La mujer que caía (5 page)

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Authors: Pat Murphy

BOOK: La mujer que caía
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—Sí —dijo—. A Mérida.

Llevaba un sombrero de paja ladeado en la cabeza, y al sonreír mostraba unos dientes partidos y oscurecidos por la nicotina.

—Al pueblo —se empecinó.

—No —repliqué—. A Dzibilchaltún. —El nombre se me atascó en la garganta y el taxista frunció el ceño.

El joven del avión apareció a mi lado y apoyó la mano muy suavemente sobre mi hombro.

—¿Quiere ir a Dzibilchaltún? —me preguntó.

Luego habló con el taxista en rápido español. Los dos discutieron un instante, y el hombre del avión me dijo:

—La llevará hasta allí por setecientos pesos. ¿Le parece bien? Y si está en la ciudad, prométame que vendrá a verme. Me llamo Marcos Ortega. Me encontrará en el Parque Hidalgo. Busque a un vendedor de hamacas llamado Emilio. Es mi amigo y sabrá si estoy por allí. —La mano seguía posada sobre mi hombro—. ¿Prometido?

Asentí y le ofrecí una sonrisa casi real. Mientras partía en el taxi me volví para mirarlo.

De pie en la curva, me observaba con una curiosa expresión.

Las calles de Mérida son estrechas y onduladas, apenas mejores que callejuelas. Las casas y las tiendas se apiñan unas con otras, formando un muro ininterrumpido de fachadas descascarilladas pintadas de colores que alguna vez debieron de haber sido brillantes: turquesa, naranja, amarillo, rojo. El sol destiñe la pintura y les añade un suave tono pastel.

Vi la ciudad fragmentada desde la ventanilla del taxi: una hilera de escaparates, cada uno de sus marcos pintados en distintos tonos de azul, y todos descascarillados. A través de una puerta abierta vislumbré un interior en penumbra y una hamaca meciéndose. Un grupo de hombres holgazaneaba en una esquina, fumando. Un pequeño parque con una estatua en el centro. Una gruesa mujer paseando a un niño por la vereda. Una hilera de edificios de piedra enmarcando el extremo del parque. Árboles coronados de capullos carmesí. El taxi apenas esquivó una motocicleta que llevaba a un hombre, una mujer, un bebé y una niña, y sorteó un carro tirado por un caballo de aspecto cansino. Finalmente, nos alejamos de la ciudad por una ancha carretera.

La autopista se extendía recta a través de un paisaje de árboles amarillentos y de malezas, interrumpido cada tanto por un puñado de chozas. Pasamos a un grupo de hombres que estaba reparando el camino. El taxista tocó la bocina y siguió avanzando sin detener la velocidad.

Pensé decirle al hombre que había cambiado de opinión; que diera la vuelta y regresara a Mérida. Pero no podía decirle todo eso en español, y él ya se desviaba por un camino lateral. Mantuve los puños cerrados, e hice un esfuerzo para relajarme. Intenté respirar hondo para tranquilizarme.

Había cometido una locura esta vez, y lo sabía. Iba a aparecer sin avisar en un sitio donde nadie me quería. Había sido estúpido pensar que podía hacerlo. Me sentí mareada.

A un lado del camino, crecían en hileras ininterrumpidas arbustos espinosos. Al otro lado, los árboles y matorrales sobrepasaban el vehículo. El taxista no reducía la velocidad ante los pozos, el coche se sacudía y tambaleaba contra las rocas y levantaba nubes de polvo. Pasamos un puñado de casas de estuco algo derruidas. El conductor aminoró la marcha para que unos pollos se alejaran de nuestro paso. Cruzó un arco y se internó por un camino polvoriento hacia un grupo de cabañas con techo de palmera que se veían aún más devastadas que las casas de estuco.

El polvo se asentó lentamente. El lugar parecía desierto. De una choza colgaba una soga con ropa tendida: tres camisetas y un par de pantalones vaqueros. El toldo que daba sombra a un grupo de mesas plegables ondeaba al compás de la ligera brisa.

El taxista abrió la puerta y dijo algo en español. Vacilé, y luego salí del vehículo.

—¿Dónde están las ruinas? —pregunté.

—¿Las ruinas? —contestó en español. Frunció el ceño y señaló las chozas con la mano.

Vi que un hombre de cabello blanco se asomaba por la cortina de una de las chozas, echaba un vistazo al taxi y se acercaba hacia nosotros. El sol quemaba la piel. Traté de sonreír al hombre de cabello blanco. Afortunadamente las gafas de sol escondían mis ojos.

—Usted querrá que el taxista espere —aventuró el hombre. Se detuvo, con las manos en los bolsillos, bajo la sombra dispersa de un árbol—. No hay mucho que ver aquí y tendrá que caminar un largo trecho hasta llegar a la parada de autobús o a la autopista más cercana.

—¿No hay una excavación aquí? —titubeé.

El hombre no apartó las manos de los bolsillos.

—Es cierto —dijo—. Pero no hay mucho que ver.

—Estoy buscando a Elizabeth Butler —anuncié—. Soy su hija, Diane Butler. ¿Está aquí?

Sacó del bolsillo una de las manos para echarse atrás el sombrero de paja. Sus ojos eran azules y acechantes.

—Ya entiendo —dijo—. Bueno... —hizo una pausa—. En ese caso debería dejar que el taxi regrese. —Otra pausa—. Liz no me dijo que vendría.

—No lo sabe.

—Ah —asintió.

—¿Está aquí?

—Está nadando. Enviaré a alguien a buscarla. —Dio la vuelta y miró hacia las chozas.

Un hombre avanzaba por la plaza en nuestra dirección—. Hey, John, ¿podrías ir a buscar a Liz? Tiene visita.

Detrás de mí, el taxista sacaba mi maleta del portaequipajes. La apoyó en el suelo a mi lado y dijo algo en español. Revolví en mi bolso buscando dinero, agradecida por poder desviar la mirada del hombre aun por un instante. El taxi se alejó en una nube polvorienta y allí me dejó.

El hombre agarró la maleta con una mano y con la otra me aferró del brazo.

—Debes de tener calor y sed. Te prepararé algo de beber mientras esperamos a tu madre.

—Creo que se sorprenderá al verme —dije. No disimulé las lágrimas que comenzaban a correr por mis mejillas. Ni siquiera sabía por qué lloraba.

—Tranquila. Todo irá bien. —Me rodeó los hombros con su brazo cálido y polvoriento.

No podía parar. Las lágrimas parecían brotar por su propia voluntad, no porque yo lo quisiera, y su voz se escuchaba muy distante. El pañuelo que me ofreció olía a polvo.

—Te prepararé algo de beber y me contarás qué sucede. —Me hizo dar la vuelta y caminamos lentamente.

—Lo siento... —Las palabras se me atragantaron y no pude decir nada más.

—No tienes de qué preocuparte —me tranquilizó, y mantuvo su brazo alrededor de mis hombros.

Me condujo por una plaza central hasta el interior de una de las chozas. La cortina que obstruía el paso se cerró detrás de nosotros.

Su choza era una habitación pintada de cal blanca, amueblada con dos sillas plegables, una nevera, un pequeño baúl, una mesa plegable que servía de escritorio, y una hamaca que colgaba de la viga central de la choza y se ataba a un costado de la habitación. La mitad de la choza estaba repleta de cajas de cartón duro, picos, palas y sacos.

Me ofreció una de las sillas, hurgó en el baúl buscando vasos de plástico y luego en la nevera en busca de una botella de ginebra.

—Soy Anthony Baker —me contó—. Pero llámame Tony. Si eres hija de Liz, te gustará el gin-tonic..

Asentí y traté de sonreír. No tuve más éxito que afuera. La sonrisa quedó retorcida en el rostro, como una mueca.

Tony sirvió dos vasos y buscó cubitos de hielo en el fondo del refrigerador. Estudié su rostro cuando me acercó la bebida. Era como el tío que todos desean tener. Se sentó en la otra silla y apoyó el vaso en una rodilla y la mano en la otra.

—¿Reciben muchas visitas inesperadas? —pregunté.

—No muchas.

Bebí un sorbo. La bebida era fuerte y sabía ligeramente a hielo derretido y a plástico.

—Lamento hacerte perder el tiempo —me disculpé.

—No te preocupes. Tengo mucho tiempo —dijo—. Eso es algo que los arqueólogos terminamos por aprender. No tenemos prisa. Las ruinas han estado allí durante miles de años. Esperarán un poco más. —Estudió mi rostro sobre el borde de su vaso—. Estar en el Yucatán cambiará tu concepto del tiempo. La gente que vive aquí piensa como los arqueólogos. Hace dos mil años, sus tataratatarabuelos quemaron una extensión de tierra en el monte y sembraron maíz con una rama. Esta primavera, Salvador quemará una extensión de tierra en el monte y sembrará maíz haciendo hoyos con una rama. La gente que vive con un esquema de tiempo tan grande no se preocupa mucho por lo que se tarde en tomar una bebida con la hija de una vieja amiga. —Se encogió de hombros—. Si te quedas aquí algún tiempo aprenderás esa actitud. Sabrás tomarte tu tiempo.

Miré el vaso de plástico, y lo hice girar entre mis manos.

—Tenía que hablar con mi madre —expliqué—. Sé que debería haber escrito o llamado, o algo, pero... —me encogí de hombros—. Es un poco extraño aparecer aquí sin avisar.

—Algunos dicen que es extraño que un adulto pase los veranos cavando entre el polvo.

Personalmente, intento no hacer juicios de valor.

—Tenía que haber escrito primero —insistí.

—No veo que eso sea un problema —dijo—. Podemos extender otra hamaca. Puedes aprender a dormir en ella, ¿no?

Asentí.

Retiró el vaso vacío de mi mano y me sirvió otra bebida sin preguntarme si quería.

Cuando tomaba el primer sorbo oí pasos fuera de la choza, y un golpe en la viga de la puerta.

—Oye, Tony —dijo una voz de mujer—. ¿Qué es eso de que hay visitas?

El haz de luz que entró en la choza cuando descorrió la cortina me cegó por un instante. Parpadeé, mirando la figura que entraba por la puerta.

El cabello de mi madre era más gris de lo que recordaba. Estaba húmedo, y las puntas se rizaban en su cuello a medida que se iban secando. Llevaba una toalla extendida sobre los hombros.

Tenía el ceño fruncido. Quise sonreír, pero una vez más fracasé en el intento.

—Hola —le dije—. Sorpresa. —Me puse de pie y me sentía incómoda. No sabía qué hacer con las manos. En un primer momento se mostró preocupada. Asombrada y preocupada, pero no enfadada, pensé.

—¿Diane? —exclamó—. ¿Estás bien? ¿Qué diablos haces aquí? Tony estaba sirviendo otra bebida, con tal de mantenerse ocupado.

—Mi padre ha muerto —dije—. Hace dos semanas. —No lloré y mantuve la voz firme.

Esperé su reacción, pero la expresión de mi madre no varió. Se sentó en el borde del baúl.

—Entiendo —se limitó a decir.

—Murió de un ataque al corazón —comencé a hablar muy deprisa, pero no podía detenerme—. Quería conversar contigo. Papá siempre me lo impedía. Pensé que podía venir y quedarme un tiempo.

—¿Aquí? —Todavía parecía preocupada e intrigada—. Durante un tiempo... Supongo que puedo quedarme.

—Podría ocupar el lugar de esa alumna mía que se retiró —dijo Tony ofreciéndole un gin-tonic—. ¿No te parece? Te enseñaremos a clasificar vasijas —me alentó.

Yo observaba a mi madre. Asintió con cautela y aceptó la bebida que Tony le había preparado. ¿Estaría aliviada? ¿Enojada? ¿Preocupada? No conseguía interpretar su rostro.

—¿Quieres hacerlo, Diane?

—Me gustaría intentarlo —dije—. Prometo no molestar. No ocasionaré problemas. De verdad.

Tony se sentó en la silla y mi madre en el baúl. Hablaron de qué choza ocuparía, en qué grupo me incluirían y otras circunstancias. Sostuve mi vaso y observé el rostro de mi madre y sus manos mientras hablaba. Por un instante me sentí menos tensa.

Antes de cenar, mi madre me llevó a recorrer la zona central de las ruinas. Su paso era ligero, y hablaba de gente que había muerto un millar de años atrás. Parecía muy encariñada de esas personas muertas. Mientras caminaba, observaba las rocas que había a nuestro alrededor, los árboles y la tierra que se extendía bajo nuestros pies. No miraba mi rostro, pero no porque me quisiera evitar. Los árboles, las piedras y la tierra árida le resultaban más interesantes que yo. Su sombrero de paja dibujaba sombras en su cara. Vestía pantalones color caqui y una camisa holgada de manga larga.

Pasamos una pared baja y un fragmento derrumbado perteneciente a un arco.

—La vieja iglesia —explicó mi madre—. Los españoles la construyeron con mano de obra india y piedras de los templos mayas.

Hablaba a fragmentos: breves ráfagas de información en una especie de taquigrafía verbal que eliminaba las palabras cortas y recortaba las frases. Esta forma de hablar coincidía con su actitud general; desbordaba ansiedad por actuar, por iniciar nuevos proyectos, por terminar viejos planes, por talar la vegetación y construir pirámides. Era un palmo más baja que yo, pero debí esforzarme por seguir su paso.

—Acabo de encontrar una posibilidad interesante allí —dijo, con un gesto difuso—.

Cámara subterránea, creo. El lunes comenzaremos a trabajar.

La luz se reflejaba en las rocas y agradecí haber traído las gafas de sol. El cielo era de un azul ininterrumpido: no había nubes, ni atisbo de sombras. Ni siquiera la espesa vegetación parecía fresca: los árboles se veían sedientos y marchitos. El camino estaba flanqueado por cúmulos de escombros de los cuales brotaban los arbustos.

—Necesitarás un sombrero —profirió mi madre, mirándome—. Mantente alejada del sol, o terminarás desmayándote. En el mercado puedes comprar uno.

Asentí rápidamente, consciente de que ésta era la primera vez que admitía que su hija se quedaría algún tiempo. En la choza, Tony había sugerido dónde quedarme, qué hacer... Mi madre se había limitado a dar su aprobación.

—No sabía que haría tanto calor —confesé.

—A veces no hace tanto —me dijo—. Pero otras es más fuerte. —Me lanzó una sonrisa fugaz, tan rápida que cuando se apagó apenas pude creer que la había visto—. Cuando llegan las lluvias hace el mismo calor, pero es más pegajoso. —Levantó su sombrero y pasó la mano por el cabello sin vacilar ni detenerse un solo paso.

Había visto fotos de las ruinas de Chichén Itzá, Copan y Palenque: grandes montículos derruidos de bloques de piedra, casi ocultos debajo de las enredaderas y plantas tropicales; inmensas pirámides y fachadas esculpidas; gigantescas cabezas de piedra que asomaban entre el denso follaje. Ahora esperaba sombras y misterio, la prosa de algún secreto.

Aquí el sol brillaba demasiado para que hubiera secretos, y no se veían pirámides.

Al final de nuestro camino, sobre una plataforma baja, se erigía un pequeño edificio construido de piedra color arena. La edificación era una caja con techo plano. Sobre la caja había otra caja más pequeña. Y sobre ésta, una tercera, formando una pila de tres cuerpos: grande, mediano y pequeño. Salvo por el techo, el edificio parecía el dibujo infantil de una casa: suelo plano, un rectángulo oscuro en lugar de la puerta y dos ventanas cuadradas.

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