Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (42 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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El terror y la deshumanización fueron las principales características de la imposición del «nuevo orden» sobre las poblaciones dominadas. En los territorios conquistados a partir de 1941, los japoneses se comportaron con una crueldad fuera de lo común. La nueva administración impuesta por Tokio instituyó como norma la corrupción y los abusos de todo tipo y consideró a la población autóctono como mano de obra esclava, al servicio de la raza y de la cultura superior nipona. Las tropas japonesas establecidas sobre el terreno disponían a voluntad de drogas, de auténticos harenes de mujeres esclavizadas y del lujo más escandaloso, y no dudaron en masacrar públicamente a un gran número de habitantes locales para infundir terror al resto. Los prisioneros de guerra, internados en condiciones inhumanas en campos de concentración, fueron obligados a realizar trabajos forzados en la jungla (el cine ha dejado abundantes testimonios de este procedimiento) y muchos de ellos —se calcula en torno al 30%— fueron asesinados.

La deshumanización y el genocidio alcanzaron las cotas más asombrosas en la Europa sometida al «orden nazi». En el momento de su apogeo, en 1942, el imperio alemán se extendía desde el Atlántico hasta las proximidades de Leningrado y Moscú. Regido de acuerdo con las convicciones racistas de Hitler, el imperio estaba compuesto por territorios con distinto estatuto administrativo. El primer núcleo lo formaba el «Gran Reich», integrado por las anexiones a Alemania efectuadas desde 1937: Austria, los Sudetes, Memel, Danzig, Eslovenia, Eupen, Malmedy, Luxemburgo, Alsacia y la parte de Polonia incorporada en septiembre de 1939.

Habitados por población alemana, estos territorios fueron sometidos a un proceso de fuerte germanización y se trató de eliminar todo rastro de su historia anterior, tratando incluso de hacer olvidar las denominaciones históricas de los países. Otras zonas quedaron bajo administración directa nazi. Se trata del Gobierno General de Polonia (entidad nueva constituida por los territorios ocupados por Alemania y no anexionados), Ucrania, Noruega (tras el fracaso del líder fascista local, Quisling, de establecer un gobierno propio), Holanda, Bélgica y la parte de Francia ocupada, territorios todos ellos dirigidos por un gobernador nombrado por Hitler. Una tercera clase la formaban los Estados sometidos a la tutela nazi: el protectorado de Bohemia y Moravia, Dinamarca, la Francia de Vichy, Eslovaquia y los Balcanes, donde se constituyeron gobiernos autónomos impuestos por los nazis o, si no fue éste el caso, supeditados por completo a sus directrices. Finalmente estaban los Estados satélites, antiguos Estados que mantuvieron formalmente su independencia pero actuaron totalmente dentro de la órbita alemana, como sucedió a Hungría, Rumania, Bulgaria y, en cierto modo, Finlandia (este último fue más bien un aliado que un Estado satélite). Italia constituye un caso especial, pues su dependencia respecto a Alemania pasó por distintos grados, hasta el establecimiento en 1943 de la República de Saló, sometida por completo a la voluntad de Hitler.

El resultado final fue la creación de una nueva Europa, concebida por los nazis no como una entidad geográfico-política, sino racial, en la que todo estaba al servicio del pueblo superior (el ario). Este pueblo, según los teóricos del nazismo, se había ganado el derecho, mediante la guerra, a gobernar Europa según nuevas reglas. No servían ya las relaciones entre Estados soberanos, legalmente iguales, pues no todos los pueblos eran jurídicamente iguales. Por tanto, se debía establecer una organización, una disciplina, un orden nuevo” basado en la dependencia de los pueblos inferiores respecto al superior.

Los nazis impusieron métodos radicales en el imperio, distintos según zonas. A los territorios del Oeste se les exigió un gran esfuerzo económico y humano para mantener el ejército de ocupación y contribuir al programa de guerra alemán, de modo que la mayoría de las empresas quedó intervenida y obligada a entregar su producción a Alemania. A los del Este se les consideró como simples proveedores de los recursos necesarios para Alemania, en especial alimentos y productos energéticos, y sin reparar en las necesidades de la población autóctono se practicó un saqueo sistemático. En cuanto a la suerte de las poblaciones, varió de acuerdo con los principios racistas de Hitler. En general, los nazis pensaron que podían disponer a discreción de los habitantes del imperio y procedieron a traslados más o menos forzosos según su origen geográfico y los intereses determinados por el curso de la guerra. Todos, por tanto, fueron utilizados como mano de obra (los europeos del Este en peores condiciones que los occidentales) y obligados a moverse, según se creyera conveniente. En conjunto, más de 30 millones de personas se vieron obligados por unas razones u otras a cambiar de residencia. Como sucedió en casi todos los órdenes, las transferencias de población alcanzaron dimensiones menores en el Oeste que en el Este.

Quienes ofrecieron resistencia a los ocupantes corrieron el riesgo de ser ejecutados sumariamente o fueron enviados a los campos de concentración, donde desde el inicio de la guerra se practicaron las ejecuciones sumarias y la eutanasia. Los reclusos de los campos, inicialmente prisioneros políticos, comenzaron a ser muy variados por su condición y procedencia. Gitanos, bohemios, enfermos mentales y, sobre todo, judíos llenaron los ya existentes, destinados a presos políticos, y hubo que abrir otros en todo el imperio, hasta constituir una tupida red. Más de 1 600 000 reclusos pasaron por los aproximadamente 10 000 campos de muy diversa categoría y condición (aparte de los 22 principales y de los ocho de exterminio hubo campos especializados, por ejemplo, en enfermos mentales y en niños) extendidos de Noruega a Creta. A partir de 1942, los campos de concentración se convirtieron en proveedores de mano de obra esclava para la rehabilitación de tierras, la actividad minera o los establecimientos industriales ubicados en sus proximidades, bien por la industria privada (como el grupo IG Farben), bien por las propias SS. Los malos tratos, las pésimas condiciones higiénicas, la subalimentación y las duras exigencias laborales ocasionaron un elevado índice de mortalidad, de modo que en los lugares de mayor explotación en torno al 60% de los internos perdió la vida.

En 1940 se creó la Comisión del Reich para la Consolidación de la Germanidad (RKFDV) para organizar los movimientos de población, investigar las características raciales de los des lazados y crear en el territorio del Gobierno General de Polonia campos de acogida de mano de obra enteramente disponible, es decir, en condiciones semejantes a la esclavitud. La dirección de este organismo fue encomendada a las SS e inmediatamente se puso en marcha una política de transferencia de poblaciones en el Este, que comenzó con Polonia. Los planes de Hitler, interpretados con el máximo celo por Himmler, consistían en germanizar el Este, crear una reserva perfectamente controlada de «razas inferiores» (eslavos y judíos) y acabar con el bolchevismo. El sometimiento completo de los habitantes de esta parte de Europa implicaba, asimismo, la erradicación de su propia cultura, de ahí que fueran clausuradas las universidades polacas y sólo se permitiera una educación primaria y profesional elemental. El objetivo exclusivo de esa educación debía ser enseñar aritmética hasta llegar al número 500 como máximo, escribir el propio nombre y asumir la doctrina de que es ley divina obedecer a los alemanes y ser honrado, activo y bueno. «No creo que haga falta la lectura —indicó Himmler—, y aparte de este tipo de escuela, no habrá ningún otro en todo el Este.»

Para aliviar los problemas ocasionados por la concentración de judíos y eslavos en el Gobierno General de Polonia (su responsable político, el nazi Frank, y algunos altos dirigentes del Reich, como Göring, estaban en contra del plan porque estimaron que impedía el desarrollo industrial de la zona), en mayo de 1940 Himmler propuso trasladar a los judíos a una colonia francesa, en concreto a la isla de Madagascar, pero la resistencia británica impidió apoderarse de esta colonia. El problema se agravó tras el inicio de la campaña de Rusia por el incremento espectacular de prisioneros. Muchos de ellos fueron dejados morir de hambre o fueron ejecutados sumariamente, así como los campesinos sospechosos de prestar ayuda a los partisanos (es la «guerra de exterminio» o Vernichtunskrieg), mientras no cesaban de llegar judíos a los campos de concentración. En fecha indeterminada, que se suele fijar entre junio y septiembre de 1941, Hitler ordenó la liquidación total de los judíos (política de «solución final» o Endlösung) y comenzó la deportación completa de los judíos de toda Europa a los campos especializados en el exterminio. Los nombres de estos centros (Belzec, Makdanek, Chelmo, Treblinka, Sobibo… el más famoso de todos, por su enorme capacidad y por el número de muertes ocurridas en él: Auschwitz-Birkenau), evocan la capacidad del orden nazi para destruir al ser humano, como ha testimoniado con profundidad e inteligencia Primo Levi en su libro Si esto es un hombre (1958).

La eliminación física de los enemigos del régimen y de los pertenecientes a «razas inferiores» comenzó realizándose según los procedimientos convencionales, en particular el fusilamiento, pero el exterminio de un gran número de personas a la vez exigió nuevos métodos. Se utilizaron camiones o furgones especiales, con capacidad para un máximo de 60 personas, en los que se introducía monóxido de carbono procedente de motores diesel, pero tampoco este procedimiento se mostró eficaz para satisfacer los deseos nazis y se construyeron salas destinadas a gasear a un centenar de personas o más a la vez en los campos de la muerte (las instalaciones de Auschwitz-Birkenau eran capaces de matar diariamente, utilizando el gas ciclón B, a 12 000 personas). De cinco a seis millones de judíos y entre 200 000 y medio millón de gitanos, polacos, ucranianos, rusos, etc., fueron exterminados mediante este sistema de asesinato en cadena. La «solución final» —ha escrito Mazower (2001, 196)— puso de relieve la eficacia genocida de una operación realizada por una burocracia dotada de equipo industrial.

El genocidio nazi no fue obra únicamente de las SS, aunque éstas fueron sus protagonistas principales y sus más vesánicas ejecutaras. En él participaron Goebbels y su aparato propagandístico, los jefes de ferrocarriles destinados al transporte de los prisioneros y deportados, médicos y científicos encargados de vigilar la pureza de la raza, funcionarios del ministerio de Asuntos Exteriores, los gobiernos y el aparato policial de los países satélites de Alemania y el propio ejército alemán. Sobre la participación de la Wehrmacht en los horrores nazis, siempre negada por los militares alemanes, se ha debatido extensamente, pero la investigación actual ha dejado fuera de toda duda el hecho. Los mandos del ejército y los soldados asumieron por completo la obsesión de Hitler de acabar con los bolcheviques y practicaron las masacres masivas de prisioneros rusos y partisanos, colaboraron con las SS en la persecución de los judíos y participaron ampliamente del ambiente general antisemita de la Alemania nazi (Solchany, 2000). Más discutido es el papel de la población civil alemana, muy comprometida en el genocidio y ferviente admiradora de Hitler hasta el último momento, según ciertas tesis recientes muy espectaculares. En cuanto a la ausencia de reacción por parte de los aliados ante las masacres en los campos de la muerte también existen posiciones encontradas. En cualquier caso, está demostrado que los gobiernos de Estados Unidos y el Reino Unido recibieron información antes del final de la guerra sobre lo que acontecía en los campos de concentración. Salvo algunas advertencias verbales, nada hicieron los aliados en este punto.

El fenómeno de la resistencia es, asimismo, muy debatido, entre otros motivos porque en un buen número de países se aludió a él tras la guerra en busca de legitimidad o continuidades, creándose de esta manera una especie de mitología de la resistencia. Al margen de mixtificaciones de variado tipo, en todas partes, se organizó alguna forma de resistencia contra los nazis. En Alemania existieron diversos grupos de composición heterogénea (estudiantes, intelectuales, comunistas, clérigos…) dedicados a enviar información a los aliados, ayudar a las víctimas del terror y a denunciar los crímenes nazis, pero casi todos ellos fueron desmantelados progresivamente por la Gestapo antes de finalizar la guerra. También fracasaron varios intentos de atentar contra Hitler, el más relevante fue el protagonizado en julio de 1944 por el coronel Stauffenberg, en contacto con otros militares conservadores y con sectores de la derecha nacionalista contraria a Hitler. Las iglesias, sin embargo, no practicaron en cuanto tales ninguna oposición al régimen (el debate sobre la actitud del papa Pío XII sigue abierto en la actualidad), aunque algunos clérigos o pastores, a título individual, como el destacado teólogo protestante Bonhoeffer, desplegaron gran actividad. En la Europa ocupada surgieron en todas partes grupos clandestinos dedicados a fomentar la subversión, a movilizar la opinión mediante publicaciones muy diversas y numerosas, al sabotaje y a ofrecer información militar a norteamericanos y británicos. Los judíos, por su parte, organizaron numerosas redes de autoprotección para ayudar a sortear a los nazis. En algunos lugares, la resistencia formó cuerpos armados (denominados, según el caso, maquis, partisanos, guerrilleros, etc.) que fueron alcanzando mayor envergadura con el paso del tiempo. El debate en su seno por la preeminencia (con frecuencia se enfrentaron los sectores comunistas, muy activos y mejor organizados al efecto que los demás, con otros de signo político o ideológico diferente) y los problemas originados por la ayuda recibida por parte de las potencias en lucha contra los nazis, ha hecho que no cese la polémica acerca de sus intenciones (revolucionarias o no) y su actividad. Es evidente, con todo, que en algunos lugares, como en los Balcanes y en China, los partisanos comunistas tuvieron un especial protagonismo.

Los gobiernos contendientes pusieron especial empeño en elevar la moral de la población. Desde el inicio de la guerra se crearon en todas partes organismos oficiales encargados de debilitar la causa enemiga y de movilizar a su población y a la de los Estados neutrales. Lo que se ha denominado «guerra psicológico», fenómeno ya ensayado ampliamente en la Primera Guerra Mundial, alcanzó ahora proporciones mayores gracias al desarrollo técnico de dos medios de comunicación de masas, el cine y la radio, y a la mayor implicación general de la población civil en la contienda. Los temas dominantes en la propaganda variaron según las circunstancias y países, pero en general parece que alemanes y japoneses tuvieron más éxito que los aliados en imbuir en los habitantes de sus territorios un sentimiento de solidaridad y de pertenencia a una comunidad necesitada de mantener su cohesión sin fisuras para alcanzar las metas que les pertenecían por derecho propio. Esto explica que el espíritu combativo de alemanes y japoneses se mantuviera muy fuerte hasta los últimos instantes, cuando la evidencia de las operaciones militares no dio lugar a dudas sobre el desenlace de la guerra.

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