Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (74 page)

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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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Los famosos tigres asiáticos —Malaisia, Hong Kong, Tailandia, Singapur, Taiwán y Corea del Sur— coinciden, dentro de una lógica diversidad de situaciones, en su capacidad para ajustarse —y a menudo anticiparse— a los cambios introducidos por la globalización y también, como en los casos de China y Japón, en el papel determinante del Estado como motor del desarrollo, sobre todo en Singapur y Corea del Sur. Junto al intervencionismo del Estado, volcado en la construcción de infraestructuras y en la protección de sectores estratégicos en franca competencia con las economías occidentales, la clave fundamental de su desarrollo ha sido la sobreexplotación de una mano de obra muy preparada, escasamente remunerada y carente de los derechos laborales que suelen amparar al trabajador occidental. En esta combinación de factores —protección estatal a las empresas, desprotección absoluta de la mano de obra, más una fuerte tasa de ahorro nacional y de inversiones extranjeras— radica tanto el éxito de las economías del Sudeste asiático en su pugna por hacerse con cuotas crecientes del mercado mundial, como el hundimiento de determinados sectores industriales en Europa y Norteamérica —desde el sector naval hasta el automovilístico—, sin posibilidad de hacer frente al dumping social practicado por las economías del Pacífico. Ahora bien, las turbulencias financieras de finales de los noventa muestran los riesgos de un modelo de desarrollo tan estrechamente ligado a la globalización, y que, como tal, descansa en buena parte sobre un factor altamente inestable e imprevisible como son los flujos de capital en un momento de imparable liberalización de los mercados financieros. La hipersensibilidad de estas economías a los bruscos movimientos de capital quedó patente en la crisis monetaria desatada en el verano de 1997, que se inició con una devaluación del 20%, en un solo día, de la divisa tailandesa y continuó en los meses siguientes con devaluaciones en cadena de las principales divisas de la región. La caída de las bolsas en octubre de ese año —un 13% la de Hong Kong en tan sólo veinte minutos— fue el preludio de un drástico cambio de ciclo económico en la región que empezó en las divisas, se trasladó inmediatamente a las bolsas y acabó afectando a la propia economía productiva, que en muchos de estos países —incluido Japón— entró en recesión en 1998.

11.4. La Unión Europea

Como se vio en el capítulo correspondiente, la Europa comunitaria se ideó desde el principio como un largo proceso hacia la unificación en el que la economía actuaría como punta de lanza de la unión política. Sobre un espacio económico común se iría tejiendo un conjunto de relaciones e intercambios que, en la medida en que resultara favorable a los países miembros, permitiría avanzar en la construcción de unas instituciones políticas y de una identidad colectiva superadoras del marco nacional en el que tradicionalmente se había desarrollado la historia de Europa. Los cambios históricos introducidos en el panorama internacional en los años noventa —desintegración del bloque del Este, globalización económica, competencia de las economías asiáticas, consagración de la hegemonía mundial de Estados Unidos tras la Guerra del Golfo— exigieron un nuevo impulso capaz de acelerar y consolidar el proyecto de unificación europea. En algunos casos, como la creación de una moneda única, propuesta ya en 1970 por Pierre Werner, primer ministro de Luxemburgo, se trataba simplemente de poner en práctica iniciativas que habían quedado postergadas por disensiones internas de los países miembros y por la extrema prudencia con la que, hasta los años noventa, se encaró cualquier avance hacia la unificación.

Con la firma, el 10 de diciembre de 1991, del Tratado de Maastricht por los doce Estados miembros, la Comunidad Económica Europea se convertía en Unión Europea sobre un plano de mayor integración económica y política: una moneda única, un banco central común, una misma política monetaria y, junto a ello, algunas medidas de carácter político y social, como la creación, a propuesta de España, de los Fondos de Cohesión, la armonización de la política exterior y de seguridad, por una lado, y de interior y justicia, por otro, y la concesión del derecho a voto, en las elecciones municipales, a aquellos ciudadanos europeos que residieran en otro país de la Unión. En esa misma época (1991-1992) se planteó la ampliación a quince miembros, con la integración, que se haría efectiva en 1995, de Suecia, Finlandia y Austria. En cambio, Noruega votó en referéndum, por segunda vez, en contra de su adhesión.

El estreno del nuevo marco comunitario no pudo ser más adverso. El comienzo de la guerra civil en Yugoslavia puso de manifiesto el alto riesgo de inestabilidad que entrañaba el poscomunismo, especialmente en una región tantas veces determinante en la historia de Europa como los Balcanes, y las grandes dificultades con las que se iba a encontrar en la práctica el objetivo de una política exterior europea. El coste económico de la unificación alemana no tardó en repercutir sobre el conjunto de la economía comunitaria, contagiando el euroescepticismo tradicional de ciertos líderes y grupos políticos, sobre todo en Gran Bretaña, a sectores cada vez más amplios de la opinión pública europea. Buena prueba de ello fueron el rechazo del Tratado de Maastricht por el pueblo danés, convocado a un referéndum en junio de 1992, y la ajustada victoria del Tratado en el referéndum francés celebrado con el mismo motivo en el mes de septiembre (51,01% del sí). Estos contratiempos parecían dar la razón a quienes siempre habían defendido una integración lenta y gradual para evitar que una aceleración demasiado brusca hacia la unidad europea dejara descolgados a algunos de sus componentes y acabara suponiendo un grave retroceso en el camino andado.

Esa impresión llegó a estar muy extendida en los años 1992-1993, en un momento en el que, a los contratiempos ya señalados, hay que añadir un cambio de ciclo económico tras el rápido crecimiento de la década anterior. Las condiciones impuestas para la convergencia económica y la entrada en la futura moneda única suscitaron serias dudas sobre la viabilidad del proyecto ante la situación de disparidad que se daba entre las distintas economías nacionales. La desconfianza provocó una grave crisis monetaria que afectó sobre todo a las divisas más débiles, como la libra británica y la lira italiana, que debieron abandonar el Sistema Monetario Europeo (SME), y el escudo portugués y la peseta, que tuvieron que ser devaluados para permanecer en él. En agosto de 1993, la crisis se agravó de tal forma que la banda de fluctuación del SME fue ampliada del 2,5% al 15%, recurso extremo con el que, para evitar el colapso del sistema, se pretendía flexibilizar la convergencia, a riesgo de una grave pérdida de credibilidad de la misma. Mientras tanto, la interacción entre crisis monetaria y cambio de ciclo económico llegó a la población en forma de recesión y desempleo, con 18,5 millones de parados en 1993. La baja participación en las elecciones al Parlamento Europeo celebradas en 1994 y el éxito relativo de algunas candidaturas antieuropeístas reflejaban de nuevo la existencia de una profunda crisis de confianza en el proyecto de unificación europea.

Esta circunstancia contrastaba, sin embargo, con el afán de integración de la mayoría de los países que todavía no formaban parte de la UE, erigida, pese a sus múltiples problemas, en la principal garantía de estabilidad y progreso en Europa tras la caída del Muro. Por razones completamente distintas, tanto Gran Bretaña como Alemania, polos opuestos en su grado de compromiso europeísta, apoyaron resueltamente la ampliación de la Unión Europea hacia el Norte y hacia el Este. Mientras el Reino Unido, gobernado por el conservador John Major, vio en ella una forma de desnaturalizar la unificación europea, debilitando a las instituciones comunitarias en beneficio de los gobiernos nacionales —tradicional objetivo de los conservadores británicos, sobre todo en la etapa de Margaret Thatcher—, la nueva Alemania unificada valoró la aportación de los ricos países escandinavos a un reequilibrio del gasto comunitario y la estabilidad política que la integración daría a sus vecinos del Este y del centro de Europa, recién salidos del comunismo y protagonistas de una larga y generalmente dramática historia de encuentros y desencuentros tanto con Alemania como con Rusia.

El voluntarismo del presidente de la Comisión Europea, Jacques Delors, la progresiva mejora de la situación económica y el impulso a una política social común, que daba prioridad a la creación de empleo y a la construcción de obras públicas, permitieron superar la fase crítica de la convergencia y relanzar sobre un mayor consenso la puesta en marcha de la moneda única, que la cumbre comunitaria de diciembre de 1995, celebrada en Madrid, bautizó con el nombre de euro. Las dudas sobre el cumplimiento por los países miembros de los criterios de convergencia —inflación, déficit público y tipos de interés, principalmente— se despejaron en marzo de 1998, cuando la Comisión Europea y el Instituto Monetario Europeo anunciaron los once países que habían pasado la prueba y que estaban, por tanto, en condiciones de entrar en la tercera fase de la Unión Económica y Monetaria. Fuera de ella quedaban el Reino Unido, Suecia, Dinamarca y Grecia. El nacimiento del curo y del Banco Central Europeo en enero de 1999 señaló el arranque de la transición definitiva hacia la moneda única, consumada en el año 2002 con la desaparición de las antiguas monedas nacionales. La enorme trascendencia de este paso resalta más las dificultades que acompañan a la construcción política de la Unión Europea, visible en la inoperancia e indefinición de la política exterior y de defensa. Por lo demás, este desajuste entre los ritmos de la unificación económica y política —mucho más rápida la primera que la segunda—, lo mismo que el liderazgo franco-alemán y el papel relativamente marginal del Reino Unido, parecen estar en la naturaleza misma del proyecto comunitario desde sus orígenes. La historia del siglo XXI dirá si la definitiva superación del nacionalismo económico de los países europeos y su progresiva integración en un espacio político y social común bastarán para desarrollar una identidad colectiva que sea asumible por los pueblos europeos y ponga fin a sus tradicionales enfrentamientos.

11.5. El Tercer Mundo tras el fin de la Guerra Fría

Los años noventa fueron especialmente negativos para el Tercer Mundo, a pesar de algunos progresos en el establecimiento de regímenes civiles de carácter constitucional y parlamentario. La década empezó y acabó con un grave problema arrastrado desde principios de los años setenta y agravado en los ochenta: la deuda externa acumulada por los países pobres y su incapacidad para hacer frente a sus compromisos financieros. Dentro de la disparidad de situaciones que presentan estos países, el problema de la deuda es un factor compartido por todos ellos, en mayor o menor grado, y en tal sentido cabe considerarlo como un elemento definitorio de lo que es el Tercer Mundo tras la desaparición de los dos grandes bloques. En muchos casos, la deuda alcanzó magnitudes superiores a la riqueza de los países deudores y se convirtió, por tanto, en un obstáculo insalvable para el desarrollo de esas economías. En 1990, veinticuatro países, entre ellos todos los situados en el África subsahariana, tenían una deuda igual o superior a su PNB (Hobsbawm, 1995, 422). Economías tan prósperas en otro tiempo como la argentina o la brasileña habían multiplicado su deuda externa por cinco y por cuatro, respectivamente, entre 1980 y 1998 (Villares y Bahamonde, 2001, 487). Aunque entre las naciones industrializadas se abrió paso una tendencia a la condonación de la deuda, el saldo entre los pagos derivados de la deuda externa -40 billones de pesetas en 1997— y la ayuda recibida por parte de los países ricos -7,5 billones— muestra a las claras un imparable proceso de empobrecimiento del Tercer Mundo.

Desde el punto de vista político, el cambio más positivo registrado durante la década de los noventa se produjo en Sudáfrica, la principal potencia económica y demográfica del África subsahariana, con un 44% del PNB de la zona a mediados de los noventa, un 52% de la producción industrial, un PNB per cápita que casi triplica la media y nueve veces más líneas telefónicas que el resto del subcontinente. Sudáfrica fue uno de los primeros países africanos en alcanzar la independencia, aunque la República no se proclamó hasta 1961. Desde 1948 vivió sometida a un estricto régimen de segregación racial o apartheid que garantizaba el monopolio del poder a la minoría blanca, lo cual explica que incluso después del apartheid sea uno de los países del mundo con mayor desigualdad en la distribución de la renta.

Además de privar del derecho a voto a la inmensa mayoría de la población —sólo el 15% disfrutaba de tal privilegio—, la segregación condenaba a negros, mestizos e hindúes a llevar una vida aparte en barrios degradados, con un acceso muy restringido a la educación, a la sanidad y a la propiedad y sometidos a una explotación laboral sin límites. La legislación impedía los matrimonios mixtos y establecía severas penas de cárcel para aquellos que mantuvieran relaciones sexuales con personas de otra raza. La hegemonía blanca, consagrada en un Parlamento sin verdadera oposición al sistema, se vio fuertemente contestada tanto dentro del país, por parte sobre todo de la comunidad negra, como en el exterior, por las distintas iniciativas internacionales para forzar mediante el bloqueo económico un cambio en la política interna sudafricana. Junto a la presión internacional, la larga lucha del Congreso Nacional Africano (CNA), con estallidos de violencia como los que sacudieron el gueto negro de Soweto en 1976, y la tenaz resistencia de su líder, Nelson Mandela, encarcelado en 1964, acabaron por convencer a los sectores más moderados de la comunidad blanca de la necesidad de una transición pactada que acabara con el apartheid. Tras la liberación de Mandela en 1990, el presidente F. W de Klerk inició negociaciones con el Congreso Nacional Africano, que conducirían cuatro años después a la celebración de las primeras elecciones democráticas de la historia del país, que dieron como resultado el triunfo del Congreso Nacional y la posterior elección de Nelson Mandela como presidente de la República. Cinco años después, Mandela dejó el cargo en manos de Thabo Mbeki, su sucesor también al frente del CNA, con un balance lleno de claroscuros, aunque globalmente positivo: si la estabilidad de la nueva democracia sudafricana es un logro histórico indiscutible para un país marcado durante décadas por profundas injusticias, la persistencia de graves desigualdades sociales y económicas heredadas de la etapa anterior puede hacer peligrar un modelo de convivencia todavía muy frágil, cuya principal base de sustentación ha sido el inmenso carisma de Nelson Mandela. De ahí los interrogantes que abrió su retirada de la vida política.

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