. Habían transcurrido doscientos cuarenta y seis
ab urbe condita
.

CAPÍTULO V

PORSENNA

Como siempre que los pueblos cambian de régimen, también los romanos saludaron al nuevo con gran entusiasmo, y en él depositaron de nuevo todas sus esperanzas, incluidas las de la libertad y de la justicia social. Fue convocado un gran
comido centuriado
en el que tomaron parte todos los ciudadanos-soldados, que proclamaron definitivamente enterrada la Monarquía, le atribuyeron la responsabilidad de todos los errores y abusos con que se había mancillado la administración de los negocios públicos en aquellos dos siglos y medio de vida, y, en el puesto del rey nombraron dos
cónsules
, eligiéndolos en las personas de los dos protagonistas de la revolución: el pobre viudo Colatino y el pobre huérfano Lucio Junio Bruto. Habiendo declinado el primero, fue sustituido por Publio Valerio.

Publio Valerio pasó a la Historia con el apodo de
Publícola
, que quiere decir «amigo del pueblo».

Esa amistad, Publio la demostró sometiendo y haciendo aprobar por el
comido
algunas leyes que permanecieron básicas durante todo el período que duró la República. Éstas condenaban a la pena de muerte a quienquiera intentase adueñarse de un cargo sin la aprobación del pueblo. Permitían al ciudadano condenado a muerte el recurso de apelación a la Asamblea, o sea al
comido centuriado
. Y concedían a todos el derecho de matar, aun sin proceso, a quien intentase proclamarse rey. Esta última ley, olvidaba, empero, precisar sobre qué base de elementos se podía atribuir a alguien aquella ambición. Y esto permitió al Senado, en los años que siguieron, librarse de varios enemigos incómodos, señalándoles, precisamente, como aspirantes a rey. El sistema se usa todavía en varios países; los aspirantes a rey se llaman sucesivamente «desviacionistas», «enemigos de la patria», «agentes a sueldo del imperialismo extranjero». Con el progreso, los delitos no cambian. Sólo cambia la rúbrica. Movido por su celo democrático,
Publícola
introdujo también el uso, por parte del cónsul, cuando entraba en el recinto del
comido centuriado
, de hacer bajar, por los lictores que le precedían, las enseñas: aquellos famosos
fascios
, que después Mussolini volvió a poner de moda y que constituían el símbolo del poder. Para demostrar plásticamente que ese poder venía del pueblo; el cual, después de haberlo delegado en el cónsul, continuaba siendo árbitro.

Eran todas ellas cosas buenísimas, que de momento hicieron gran efecto. Mas, una vez enfriados los entusiasmos, la gente comenzó a preguntarse en qué se concretaban, prácticamente, las ventajas del nuevo sistema. Todos los ciudadanos tenían voto, de acuerdo, pero en los
comicios
, se seguía practicando aquel derecho por clases, siempre combinadas sobre el esquema serviano, por el cual los millonarios de la primera, al tener noventa y ocho
centurias
, y, por tanto, noventa y ocho votos, se bastaban solos para imponer su propia voluntad a los demás. En efecto, una de las primeras decisiones que tomaron fue la de revocar las distribuciones de tierras hechas a los pobres por los Tarquino en los países conquistados. Así que hubo muchos pequeños propietarios que se vieron confiscar casa y predio y, al no saber cómo salir adelante, volvieron a Roma en busca de trabajo.

Pero en Roma no había trabajo porque los cónsules, nombrados solamente por un año, no podían emprender ninguna de aquellas obras públicas que eran la especialidad de los reyes, elegidos de por vida por los cinco primeros, y ya a título hereditario, los dos últimos. Además, la República, dominada por el Senado que la había hecho y que estaba constituido por terratenientes de origen sabino y latino, era tacaña, a diferencia de la derrochadora monarquía, dominada por los industriales y mercaderes de origen etrusco y griego. Quería «sanear el presupuesto» como se diría hoy, o sea practicar una política financiera ahorrativa y por otra parte, porque no tenía ningún interés en multiplicar la categoría de los nuevos ricos, sus adversarios naturales.

En suma, la ciudad estaba en crisis y los pobres lugareños que venían en busca de salvación a causa del paro y el hambre del campo, encontraban otra hambre y otro paro. Los talleres estaban cerrados, las casas y caminos, a medio hacer. Los audaces contratistas que habían sido sostenedores de los Tarquíno y empleado a millares de técnicos y a decenas de miles de obreros, estaban proscritos o temían estarlo. Los locales públicos cerraban uno tras otro por falta de clientes, mermados por la escasez de dinero circulante y por el clima puritano que todas las repúblicas difunden o tratan de difundir. Los propagandistas del nuevo régimen arengaban continuamente a la muchedumbre para recordarle los delitos que había cometido el rey. Los oyentes miraban en torno y pensaban fue entre aquellos «delitos» estaba también el Foro, onde en aquel momento se hablaban, y que había sido construido por los execrados reyes.

Otro punto sobre el que los propagandistas insistían era el de los daños perpetrados por la última dinastía, que había intentado convertir a Roma en una colonia etrusca. Algo de eso había, mas precisamente gracias a ellos Roma tenía ahora su Circo Máximo, su alcantarillado, sus ingenieros, sus artesanos, sus
histriones
(que eran los actores de la época), y sus gladiadores y púgiles protagonistas de aquellos espectáculos de los que tan golosos eran los romanos y sus murallas, y sus canales, y sus adivinos, y su liturgia para adorar a los dioses: todo, cosas importadas justamente de Etruria.

No todos lo sabían naturalmente, porque no todos, habían estado en Etruria. Pero de ello eran más conscientes que los demás los jóvenes intelectuales, que habían estudiado y alcanzado la licenciatura en las universidades etruscas de Tarquina, de Arezzo, de Chiusi, donde sus padres les habían enviado a estudiar, y de las que conservaban un gran recuerdo. No pertenecían, en general, a las familias patricias, cuyos hijos eran educados en casa, cuidando de no hacerles hombres instruidos, sino hombres de carácter. Procedían de familias burguesas y su suerte iba ligada a la de los tráficos, las industrias y las profesiones liberales, que eran precisamente, las más afectadas por el nuevo cariz de las cosas.

Por todas estas razones pronto surgió el descontento. Y, desgraciadamente, coincidió con la declaración de guerra, lanzada por Porsenna a instigación de Tarquino.

No se sabe con certeza cómo se desarrolló el asunto. Mas, dada la situación, no es difícil imaginar cuáles debieron ser los argumentos que el depuesto monarca expuso para inducir al
lucumón
a prestarle ayuda. Éste debió sin duda hacerle observar que los Tarquino, aunque de sangre etrusca, no se habían mostrado como buenos hijos de Etruria al haberla atormentado continuamente con guerras y expediciones punitivas hasta reducirlas casi por entero bajo su dominación. Pero
el Soberbio
le respondió probablemente que, en el mismo momento que sus dos predecesores hacían romana a Etruria, hacían también etrusca a Roma, conquistándola, por decirlo así, desde dentro a expensas del elemento latino y sabino que al principio la había dominado. La lucha no se desarrolló entre potencias extranjeras, sino entre ciudades rivales, hijas de la misma civilización. Roma, por bien que segundogénita, no había tratado de destruirlas, sino de reunirlas bajo un mando único para conducirlas al predominio en Italia. Tal vez se había equivocado, tal vez había cargado la mano aquí y allá, mostrándose poco respetuosa hacia sus autonomías municipales. Pero a ninguna los Tarquino habían reservado la suerte a que fueron sometidas por ejemplo Alba Longa y muchos otros burgos y pueblos del Lacio y de la Sabina, destruidos hasta los cimientos. Ninguna ciudad etrusca había sido jamás saqueada. Los mercaderes, los artesanos, los ingenieros, los actores y los púgiles de Tarquinia, de Chiusi, de Volterra, de Arezzo, en cuanto emigraban a Roma no corrían la suerte de los esclavos, sino que alcanzaban una posición preeminente, por lo que toda la economía, la cultura, la industria y el comercio de las ciudades estaban prácticamente en sus manos.

Es decir, lo habían estado mientras los Tarquino permanecieron en el trono, protegiéndolos. Ahora, la República significaba la vuelta al poder de aquellos latinos y sabinos zafios, avaros y desconfiados, reaccionarios e instintivamente racistas, que habían alimentado siempre un odio sordo hacia la burguesía etrusca, liberal y progresista. No se podían hacer ilusiones sobre la manera con que sería tratada. Y so desaparición significaba el afianzamiento, en la desembocadura del Tíber, de una potencia extranjera y enemiga, en lugar de la consanguínea y amiga (aunque un poco litigante y pendenciera), que mañana poría unirse a los demás enemigos de Etruria y contribuir a su ocaso.

¿Temía Porsenna desinteresarse de una ruptura de equilibrio semejante? ¿O no encontraba conveniente prevenir la catástrofe, lanzándose sobre Roma, ahora que el marasmo reinaba en su interior y que en el exterior, especialmente en el Lacio y en la Sabina, a la gente le dolían los huesos por los puntapiés recibidos de los soldados romanos? A una señal del poderoso
lucumón
de Chiusi, todas aquellas ciudades se sublevarían contra las escasas guarniciones que las vigilaban, y Roma se encontraría sola y discorde a merced del enemigo.

No sabemos casi nada de Porsenna. Pero por su comportamiento hemos de deducir que a sus dotes de esforzado general debían de sumarse las de sagaz hombre político. Se dio cuenta de que los argumentos de Tarquino contenían verdad. Pero antes de comprometerse, quería estar seguro de dos cosas: de que el Lacio y la Sabina estaban verdaderamente dispuestas a ponerse de su parte, y de que en la misma Roma había una «quinta columna» monárquica dispuesta a facilitarle el cometido con una insurrección.

Se produjo, en efecto, la insurrección, en la cual participaron también los dos hijos del cónsul Lucia Junio Bruto, olvidadizos, se ve, del fin que
el Soberbio
deparó a su abuelo. Inmediatamente después que la revuelta hubo sido enérgicamente reprimida, fueron detenidos y condenados a muerte. Y su abuelo, dícese, quiso asistir personalmente a la decapitación.

Pero la guerra anduvo mal. Los moradores de las varias ciudades latinas y sabinas degollaron a las guarniciones romanas y unieron sus fuerzas a las de Porsenna que llegaba del norte al frente de un ejército confederado al que toda Etruria había mandado contingentes. Contra esta invasión, Roma, de dar crédito, a sus historiadores, hizo milagros. Mucio Escévola, que había penetrado en el campamento de Porsenna para asesinarle, falló el golpe y castigó por sí mismo su mano falaz, poniéndola encima de un brasero ardiente. Horacio Cocles bloqueó él solo a todo el ejército en la entrada del puente sobre el Tíber, que sus compañeros iban destruyendo a sus espaldas. Mas la guerra se perdió y las mismas leyendas lo comprueban. Su exaltación constituye uno de los primeros ejemplos de «propaganda de guerra». Cuando un país sufre una derrota, inventa o exagera «gloriosos episodios» sobre los que llamar la atención de los contemporáneos y de las futuras generaciones y distraerla del resultado final y conjunto. He aquí por qué los «héroes» prosperan sobre todo en los ejércitos derrotados. Los que vencen no tienen necesidad de ellos. César, por ejemplo, en sus
Comentarios
, no cita ninguno.

La rendición de la Urbe fue, como se dice hoy, incondicional. Tuvo que restituir a Porsenna todos los territorios etruscos. Los latinos se aprovecharon para atacar a su vez Roma, que logró, empero, salvarse con la batalla del lago Regilo donde los dióscuros Castor y Pólux, hijos de Júpiter, fueron en su ayuda. De todos modos, al final de tantas desventuras, la Urbe que bajo el rey había sido la capital de un pequeño imperio, volvía a encontrarse con lo que hoy sería un distrito, que al norte no llegaba hasta Fregene y al sur se detenía antes de Anzio. Era una gran catástrofe y necesitó un siglo para recobrarse.

Pero aquella guerra hizo una víctima aún mayor: Tarquino. Había hecho ya las maletas para volver a Roma, tomar de nuevo el poder y perpetrar sus venganzas, cuando Porsenna le paró y le dijo que no se proponía restaurarle en el trono. ¿Se había dado cuenta de que la restauración monárquica era imposible, o desconfiaba de aquel intrigante que, una vez vuelto a la cabeza de su pueblo y de su ejército, tal vez olvidaría el favor recibido y comenzaría de nuevo a atormentar a Etruria?

Nos inclinamos por la segunda hipótesis. Etruria era un país anárquico, donde cada ciudad quería permanecer independiente y no admitía limitaciones a su propia autonomía. Tarquino habría hecho de Roma una ciudad definitivamente etrusca, pero de Etruria, una provincia definitivamente romana. Etruria no lo quiso, y le costó caro. La Liga que Porsenna había puesto trabajosamente en pie en aquella ocasión, se disolvió antes de que su ejército confederado pudiese restablecer las comunicaciones con las colonias etruscas del Mediodía, que entretanto estaban dentelladas por los griegos. El
lucumón
volvió a Chiusi y allí se encerró, mientras los griegos avanzaban por el sur y se perfilaba por el norte otra terrible amenaza: la de los galos que bajaban de los Alpes e inundaban a las colonias etruscas del valle del Po. Mas tampoco frente a ese peligro encontró Etruria su unidad, aquella unidad que Tarquino quería darle con el signo y el nombre de Roma. El viejo rey siguió intrigando, pero inútilmente. Las victoriosas ciudades del Lacio, con Veyes a la cabeza, colaboraron en impedir su retorno Preferían tener que vérselas con una Roma republicana, cuyas dificultades internas conocían todos y, por tanto, su incapacidad para intentar un desquite, que, en efecto, tardó un siglo en perfilarse.

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