Historias de hombres casados (17 page)

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Authors: Marcelo Birmajer

Tags: #Cuentos

BOOK: Historias de hombres casados
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Se sacó la escafandra, tomó aire como quien bebe agua y habló:

—Detrás de la nieve hay una roca de mármol, es la mitad del médano. Estás engrillado a esa roca. No hay por aquí elemento alguno que pueda servirte para romper la cadena o el grillete. No hay modo de que te sueltes. Pero no me hagas caso, inténtalo todas las veces que quieras. María, vendré una vez por mes a buscarte. Con el mismo barquero que los trajo. No hay otro modo de salir de aquí que no sea ese barco. El barquero, claro, es mi aliado incondicional. En la cabaña tienes alimento para resistir y esperar cada una de las oportunidades que te daré para que regreses. Ah, sería lógico que vinieras conmigo e intentaras pedir ayuda para luego regresar a rescatar a Juan. Pero ten en cuenta que si poseo la audacia como para dejar engrillado a este despojo de hombre, no seré menos eficaz en impedir que huyas de casa o busques cualquier tipo de ayuda para él. Podrás intentarlo muchas veces, pero no soy tan torpe como para no poder mantenerte quieta por lo menos hasta que este zapallo muera de inanición. De modo que piénsalo bien. Adiós.

Don Zenón, algo entorpecido por su extraño traje, se retiró. Dio unos pasos de pingüino sofisticado, se detuvo, giró hacia su hija, que de tan desconcertada no podía llorar, y dijo:

—Ah, perdón por los rebencazos.

Luego Juan y María cerraron los ojos y oyeron el rumor del barco atravesando el hielo al alejarse.

Los primeros dos días María no tuvo dudas. No pudieron hacer el amor porque el frío se los impedía. Pero la ternura con que ella le alcanzó la comida y le juró fidelidad y lealtad, y morir juntos, fue una experiencia no menos intensa.

La primera evidencia de resquebrajamiento fue cuando María debió ocuparse de los aspectos menos gratos de la higiene de Juan. Juan lloró de vergüenza. Morir juntos era fácil en aquella lontananza; pero vivir era un problema mayúsculo, quizás irresoluble.

Pasaron dos meses. María ni siquiera se acercaba al lago. El ruido del barco, si es que venía, no les llegaba. Un día, María habló durante media hora por el teléfono celular, que no funcionaba: don Zenón les había dejado un armazón vacío. Le habló a una amiga. Cuando descubrió la insania de su acto, tiró el teléfono, lo levantó y lo tiró nuevamente contra el piso de madera, partiéndolo en dos. Enterró cada parte por separado en la nieve. Luego, a la intemperie, se quedó mirando el vacío y no a Juan.

Esa noche, como todas las noches, María besó a Juan, la nieve ya lo había dormido.

Al día siguiente él lo supo cuando abrió los ojos. María no estaba. Toda la comida de la cabaña estaba frente a él, al alcance de su mano libre. Frazadas y libros de autoayuda formaban otro montón. El televisor abandonado a mitad de camino con un cable colgando como una culebra, revelaba el esfuerzo de haber intentado acercarlo de algún modo hasta él. La garrafa, con una hornalla de corona, ésta sí junto a Juan, dejaba escapar una llama que se había ido debilitando desde que María la encendiera (no podía saberse a qué hora). Juan pensó con cuál de todas esas cosas podría matarse. Pero ya María lo había pensado y no había hallado ninguna.

—De todos modos moriré —se dijo Juan.

En la residencia de don Zenón, aun en el medio del campo, en un sector de Junín, se respiraba quietud y alborozo. Don Zenón dormía cálido bajo sus mantas peludas de piel de oveja, que tanta gracia le daban cuando frotaba sus partes, y María dormía en la habitación de abajo. También cálida y sonriente.

Había pasado un año y medio desde aquella trunca luna de miel. María ya no amaba a Juan. Su padre le había presentado a un conde francés que estaba de visita en Junín, y el noble la había deslumbrado con su sapiencia sexual. Con los meses, con el año, había terminado por creer que su padre la había salvado de una existencia gris y desdichada. El conde, de sesenta y dos años, deseaba a la niña por el resto de su vida. Galopándola en el medio del campo, le había dicho:

—Te quiero así para siempre, mi pequeña María.

De modo que Zenón y su hija dormían dichosos a la espera de la boda, que se celebraría dos días más tarde. El conde entregaría una dote que compensaría holgadamente la desdicha de don Zenón.

Una mano huesuda golpeó la puerta. No golpeó para que le abrieran sino para abrirla. El golpe fue dado sobre el picaporte y el picaporte cayó. Con manija y con llave. La puerta se abrió. Dos perros ladraron y corrieron hacia la puerta. Uno rodó gimiendo con el gañote abierto y el otro se alejó con el llanto del miedo. María no escuchó los pasos, pero cuando abrió los ojos vio un espectro: era la cabeza de Juan sobre un palo de escoba. Fue lo último que vio en su vida.

Juan se había administrado a sí mismo la comida en cuotas insoportablemente ínfimas. Había estado al borde de la muerte por inanición. Había conseguido convertirse en un espectro: un esqueleto con una transparente capa de piel. Entonces, con un leve tirón, había liberado su brazo del grillete. A decir verdad, la mano se había gangrenado; y en cuanto tiró, la mano y el grillete cayeron a la par. Estaba libre. La herida cicatrizó con una velocidad inusitada: el frío y lo magro de la carne contribuyeron. A despecho de las bravuconadas de don Zenón, armó una balsa con algo de la madera de la casa y otros materiales, y atravesó como pudo el lago. No puso prótesis en su muñón: afiló el hueso saliente hasta dejarlo como una lanza.

En la autopsia forense, el médico se preguntó cómo había hecho don Zenón para tragarse entero el rebenque. Desconocía el poder de la porfía humana.

Una decisión al respecto

Hubo una época en la que yo inventaba, y las cosas eran más fáciles. Cuando la gente sabe que tus historias son falsas, las disfrutan y no hacen preguntas. No hace al caso cómo se comporta el asesino ni quién tiene la razón en el relato: hombres y mujeres adhieren a los peores pensamientos con la tranquilidad de que aquello que leen no está ocurriendo en la vida.

Ah, sí, era una bella época aquella en la que yo escribía cuentos y nadie podía acusarme de nada. Pero de algo hay que vivir.

Comencé a publicar cuentos en el diario y en menos de un mes ya me estaban obligando a escribir crónicas de la vida real. Podría haberme negado, pero una vez que comienza uno a cobrar por lo que escribe, el intercambio de palabras por dinero se torna un vicio. Digo que podría haberme negado porque no saqué ningún placer de reseñar las historias de la vida diaria: cartas y más cartas comenzaron a llegar acusándome de destacar tal o cual hecho en detrimento de otro; misógino por contar historias donde las mujeres engañaban a sus maridos y afeminado por desenterrar la historia de un muchacho homosexual que le había salvado la vida a un diputado.

Hace ya un año y medio que me han echado del diario y aún no he perdido la costumbre de recoger historias de la calle. Los lectores tampoco se han olvidado de apostrofarme. La mitad de la historia que sigue se hizo conocida por los diarios, las radios y la televisión. La otra mitad la reconstruí, y quizás hasta inventé algo. Si descubren en el relato alguna moraleja, envíenmela por correo: yo la desconozco.

En el barrio de Belgrano, cerca de la avenida Cabildo, vivía un adolescente de diecisiete años. Sus padres se habían separado cuando él tenía diez años; su madre trabajaba en un estudio de arquitectura. El muchacho recién terminaba la secundaria y pasaba la mayor parte del día solo en su casa. Su padre lo visitaba los fines de semana. Nuestro adolescente se llamaba Eugenio.

El padre de Eugenio había comenzado a llamar la atención de su hijo desde los diez u once años. Manuel, el padre de Eugenio, no se vestía como el resto de los padres de sus amigos, ni hablaba igual ni movía las manos del mismo modo. Tampoco tenía novia ni nueva esposa como los otros padres separados de sus amigos. A los doce años, Eugenio dio por seguro que su padre era homosexual.

Efectivamente, Manuel era homosexual. Eugenio nunca quiso confirmarlo: ni con su propio padre ni con su madre. Lo avergonzaba y le dolía, pero podía soportarlo.

Una tarde, su madre llegó temprano del estudio y le dijo a Eugenio que quería hablarle. Eugenio se asustó: su madre jamás llegaba temprano.

«Va a decirme que tiene cáncer y está por morir», se dijo Eugenio. «Voy a quedarme completamente solo.»

—Es sobre tu padre —dijo Analía.

Eugenio respiró aliviado.

—No sé cómo empezar —dijo Analía.

—Empecemos porque papá es homosexual —dijo Eugenio.

Esta vez fue Analía la que respiró aliviada, luego de un segundo de espanto y asombro. Nunca hubiese imaginado que su hijo lo sabía; de este modo sería más fácil.

—Aun así… —dijo Analía—. No sé cómo empezar…

—¿Tiene sida? —preguntó Eugenio.

—¡No! —gritó Analía.

—Bueno, no sabés cómo empezar —acordó Eugenio.

—En realidad, debería decírtelo él —dijo la madre de Eugenio.

—Pero no se anima.

—No es que no se anime. Prefiere que yo te prepare.

—Nunca se animó a nada —dijo Eugenio.

—Ahora, se va animar a mucho —replicó Analía con un dejo de ironía.

—¿Se va del país? Eso no puede ser tan grave.

—De algún modo se va —dijo Analía—. Tu papá se quiere transformar.

Eugenio palideció. Lo intuyó.

—Creo que te estás dando cuenta.

—No me animo —dijo Eugenio.

—Tu padre no soporta ser como es. No soporta ser un hombre. Eso lo sabés.

—Sí… —murmuró Eugenio.

—Tu padre…

—Me va a arruinar la vida.

—Si lo tomás así, prefiero que hablés directamente con él. Lo llamamos ahora mismo.

—Contáme —ordenó Eugenio.

Odiaba a su madre por haber comenzado a contarle semejante historia y animarse a sugerir la posibilidad de interrumpirla en la mitad.

—Manuel…, tu padre…

Analía hizo un silencio y buscó con la mirada un inexistente vaso de whisky.

—Tu padre —dijo de una vez— quiere convertirse en mujer.

Eugenio se derrumbó. Salió corriendo de la pieza y se encerró en el baño. Sollozó rigurosamente durante cerca de un cuarto de hora. Se lavó y regresó a su pieza. Su madre lo aguardaba sentada en la cama. A él le extrañó que no hubiera huido aprovechando su llanto.

—No puede hacerlo —dijo Eugenio—. Me va a arruinar la vida.

—Es su vida —dijo Analía.

—Eso es una estupidez —dijo Eugenio—. Tuvo un hijo. También es mi vida. No soy un invento. ¿Y mis amigos, mis profesores, mis novias? ¿Sabés lo que puede ser mi vida si se enteran de que mi padre se convirtió en mujer?

—No podemos vivir según lo que piensa la gente. Tienen que aceptarnos como somos.

—En este caso no se trata de cómo vivo yo, sino de cómo vive mi padre. Me va a arruinar la vida sin que yo pueda mover un dedo.

—La vida se te va a arruinar si vos querés. Podés superarlo.

—Que se vista de mujer —dijo Eugenio—. Que lo haga por las noches. Pero que no se opere.

—Se va a operar —dijo Analía—. El sábado.

Era miércoles.

—Por suerte me lo avisan con tiempo —exhaló Eugenio con una amargura ronca.

—Quiso decírnoslo con el menor tiempo posible. Tenía tomada su decisión y no quería que nos interpusiéramos ni que sufriéramos de más.

—¿Por qué lo defendés?

—Es tu padre. No quiero hablar contra él. Quiero mantener su imagen delante tuyo.

Eugenio se rió.

—No… No lo puede hacer —dijo—. No lo voy a dejar.

—Vos no podés…

—Que se disfrace —dijo Eugenio—. Que se haga travestí. Pero que no se opere.

—Si te vas a poner así, mejor hablá con él.

Eugenio dejó a su madre en la pieza. Se dirigió al comedor y tomó el teléfono inalámbrico. Llamó a la casa de su padre. Lo atendió un hombre. El hombre, luego de un saludo con voz alarmada, le pasó con su padre. Su padre lo atendió con tono expectante.

—Tenemos que vernos —dijo Eugenio.

—Cuanto antes —dijo Manuel.

—Voy para tu casa —dijo Eugenio.

—Te espero —dijo Manuel.

Antes de que cortaran, en ese espacio de aire en que hemos terminado de hablar pero aún no separamos el tubo de la oreja, Eugenio gritó:

—¡Hola!

—¿Sí? —dijo Manuel.

—Decíle al que está con vos que se vaya…, por favor.

Hubo un silencio. Y luego una respuesta estudiada.

—No —dijo Manuel—. La casa es de los dos. No le puedo pedir eso.

—No lo hagas —pidió Eugenio.

Estaban sentados en el ambiente principal del pequeño departamento. El novio de Manuel estaba encerrado en la habitación de la cama matrimonial.

—Te quiero explicar lo que voy a hacer, no pedirte permiso.

—Tengo derecho a exigirte que seas mi padre —dijo Eugenio.

—Yo a vos no te exijo nada —contestó Manuel.

—Ni podrías —dijo Eugenio—. Yo no te di la vida, no soy responsable de lo que te pase. Pero vos tenés que ocuparte de mí hasta que sea mayor de edad: darme de comer, cuidarme, ocuparte de que no me pase nada…

—Hace rato que no hago nada de eso. Pero te cuido a mi manera: enseñándote a vivir libre.

—Me hicieron sufrir cuando se separaron. Me hiciste sufrir cuando me di cuenta de que eras gay. Y ahora simplemente no me vas a dejar vivir. No puedo mirar a nadie a la cara si mi papá se transforma en mujer.

—Es un problema tuyo.

Eugenio lo miró con un odio homicida.

—Hacé de cuenta que te quedás huérfano —dijo Manuel.

—Sería lo mínimo que realmente podrías hacer por mí —dijo Eugenio.

El novio de Manuel salió de la pieza. Era un hombre de unos setenta años, vestido como un rico viejo, con la zona media del rostro estirada hasta alcanzar la tersura de la piel de un niño. En el cuello y en las manos, persistía un mar de arrugas y manchas de vejez.

—¿Estás bien, Manuela? —preguntó.

Manuel lo miró en silencio y Eugenio se fue intempestivamente.

El lunes de la semana siguiente, a las diez de la mañana, la madre le comunicó a Eugenio que su padre ya se había operado. Las nuevas leyes permitían el cambio de identidad también en la documentación. Para el Estado, su padre ya era una mujer.

Algunos medios gráficos aún le dedicaban unas líneas a la noticia de estas operaciones con cambios de identidad.

Eugenio permaneció encerrado en su cuarto durante todo el día. Al día siguiente tampoco salió. El martes por la noche, su madre, Analía, entró al cuarto sin golpear. Eugenio estaba en cuatro patas y le ladró.

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