Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (38 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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El Estado nazi, por tanto, fue una «policracia» (agregado de poderes) caótica y anárquica, desprovista de todo atisbo de derecho, regida por la voluntad del Führer, donde poco a poco se fue construyendo un Estado dentro del Estado: es el llamado «Estado SS». Desde la eliminación de las SA en 1934, las SS, que venían actuando como policía del partido nazi, se convirtieron en la policía del Estado. En 1936 todas las policías políticas del Reich quedaron bajo el mando de las SS y de su jefe, H. Himmler, quien sólo dependía de Hitler. Las SS pasaron a ser un complejo entramado independiente de hecho del Estado, dividido en distintos cuerpos con otros tantos cometidos: el general, integrado por no profesionales, dedicado a actividades físicas con fines militares, y otros cuatro especializados en la persecución del comunismo (las Waffen SS), la guardia de los campos de concentración, la seguridad (grupo compuesto a su vez por diferentes secciones: orden público, información y la Gestapo) y el logro de la pureza racial. Himmler pretendió hacer de las SS algo más que una organización política, policial y militar al servicio de Hitler. Su objetivo consistió en convertirlas en la encarnación de la ideología del régimen, es decir, en la punta de lanza para la imposición de la raza aria sobre los pueblos inferiores. Durante la Guerra Mundial, las SS alcanzaron un dominio casi completo en todos los ámbitos, imponiendo el «Orden negro» de Himmler, cuyo poder le convirtió de hecho en el número dos del régimen.

El pensamiento de Hitler, cuyo núcleo consta en su libro Mein Kampf, se articula en torno al darwinismo social y al racismo. Hitler estaba convencido de que la historia es la lucha eterna por la supervivencia entre los pueblos, concepto este último que él identificaba con el de raza. Según él, existe, por tanto, una necesidad vital de combatir, puesto que es la única forma de asegurar la vida. En el combate vence el más fuerte, es decir, la raza pura, pues la mezcla de razas debilita porque hace perder capacidad para el combate. No todas las razas son iguales. La superior es la blanca, y en su seno la más fuerte es la aria («raza de los señores»), caracterizada por personas de estatura alta, rubias y dolicocéfalas. Próximos a los arios están otros grupos étnicos vecinos (flamencos, anglosajones), después otros blancos pero más mezclados, como los latinos, y por debajo los pueblos o razas inferiores” (eslavos, negros y, sobre todo, los judíos).

El pueblo judío constituye —según Hitler— un caso especial, pues no dispone de un espacio propio y forma un Estado aparte dentro de los demás Estados, es decir, este pueblo no ha tomado parte en la lucha por la supervivencia según las reglas de la historia y, en consecuencia, es preciso eliminarlo para restablecer el curso normal de la historia. Además, los judíos son responsables de los males de Alemania, donde habitan como parásitos con el objetivo de corromper al pueblo arlo inoculando en su interior ideologías nocivas, tales como el internacionalismo, el pacifismo, la democracia y el marxismo. Hitler insiste en que el marxismo (y, por ende, el bolchevismo) es la nueva creación judía para destruir a los pueblos sanos. El pueblo ario, que por ser el superior debe expandirse para disponer del suficiente espacio vital para su adecuado desarrollo, tiene la misión de exterminar a judíos y bolcheviques. Con la conquista del Este de Europa se conseguirían ambos objetivos y al mismo tiempo comenzaría el dominio del pueblo alemán, destinado a convertirse en el dueño de la tierra y a establecer durablemente su poder (es el mito del «Reich para mil años» en que tanto insistió la propaganda nazi). El dominio ario se logrará mediante un Estado fuerte, totalitario, que necesariamente debe ser racista, para evitar contener en su seno elementos que puedan debilitarlo. El Estado ha de imponerse a los individuos y no puede basarse en el principio democrático, que es meramente cuantitativo y está viciado en sí mismo, sino en la selección natural de los mejores hasta llegar al mejor, al que conducirá al pueblo: el Führer. Entre el Führer y el pueblo (que es a la vez una comunidad racialmente pura, donde no existe la lucha de clases, y una masa de fieles seguidores) existe un lazo místico que con Duce a la mitificación del Führer.

La fórmula: Ein Volk, ein Reich, ein Führer (un solo pueblo, un solo Estado, un solo jefe), que resume el ideal nazi, condujo a un sistema totalitario creado mediante el control completo de los individuos, la imposición del Estado y del Partido y, sobre todo, el terror.

El régimen nazi recurrió a un doble método para someter a la sociedad alemana: la estética política y la violencia. Mediante un amplio aparato propagandístico que utilizó los medios más modernos (radio, cine, noticiarios y documentales cinematográficos, espectaculares montajes ingeniosos…), se desarrolló toda una liturgia encaminada a presentar a Hitler como el salvador de la nación y como la encarnación de las aspiraciones, los sentimientos más nobles y el futuro del pueblo alemán. Los famosos congresos del NSDAP de Núremberg, los grandiosos desfiles nocturnos, las fiestas del partido, las conmemoraciones, etc., fueron revestidas de un carácter religioso, místico y emocional que influyó ampliamente en los alemanes. Por otra parte, el rígido control y el dirigismo cultural, al mismo tiempo que eliminaron todas las manifestaciones «degeneradas» (es decir, lo mejor de las realizaciones culturales de la rica época de la república de Weimar), potenciaron una nueva concepción del hombre y de la vida basada en el espíritu de sacrificio, el culto al héroe, la irracionalidad, la glorificación de la guerra, el mito del germanismo y de «la vida sana del pueblo». En este sentido se encaminó la producción pictórica, la literatura, las grandes realizaciones arquitectónicas, etc., lo cual ocasionó un extraordinario empobrecimiento cultural del que únicamente se salvan casos aislados, como las obras cinematográficas de la realizadora Leni Riefenstahl. Los grandes científicos y creadores alemanes o fueron obligados a mantener un vergonzoso silencio (algunos, como Heidegger o Richard Strauss, inicialmente apoyaron a los nazis) o se exiliaron. En la nómina del exilio figuran personas clave de la cultura del siglo XX, como los escritores Bertolt Brecht, Thomas Mann, Robert Musil… los pintores Grosz, Klee, Kandinski…, el arquitecto Gropius, los compositores Schonberg, Klemperer…, 24 científicos premio Nobel, entre ellos Einstein, una multitud de economistas, sociólogos y filósofos, como Lipmann, Norbert Elias, Schumpeter, Erich Fromm, W Reich, Adorno, Marcuse, Karl Popper, etc.

Los efectos de la labor propagandística se completaron y ampliaron mediante el terror. Desde el inicio, el régimen nazi practicó detenciones arbitrarias y muy pronto la noción de justicia y su práctica quedaron desvirtuadas. Cualquier acto contradictorio con «los sentimientos sanos del pueblo», es decir, con las ideas del Führer, era considerado criminal y sin ajustarse a los procedimientos judiciales se practicaban detenciones y se enviaba a los presos a los campos de concentración, que comenzaron a funcionar tras el incendio del Reichstag en 1933 para acoger a los «enemigos mortales» del régimen (los comunistas y socialistas). A partir de 1935 la gestión de los campos quedó a cargo de las SS y los trabajos forzados comenzaron a ser la regla, al tiempo que fueron llegando presos de todo tipo, entre ellos los homosexuales, los «ociosos» y, desde 1938, los judíos. Al igual que el fascismo italiano, el régimen nazi controló a la población alemana mediante su encuadramiento en organizaciones, encabezadas por un «Führer», y puso especial cuidado en la formación de la juventud, organizada en la Juventud Hitleriana (la Hitlerjugend, mandada por von Schirach). Desde 1936, al cumplir 14 años todos los alemanes estaban obligados a integrarse en este organismo, donde se les formó en el espíritu comunitario, el desprecio a los débiles, el culto al Führer, el gusto por el riesgo…, es decir, en los ideales que debían conformar el espíritu del «hombre nuevo» nazi. Hitler —dijo— deseaba una juventud «dura como el acero de Krupp» y antepuso ese objetivo a la educación establecida, a la vez que dio prioridad al estudio de nuevas materias (la historia y geografía alemanas «corregidas», la «biología» racista, la educación física, la lengua alemana). Fue constante el conflicto entre el sistema educativo y las juventudes Hitlerianas, resuelto a favor de éstas, y constituyó una prueba del caos del Estado nazi, aunque la actividad propagandista y la demagogia crearon una juventud fanatizada, orgullosa del uniforme nazi y de su papel en el engrandecimiento del Estado, rebelde hacia sus padres y la generación anterior, despreciativo de la inteligencia (en las universidades se cambiaron los planes de estudio y se enseñó «matemáticas alemanas», «física aria», «química de guerra», «economía de guerra», etc.)

En el ámbito económico y social, el control y el dirigismo pretendieron hacer desaparecer todo atisbo de lucha de clases. El régimen no puso en duda las bases fundamentales del capitalismo (propiedad privada, autoridad patronal, beneficios) y olvidó pronto el espíritu reivindicativo obrero al que aludió con frecuencia antes de llegar al poder. Los asalariados fueron obligados a inscribirse en el Frente del Trabajo, un organismo que inicialmente pretendió hacer las funciones de los desparecidos sindicatos pero que, tras la presión de la patronal, abandonó toda tentación en este sentido, y su cometido quedo reducido a desarrollar actividades lúdicas y culturales a través de una nueva institución, La Fuerza por la Alegría, con funciones similares a la fascista Opera Nazionale Dopolavoro. El obrero quedó sin derecho alguno, incluso careció de libertad para elegir empleo y, por supuesto, la huelga era ilegal, pero se le organizaban sesiones de cine y teatro, actividades deportivas y, lo que despertó gran expectación, cruceros de vacaciones.

El desmantelamiento de la capacidad reivindicativa de los obreros redundó en beneficio de la patronal, cuya posición en el sistema resultó muy cómoda, a pesar del dirigismo del régimen, de algunas modificaciones en la organización de las empresas y de la adopción de planes cuatrienales, que afectaron poco al sector privado. El segundo de estos planes, dirigido por Goring e iniciado en 1936, estuvo encaminado hacia la preparación de la guerra. En definitiva, subsistió la estructura capitalista y aun se reforzó mediante concentraciones empresariales. La «revolución» nazi cosechó un patente fracaso, por otra parte, en el medio rural. La política agraria se encaminó al reforzamiento de la propiedad mediana campesina con el fin, ante todo, de dotar de una sólida base social a la nueva Alemania, pues la ideología nazi consideraba que en el campesinado era donde mejor se plasmaba la alianza de suelo y sangre sobre la que se sustentaba el «hombre nuevo». Aunque se prohibió la emigración rural, se otorgaron honores y facilidades a los campesinos, se bajaron impuestos y se permitieron alzas de precios. La población agrícola bajó del 20,8% al 18% en el total de población activa y las rentas agrarias se elevaron en un 33%, mientras que las del comercio y la industria crecieron en un 88%. La ambición totalitaria de remontar el curso del tiempo no fue capaz de contrarrestar la dura lógica de la evolución económica y social, de modo que la sociedad urbana e industrial triunfó sobre la pretendida Alemania bucólica, prosiguió el dominio de los Junkers en la cúpula militar, los patronos de la industria y las finanzas mantuvieron su influencia económica a pesar de las concesiones al nazismo y, desafiando el riesgo, los obreros practicaron la resistencia mediante el absentismo y la huelga (en 1936 tuvieron lugar 176 huelgas). La política totalitaria nazi no logró la nueva sociedad pretendida, aunque se atrajo el apoyo de las masas fanatizadas por la propaganda y atemorizadas por el terror (Bruneteau, 1999, 167).

5 La Segunda Guerra Mundial (1939-1945)
5.1. El fin de la seguridad colectiva. Las crisis internacionales

La crisis económica y los importantes cambios políticos ocurridos en Europa en los años treinta desbarataron las esperanzas forjadas en la década anterior en el inicio de una nueva era en las relaciones internacionales basada en el concepto de «seguridad colectiva» y en el abandono de la guerra como medio para resolver las diferencias. Como se ha visto en el capítulo tercero, ya antes de 1929 se habían puesto muchas trabas al desarme y a la Sociedad de Naciones, los dos pilares fundamentales en que se sustentaban tales esperanzas, pero desde el inicio mismo de la década siguiente se disiparon todas las dudas al respecto. La crisis económica había derrumbado el sistema de pagos de las reparaciones y de las deudas de guerra, hecho que —como ha resaltado R. Miralles, 1996,189— tuvo de inmediato consecuencias perturbadoras en las relaciones internacionales; pero lo que marcó de forma decisiva el cambio de coyuntura fueron dos acontecimientos: la ocupación de Manchuria por Japón y la llegada de Hitler al poder (Lamb y Tarling, 2001, 92). Tanto por su potencialidad desestabilizadora, como por las áreas geográficas afectadas, ambas muy conflictivas en los últimos tiempos, estos dos hechos constituyen sin duda el inicio de la cascada de conflictos que condujo de nuevo a la Guerra Mundial.

Bajo el pretexto de un incidente menor (un atentado contra la vía férrea al Sur de Manchuria, línea administrada por Japón), el ejército nipón ocupó en septiembre de 1931 la provincia china de Manchuria y la convirtió a comienzos del año siguiente en un Estado teóricamente independiente, denominado Manchukuo, a cuyo frente colocó a Pu-yi, el último emperador chino, depuesto en 1911. La Sociedad de Naciones condenó la acción, pero no decretó sanción alguna y Japón prosiguió su expansión imperialista al Norte de China con la ocupación de territorios que colocó bajo su «protectorado». Esta situación fomentó el nacionalismo extremista en Japón y favoreció la influencia del ejército en la política del país, orientada, por una parte, hacia la formación de un gran imperio en Extremo Oriente (empresa que contó con un amplio apoyo popular y de los medios religiosos) y, en el interior, hacia la constitución de un sistema totalitario en el que se suprimieron las libertades individuales, sindicales y culturales y se desarrolló una intensa propaganda a favor de una ideología racista y anticomunista visceral. En febrero de 1936, un golpe de mano protagonizado por el ala más extremista del ejército (los «Jóvenes Oficiales»), resuelto con el asesinato de importantes personalidades políticas, acentuó el carácter totalitario del régimen y eliminó toda disidencia. De esta forma se consolidó un sistema que algunos califican como el «fascismo nipón» y otros como una «dictadura sin dictador», pues hasta 1940 no hubo ni culto al «jefe» (no se alteró la consideración hacia la figura del emperador) ni partido único (J. Gravereau, 1993, 66-71).

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