Authors: Pat Murphy
En las ruinas de una ciudad maya sorprendentemente abandonada, la arqueóloga Elizabeth Butler se enfrenta a la sombra de una sacerdotisa fallecida siglos atrás. Entrará así en el nebuloso mundo de la magia de los mayas, sus sacrificios de sangre y su particular concepción del tiempo.
La mujer que caía nos ofrece el retrato interior de la lucha de una mujer atormentada, escindida entre la realidad y lo desconocido. Una intensa fantasía psicológica con el trasfondo de la misteriosa civilización maya.
Pat Murphy
La mujer que caía
ePUB v1.1
Superpollo27.10.11
Título original: The Falling Woman
Traducción: Paola Tizano
© 1986 by Pat Murphy
© 1990 Ediciones B S.A.
Rocafort 104 - Barcelona
ISBN: 84-406-0754-7
Edición digital: Anelfer
Corrección: Leticia Quagliaro
Conversión a ePub: Superpollo
R6 10/02
A mi madre, una mujer notable que me enseñó muchas cosas,
y a Richard, que nadó conmigo en el cenote sagrado de Dzibikhaltún.
«He aquí el relato de cómo todo estaba en suspenso, todo tranquilo, todo inmóvil, todo apacible, todo silencioso, todo vacío, en el cielo, en la tierra. He aquí la primera historia, la primera descripción. No había un solo hombre, un solo animal, pájaro, pez, cangrejo, madera, piedra, caverna, barranca, hierba, selva. Sólo el cielo existía.»
Popol Vuh
, el libro de la civilización quiché
En la península mexicana del Yucatán no hay ríos. La tierra es plana, árida, polvorienta. El suelo, apenas profundo, no es más que un delgado manto de tierra arable tendido sobre una terraza de piedra caliza. La vegetación que cubre el terreno se compone de árboles de hojas finas y arbustos espinosos que durante el largo estío se vuelven amarillentos.
No hay ríos, pero sí agua, oculta bajo la piedra caliza. Por todas partes, la tierra se resquebraja y cede paso a las aguas frescas del interior de la tierra que forman estanques en la superficie.
Los mayas llamaban ts'not a estos estanques. Vaya palabra abrupta y angular... Los conquistadores españoles que llegaron al Yucatán suavizaron el sonido y denominaron cenotes a estas antiguas vertientes. Sea cual fuere su nombre, sus aguas son frías y profundas.
Sumergidos bajo el agua hay fragmentos de la antigua civilización maya: vasijas rotas, figurillas, ornamentos de jade y restos de huesos... a veces huesos humanos. Dentro de la mitología maya, los cenotes eran centros de poder que pertenecían a los Chaacob, deidades provenientes de los cuatro rincones de la Tierra que provocaban las lluvias.
Dzibilchaltún, la ciudad más antigua de la península del Yucatán, fue construida alrededor de un cenote conocido como Xlacah. Según los cálculos mayas, la gente se asentó allí en el noveno katun. De acuerdo con el calendario cristiano, la fecha se sitúa unos mil años antes de la muerte de Cristo. Pero los cálculos cristianos parecen fuera de lugar aquí. Pese a los esfuerzos de los frailes españoles, el cristianismo apenas ha echado raíces sobre esta tierra.
Las ruinas de Dzibilchaltún se extienden sobre unos cincuenta kilómetros cuadrados.
Sólo hay mapas de la zona central. Se ha reconstruido una sola estructura: un edificio con forma de caja erigido sobre una elevada plataforma. Los arqueólogos han dado en llamarlo el Templo de las Siete Muñecas, ya que en el suelo se encontraron enterradas siete figuras de cerámica con apariencia de muñecas. Los arqueólogos no saben cómo denominaron los mayas el edificio, ni con qué fines utilizaban el templo.
El Templo de las Siete Muñecas brinda la mejor vista del área circundante: una monótona expansión de árboles sedientos y matorrales. Cerca del Templo de las Siete Muñecas ha desaparecido la vegetación, y de la tierra plana emergen montículos de roca.
A través del terreno y del pastizal apenas se vislumbran los restos de muros y las secciones de las galerías de blanca piedra caliza. El paisaje sería sombrío de no ser por la vastedad imperturbada y azul del cielo interminable.
No esperen hallar revelaciones en las antiguas ruinas. Sólo encontrarán aquí lo que traigan: recuerdos incompletos, vestigios del pasado tenues como nubes de verano y fragmentos de roca tallados con símbolos que, a veces, casi tienen sentido.
—Yo revuelvo trastos viejos —le dije a la elegante joven enviada por un popular semanario femenino para que escribiera una breve nota sobre mi trabajo—. Ando entre la suciedad, eso es lo que hago. Desentierro indios muertos. En realidad, los arqueólogos no somos mucho mejor que los basureros: curioseamos los restos que deja la gente cuando muere, se muda, construye una nueva casa, una nueva aldea, un nuevo templo. En realidad somos recolectores de basura. ¿Ha quedado claro?
La sonrisa de la esbelta jovencita vaciló trémula, pero prosiguió la entrevista, haciendo gala de su entereza.
Eso fue en Berkeley, poco antes de la publicación de mi último libro, pero el recuerdo del reportaje ha permanecido en mi memoria. Sentí lástima por la periodista y por el fotógrafo que la acompañaba. Era tan obvio que no sabían qué hacer conmigo...
Soy una mujer mayor. Tengo el cabello gris y castaño. Del color de los monumentos de piedra caliza que los mayas erigieron un milenio atrás. Los años me han curtido el rostro; el sol ha hendido surcos alrededor de mis ojos, el viento ha tallado arrugas. A mis cincuenta y un años, ya soy una anciana problemática.
Mi nombre es Elizabeth Butler; mis amigos y alumnos me llaman Liz. La Universidad de Berkeley, en California, me cuenta entre sus conferenciantes y arqueólogos, pero en realidad soy un topo, un recolector de residuos. Me sorprende y a la vez me complace haber sido capaz de abrirme paso en la vida con semejante ocupación.
Suelo discutir con la gente que se dedica a hurgar en la basura. Tengo fama de hacer demasiadas preguntas embarazosas en las conferencias cuando los demás revelan sus hallazgos. Siempre me ha gustado hacer preguntas embarazosas.
A veces, para desesperación de mis colegas académicos, escribo libros acerca de mis actividades y de las suyas. En general, creo que mis compañeros recolectores de residuos ven mi trabajo con ojos suspicaces porque se ha hecho bastante popular. La popularidad no es garantía de una labor académica debidamente rigurosa. Desconfían de mi obra, y en ello intuyo la desconfianza que sienten por mí. Mi trabajo tiene cierto deje especulativo. Narro historias sobre la gente que habitó las ruinas y a mis colegas no les interesan estos cuentos. En los círculos académicos me quedo al margen, donde nunca llega el calor del fuego; soy una extraña irreverente, una solitaria que prefiere el trabajo activo a la universidad, y la lectura general a las publicaciones académicas.
Pero tampoco gozo del favor de la prensa. Sé que inquieté a esa periodista. Hablé de la suciedad y de cerámicas cuando ella quería escuchar romances y aventuras. El fotógrafo —un joven más acostumbrado a retratar beldades platinadas que arqueólogos vetustas— no sabía qué hacer con mis arrugas y fisuras. Me hacía colocar en una posición, y luego en otra. Finalmente, tomó fotografías de mis manos señalando el dibujo de una vasija, sosteniendo un pendiente de jade y mostrando cómo utilizar la mano y el metate —mortero donde los mayas trituraban el maíz.
Mis manos dicen más de mi historia que mi rostro. Están curtidas y arrugadas, y en el dorso puede rastrearse el derrotero de las venas. Las uñas son cortas y duras, como las pezuñas de algún animal excavador. En las muñecas se ven las blancas cicatrices verticales que testimonian el intento de huir de mi ex esposo y del mundo de la manera más drástica posible. El fotógrafo de la revista procuró que las cicatrices no se vieran.
Creo que la reportera que me entrevistó esperaba relatos sobre tumbas, oro y glorias.
Le hablé del calor, de las enfermedades y de las picaduras de insectos. Describí la ocasión en que se me rompió un eje de la camioneta a ochenta kilómetros del sitio más cercano, esa otra vez que todos mis alumnos enfermaron simultáneamente de diarrea y cuando las autoridades locales me retiraron la mitad de los obreros para reparar una carretera.
—Las postales jamás muestran los insectos —le dije—. Hormigas ponzoñosas, avispas, mosquitos, cucarachas del tamaño de una mano. Las postales nunca muestran el calor.
A pesar de no haberle dicho lo que ella deseaba escuchar, me divertí. Supongo que no creyó todas mis historias. Todavía piensa que los arqueólogos andan ataviados con cascos y que descubren tesoros todas las mañanas antes de desayunar. Me preguntó por qué me pasaba la vida entre excavaciones, si las condiciones eran tan desagradables como las pintaba. Recuerdo que al preguntármelo dejó escapar una sonrisa, esperando que hablara de la excitación de los hallazgos y del placer de desenterrar civilizaciones perdidas.
—Lo hago porque estoy loca —confesé, pero sospecho que no me creyó.
Hacía tres semanas que había comenzado la temporada de excavación en Dzibilchaltún cuando Tony, Salvador y yo nos reunimos en consejo de guerra. Nos sentamos alrededor de una mesa plegable en un extremo de la plaza central, un área de tierra apisonada rodeada por chozas de adobe. La plaza servía de comedor, aula, punto de encuentro y, en ese momento, de sala de conferencias. La cena había concluido y bebíamos con morosidad un café acompañado de un fuerte aguardiente autóctono.
La situación era la siguiente: contábamos con treinta hombres para realizar un trabajo que sería difícil lograr con el doble de obreros. Nuestro presupuesto era escaso, y nuestro tiempo, limitado. Ya llevábamos tres semanas de trabajo de las ocho que teníamos asignadas. Hasta entonces no habíamos tenido suerte. Las autoridades acababan de disponer de diez de nuestros hombres para reparar el camino que iba de Mérida a Progreso. En el Yucatán, la temporada de obras viales coincide con la de excavación, y se extiende durante un breve periodo antes de que comiencen las lluvias primaverales. En cinco semanas —o antes, si la suerte nos era adversa— vendrían las precipitaciones y tendríamos que concluir nuestro trabajo.
—¿Les parece que vaya a ver al comisario de la Dirección de Carreteras? —pregunté—. Le diré que necesitamos estos hombres. Estoy segura de poder convencerlo.
Salvador dio una calada a su cigarrillo, se reclinó en la silla y cruzó los brazos.
Trabajaba en las excavaciones desde que, de adolescente en Piste, colaboró en la restauración de Chichén Itzá. Era un buen capataz, un hombre inteligente que respetaba a sus empleados y a quien no le agradaba contradecirme. Su mirada se posó en algún punto a mis espaldas.
—Supongo que eso quiere decir que no —dije, mirando a Tony.
Éste sonrió. Anthony Baker, quien dirigía conmigo la excavación, me llevaba pocos años de edad. Nos habíamos conocido treinta años antes en las ruinas Hopi, en Arizona.
De joven había sido afable y despreocupado. Seguía siendo despreocupado. Sus ojos eran de un deslumbrante tono azul. Su cabello rizado —hoy blanco, antaño rubio— era ralo allí donde antes fuera espeso. Tenía el rostro delgado por el paso de los años, y bronceado como siempre. Cada temporada se bronceaba, se despellejaba y se volvía a broncear, pese a todos sus esfuerzos por eludir el sol. Tenía la voz grave y ronca de tanto whisky; era un profundo alud que provenía de la garganta, como la voz de los osos en los cuentos de hadas.