Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (75 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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Salvo el caso de Sudáfrica y los tímidos signos de apertura democrática que se apreciaron en Marruecos tras la muerte del rey Hassan II, la evolución del continente africano en el cambio de siglo no da apenas motivos para la esperanza. África había sido desde los años sesenta uno de los grandes escenarios de confrontación entre los dos bloques de la Guerra Fría, lo que, añadido a los problemas fronterizos y étnicos heredados de la época colonial, se tradujo a lo largo de esos años, sólo en el África subsahariana, en treinta y cinco grandes guerras, que provocaron diez millones de muertos y el doble de refugiados (Velga, Da Cal y Duarte, 1997, 355). El fin del comunismo hizo que estos países perdieran la importancia relativa que, como peones de las grandes potencias, habían tenido en el gran tablero de la Guerra Fría. Pero las guerras civiles y los golpes de Estado se habían convertido en el modus vivendi de poderosas minorías armadas que continuaron actuando como en los tiempos de la Guerra Fría, aunque sin la coartada ideológica ni, generalmente, los apoyos internacionales de los que disfrutaron hasta 1990. La actuación de los llamados señores de la guerra en Somalia en 1991, artífices de la caída del régimen prosovi ético de Siad Barre, es sintomático de un fenómeno que ha presidido la historia del continente desde la independencia y, especialmente, tras el fin de la Guerra Fría: la extrema fragilidad del poder del Estado-nación —cuando no su patrimonialización por un clan, un grupo o una familia—, la exacerbación de viejos enfrentamientos tribales y la guerra concebida como actividad lucrativa en países sometidos a una depauperación sistemática antes y después de la descolonización. Incluso un país que dispone todavía, gracias al petróleo, de grandes recursos naturales como Nigeria sufre un nivel de pobreza mayor que antes de la independencia como consecuencia de la acción depredadora del Estado y de las minorías que lo controlan —tres de los 374 grupos étnicos del país—. El altísimo impacto del sida en el África subsahariana, donde a mediados de los noventa se concentraba el 60% de los seropositivos de todo el mundo, completa el cuadro desolador que presentaba el continente a finales de siglo y es una consecuencia, entre otros muchos factores, del subdesarrollo del sistema sanitario de unos países que, a finales de los años ochenta, contaban con una media de un médico por cada 18 488 habitantes (uno por 344 en los países desarrollados).

La guerra, la enfermedad, el hambre y el genocidio han creado un círculo vicioso muy difícil de romper, ya sea desde dentro o desde fuera. La intervención en Somalia en 1992, primero norteamericana y luego de la ONU, evidenció las grandes dificultades de una operación de esta naturaleza, mitad militar, mitad humanitaria. La dudosa eficacia de la ayuda económica, que en buena parte acabó en poder de los señores de la guerra, más la hostilidad con que fueron recibidas las tropas occidentales y la omnipresencia de los medios de comunicación en la zona, con el consiguiente impacto en la opinión pública occidental, pusieron rápidamente en crisis la doctrina de la injerencia humanitaria que Occidente pretendía aplicar en los nuevos conflictos de la pos-Guerra Fría. El peligro de una vietnamización del problema —la gran obsesión de las administraciones norteamericanas desde los años setenta— decidió finalmente al presidente Clinton a ordenar la retirada de las tropas. El fiasco de la intervención en Somalia no fue ajeno a las divisiones que suscitaron en Occidente las matanzas desencadenadas en Ruanda y por extensión en los Grandes Lagos, en 1994, con un saldo de un millón de muertos, en su mayoría miembros de la etnia tutsi asesinados por hutsis radicales. Frente a los intentos de Francia de intervenir en la zona, se impuso el criterio norteamericano de evitar toda injerencia internacional en el conflicto, propagado rápidamente a los países vecinos. Estos episodios, relativamente frecuentes en el África poscolonial, contribuyen a afianzar la idea de que, superada la fase en que el continente era una pieza codiciada por su valor económico o estratégico, existe una fatalidad histórica que lo conduce inexorablemente a la marginación y la autodestrucción.

Podría decirse, pues, que el destino del África subsahariana pone seriamente en entredicho la naturaleza misma de la globalización, en la medida en que este proceso no sólo se muestra compatible con la marginación, sino que actúa como un poderoso factor de exclusión de aquellos países o grupos sociales considerados inaptos o innecesarios, como los subclase que habitan en los guetos de las grandes ciudades occidentales. Pero el impacto de la globalización en el Tercer Mundo presenta otras vertientes, entre las cuales, ciertas formas de hiperintegración en la economía global pueden llegar a ser tan dramáticas como la exclusión. Es el caso del narcotráfico y de sus efectos corrosivos sobre las estructuras económicas y políticas de algunos países del Tercer Mundo. Colombia representa tal vez el principal paradigma. La especialización de su economía en el narcotráfico desde los años ochenta sería fruto de una multitud de factores interrelacionados: la tradicional presencia en la zona de las mafias norteamericanas, la crisis industrial de los años setenta, que llevó a algunos empresarios a probar fortuna en la economía sumergida; la existencia de bandas terroristas y contraterroristas con un poder incontestable en determinadas regiones del país y la debilidad y corrupción del aparato del Estado. La alta rentabilidad conseguida mediante la producción de cocaína y su distribución en el mercado internacional, sobre todo en Estados Unidos, revirtió en la economía colombiana a través del blanqueo de dinero. Esta circunstancia otorgó un significativo respaldo social a las redes vinculadas al narcotráfico, tanto por la dependencia económica que generó en amplias capas de la población como por la capacidad que esas redes o carteles mostraron para transformar una parte de sus beneficios en bienes de uso comunitario, al estilo de las mafias tradicionales. El éxito de esta particular política redistributiva explica la inmensa popularidad de personajes como Pablo Escobar.

La llamada sociedad red abre, como se ve, oportunidades insospechadas para las organizaciones criminales de corte más tradicional, desde las viejas mafias dedicadas a la delincuencia común a gran escala, hasta las organizaciones paramilitares y terroristas con una ideología asimilable a la extrema derecha, al estilo de las milicias racistas y ultranacionalistas que proliferan en Estados Unidos, como la que lleva por nombre Angry White Male, o de la secta japonesa Aum Shinrikyo, en la que el milenarismo y el fanatismo religioso van de la mano de una alta sofisticación tecnológica al servicio de una estrategia terrorista sin una intencionalidad política clara. Pero, en algunos casos, la red sirve de cauce también a nuevas formas de protesta que surgen extramuros del sistema en defensa de los marginados. En este sentido, la globalización actúa al mismo tiempo como un mecanismo de exclusión y como un medio altamente eficaz de lucha contra ella. Así lo demuestra la importancia que ha adquirido Internet en el desarrollo del extenso, aunque heterogéneo, movimiento antiglobalización que ha protagonizado sonados actos de protesta en las cumbres de las principales instituciones económicas mundiales. Pero el paradigma de esa utilización de la red en la lucha contra los efectos perversos de la globalización lo constituye el proceso iniciado por los zapatistas mejicanos en enero de 1994. En esa fecha, 3000 guerrilleros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional se alzaron en armas en el Estado de Chiapas, situado al Sur de México, en protesta por la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, cuyas condiciones supusieron un duro golpe para productos agrícolas, como el café y el maíz, de gran importancia para ciertas comunidades campesinas. Al grito de «Hoy decimos ¡basta!», la guerrilla zapatista, integrada por campesinos indígenas, dirigida por intelectuales urbanos y apoyada por la Iglesia Católica, inició un levantamiento armado que, tras la intervención del ejército, quedó localizado en algunas zonas poco accesibles del interior de la selva.

Lo que empezó como una lucha de guerrillas clásica derivó en seguida hacia una nueva forma de resistencia que conjugaba el aislamiento físico de los insurgentes con su acceso a los canales mundiales de comunicación a través de Internet. Conectados con grupos de simpatizantes repartidos por todo el mundo y con los grandes mass media internacionales, atraídos por el interés informativo del fenómeno, los zapatistas quedaron a cubierto de la acción represiva de su gobierno y llegaron a crear un verdadero contrapoder frente al Estado mejicano no sólo en la zona selvática bajo su control, sino en ese espacio virtual que una tecnología avanzada, pero asequible, ponía a su disposición. Su experiencia plantea algunos interrogantes sobre la compatibilidad entre el proyecto indigenista de las comunidades campesinas que nutren el zapatismo y la mentalidad de sus dirigentes, como el célebre subcomandante Marcos, más próximos a la izquierda clásica y a los movimientos insurgentes que tuvieron tanto predicamento en la juventud universitaria en los años sesenta y setenta. Pero es indudable que la rebelión zapatista —la «primera guerrilla informacional», en palabras de M. Castells (1998a, 95)— ha adquirido una gran notoriedad como paradigma de un nuevo tipo de revolución social en los tiempos de la sociedad red, en el que la globalización es causa y cauce de la protesta y una pequeña comunidad primitiva puede llegar a ser la avanzadilla de un movimiento de resistencia internacional al nuevo orden.

11.6. Balance de un siglo de globalización

La globalización, la globalidad o la mundialización, como, indistintamente, se denomina según autores y ámbitos lingüísticos, es, sin duda, uno de los fenómenos más característicos de los últimos cien años de historia contemplados en su conjunto, cuando el siglo ha cerrado ya su ciclo. Pero esta primera percepción requiere algunas matizaciones. Si tomamos una perspectiva histórica general, se aprecia fácilmente cómo, desde sus orígenes, la historia de la humanidad avanza hacia su ampliación a escala planetario mediante un proceso sincopado que presenta momentos de aceleración y de estancamiento. Es indudable que en el siglo XX el ritmo y las formas de la globalización se han acelerado a una velocidad insospechada, pero no es seguro que las principales aportaciones del siglo a la mundialización —por ejemplo, la creación de Internet— sean más importantes que acontecimientos históricos muy anteriores, como el descubrimiento de América. Conviene tener en cuenta, por otra parte, que el protagonismo adquirido por las tecnologías de la información en el último cuarto de siglo puede contaminar nuestra visión del conjunto de estos cien años y llevarnos a una sobrevaloración de un fenómeno que debe ser analizado con una perspectiva histórica lo más amplia posible, más allá de la visión inmediatista que a veces ofrecen los medios de comunicación.

No estará de más recordar que algunos de los medios técnicos que han marcado el desarrollo de las comunicaciones durante el siglo, como la fotografía, el cine y, sobre todo, el teléfono, datan del siglo anterior, y que, como vimos en el primer capítulo de este libro, los años de transición entre ambos siglos registran un avance extraordinario hacia eso que ahora se llama globalización: fuerte incremento del comercio mundial, desarrollo de las comunicaciones, culminación del ciclo colonizador y emigraciones masivas del campo a la ciudad y de Europa a América y a Australia, contribuyendo a la propagación de unas costumbres y un estilo de vida comunes a todo el mundo desarrollado. Los desequilibraos demográficos que registran en la actualidad los países ricos por el paulatino envejecimiento de la población serán, junto a la desigual distribución de la riqueza, la principal causa de los fuertes movimientos migratorios que registrará el siglo XXI, sólo que, a diferencia de los que se produjeron en el anterior cambio de siglo, en esta ocasión no se moverán del Este al Oeste, sino, sobre todo, del Sur al Norte.

La conformación del mundo como una realidad integrada —la sociedad red— que se mueve al unísono gracias a los modernos medios de comunicación tiene algo de quimera si recordamos la doble velocidad del desarrollo tecnológico y el riesgo que corren muchos países de quedar definitivamente descolgados en esa carrera decisiva. El retraso que acumula África en materia de comunicaciones es un lastre que condiciona dramáticamente sus posibilidades de integración en la aldea global. En 1994, el continente africano disponía sólo del 2% de las líneas telefónicas mundiales, y toda el África subsahariana tenía menos líneas que Manhattan o Tokio. Al mismo tiempo, el proceso globalizador ha ido acompañado de una extraordinaria concentración de poder en unas pocas naciones del Primer Mundo y, particularmente, en determinadas empresas multinacionales radicadas en esos países. Así, por ejemplo, el número de estas últimas ha pasado de 7000 en 1970 a 37 000 a mediados de los noventa, y los flujos financieros internacionales de las siete primeras potencias económicas mundiales —Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, Gran Bretaña, Italia y Canadá—, que en 1980 representaban el 10% del PIB de cada país, a mediados de los noventa superaban ampliamente, excepto Japón, el valor de su PIB (Villares y Bahamonde, 2001, 562).

Pero si el siglo XX es el siglo de la globalización, entre otras definiciones posibles, no sólo lo es por los fuertes lazos de interdependencia que unen a las distintas economías nacionales o por el desarrollo de unas tecnologías que han permitido acompasar la historia de la humanidad —los acontecimientos, las grandes decisiones, el comportamiento de los mercados— al ritmo de un único reloj. Lo es también porque ha puesto en marcha una tendencia irrefrenable hacia la aparición y la consolidación de grandes poderes supranacionales, sea en el ámbito económico, militar o político (Fondo Monetario Internacional, OTAN, ONU, Unión Europea…). Como reacción frente a la pérdida de soberanía de los Estados nacionales y a las múltiples crisis de identidad que provoca la sociedad red, se ha registrado simultáneamente una proliferación, en sentido contrario, de movimientos religiosos, étnicos y nacionalistas que abogan por la recuperación de identidades fuertes en torno a una etnia, una religión o una lengua. Es la «venganza de las naciones», antes citada, o el «regreso a la tribu», en acertada expresión de Popper, como respuesta irracional al proceso globalizador. Se trata de un fenómeno plagado de contradicciones, que parece «tirar» peligrosamente de la historia en direcciones opuestas, tal como pone de manifiesto la evolución paradójica del Estado-nación en las últimas décadas: si resulta elocuente el aumento incesante del número de Estados soberanos a lo largo del siglo XX -66 Estados en 1938, 144 en 1983 y 191 en 1995—, la proliferación de guerras civiles y conflictos locales de todo tipo a partir de finales de siglo pone en entredicho su viabilidad y eficacia como marco de convivencia (Strachan, 2000, 366-367).

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