Hollywood queer (5 page)

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Authors: Leandro Palencia

BOOK: Hollywood queer
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A principios de los años setenta la representación de los homosexuales en Hollywood no fue especialmente negativa
—Myra Breckinridge
(Michael Same, 1970),
Domingo, maldito domingo, Cabaret
(Bob Fosse, 1972)— pero no se reemplazó en lo sustancial, asociándolo con lo otro criminal. Como atestiguan tantas vampiras lesbianas o
Diamantes para la eternidad
(Guy Hamilton, 1971).

Durante los años setenta varias fundaciones de arte comenzaron a organizar festivales de cine homosexual en San Francisco, Nueva York o Los Ángeles. Lo que dio pie a que se descubriera otro tipo de sensibilidad y a que se produjeran los primeros estudios sobre gays y lesbianas. Gracias a los documentales se testimonia la heterogeneidad, la diversidad del colectivo y se lucha contra la discriminación para lograr un cambio político y social. Uno de los más reputados fue
Word is Out
(Rob Epstein, 1978), que intentó capturar mediante entrevistas el naciente movimiento de liberación gay. También las realizadoras lesbianas comenzaron a ser conocidas en ese campo: Jan Oxenberg (
Home Movie,
1973), Greta Schiller (
Greta's Girls,
1978) o Barbara Hammer (
Superdyke
, 1975;
Woman I love,
1976 o
Sync Touch,
1981).

LOS AÑOS OCHENTA

Hasta los años ochenta Hollywood no fue generoso con la representación explícita de la homosexualidad. Justo cuando comenzó a descubrirse que las películas con ese tema podían ser rentables. A
la caza
(William Friedkin, 1980),
Vestida para matar
(Brian de Palma, 1980) o
The Fan
(Edward Bianchi, 1981) repiten el estereotipo del
psicokiller
homosexual. 1982 trae una paquete de películas con imágenes más o menos positivas:
¿ Víctor o Victoria?
(Blake Edwards),
Algo más que colegas
(Jim Burrows),
El mundo según Garp
(George Roy Hill),
La trampa de la muerte
(Sidney Lumet),
Personal Best
(Robert Towne) o
Su otro amor
(Arthur Hiller). Lo que llevó a preguntarse a la prensa especializada si Hollywood estaba gobernado por una mafia secreta. Y eso que la publicidad de las cintas habían restado importancia al tema homosexual en una típica estrategia hollywoodiana para minimizar a tales personajes. Ya se sabe, esas películas no tratan tanto de homosexuales como de personas que aman y que, oh casualidad, son gays, lesbianas, etc. Pero, si el amor entre dos personas del mismo sexo no es homosexual, entonces, ¿qué clase de amor sí lo es?

Desde mediados de los años ochenta la crisis del VIH/sida arrasó a la comunidad homosexual y acabó con la anterior situación de relativo apogeo. Durante la administración de Ronald Reagan la aparición de la enfermedad conlleva un avance de los prejuicios homófobos. Y eso que la hija del presidente estadounidense, Patti Davis, era lesbiana. El fundamentalismo religioso y el conservadurismo político dirigieron campañas antigays como "Save Our Children", en las que se equiparaba a todos los gays como pederastas. Además de considerar el sida como una especie de maldición justificada por la vergüenza de ser homosexual. A éstos no sólo se les volvía a negar el derecho a vivir abiertamente en un plano de igualdad y de aceptación sino que incluso se les quitaba el derecho a vivir.

En un principio Hollywood ignoró el VIH/sida salvo para convertirlo en un símbolo, una metáfora en películas de terror y de descuartizamiento. Comenzaron a proliferar videos y documentales independientes realizados por homosexuales activistas —como Gregg Bordowitz, Jean Carlomusto, Ellen Spiro, Marlon Riggs, Richard Fung, Michelle Parkerson, Shari Frilot, Cheryl Dunye, etc.— que dieron una imagen más profunda y humana del sufrimiento de los afectados por el virus al reflejar sus experiencias de convivencia con la enfermedad. A la larga, el desastre social a escala mundial que fue el sida hizo que las películas sobre tema gay se orientaran hacia el realismo.

1985 vio el estreno de
Media hora más contigo
(Donna Deltch), una apología del lesbianismo. Y al año siguiente, según la revista "Film Comment", se produjo el miniboom del
Gay New Wave,
dada la coincidencia de una serie de estrenos, con exhibición limitada pero de gran éxito crítico. Como
Buddies
(Arthur J. Bressan Jr) o
Miradas en la despedida
(Bill Sherwood). La influencia de esta última será notable en el futuro
New Queer Cinema
(NQC). Se trata de una tragicomedia costumbrista ambientada durante 24 horas en Nueva York para contar con sensibilidad la historia, divertida y nada alarmista, entre dos examantes, uno de ellos con sida. La enfermedad no se utiliza como motivo melodramático y se presenta a los gays en su vida cotidiana, lejos de los estereotipos (Sherwood murió por complicaciones con el sida en 1990). También durante los años ochenta los más arriesgados cineastas homosexuales, como Michael Wallin, Peggy Ahwesh, Jack Walsh y Sheila MacLaughlin, comenzaron a experimentar con la forma narrativa. Tendencia que igualmente caracterizará al NQC. Otras obras de la época fueron
El beso de la mujer araña
(Héctor Babenco, 1985),
Mi hermosa lavandería
(Stephen Frears, 1985) o
Maurice
(James Ivory, 1987).

Mientras se extendía la crisis del VIH/sida, Hollywood, regresó a la pura masculinidad a la par que señalaba los peligros del sexo fuera del matrimonio —por ejemplo,
Atracción fatal
(Adrián Lyne, 1987)—. Hollywood asoció la masculinidad con valores como la fuerza, el control, la impasibilidad, los parcos diálogos y la agresividad en películas de acción. Es la hora de actores como Sylvester Stallone, Arnold Schwarzenegger, Bruce Willis o Jean-Claude Van Damme. Machos agresivos sin aditivos cuya masiva presencia corporal propuso una idealización del cuerpo heroico según la tradición del desnudo en los bronces helénicos. Una identidad con el ideal de belleza masculina en la antigua Grecia que también era, paradójicamente, fundamental para la identidad de los gays. Igualmente paradójico fue la insistencia de esos actores en el culturismo, práctica que se ha solido relacionar con el narcisismo y la homosexualidad. Véase sino el éxito que tales modelos han tenido en el porno gay. Y es que, para evitar la representación del afeminado los gays han querido dar una imagen de sí mismos relacionada con la mitología del
body building.
Mucha de la subcultura gay contemporánea se ha rendido a esos modelos antropométricos y estéticos hedonistas impuestos como cánones ejemplares, a esa musculatura cultivada en el gimnasio, al bronceado, al régimen dietético, a la pose, al gesto y a la mirada que multiplica cachas de rasgos esculpidos conocidos como los "mariarmarios". Tal proceso de
masculinización
de los cuerpos más que desafiar ha reafirmado la virilidad normativa heterosexual. En todo caso, como dice Ivonne Tasker, al exagerarse los signos exteriores masculinos —como los bíceps— se evidencia que el género masculino o femenino es algo "construido", artificial, insustancial. La aceptación social de los esculturales músculos se extendió a las heroínas de acción como Sigourney Weaver en la saga
Alien,
Linda Hamilton en
Terminator II, el juicio final
(James Cameron, 1991), Geena Davis en
La isla de las cabezas cortadas
(Renny Harlin, 1995) o Demi Moore en
La teniente O'Neill
(Ridley Scott, 1997). Protagonistas que incorporaban estereotipos e imágenes del tipo "marimacho/bollera", que combinaban a la vez masculinidad y feminidad.

A finales de los años ochenta Hollywood volvió a interesarse por los homosexuales. Convirtió la entrega de los Oscars de 1991 en un estallido de lazos rojos en los vestidos de los invitados. Lazos que simbolizaban la solidaridad con las víctimas del VIH/sida. A la vez que tranquilizaban las conciencias de quienes los portaban, pues éstos realmente no hacía nada salvo exhibirlos.

Durante esos años se había descubierto que existía un tipo de burguesía gay, varones blancos con profesiones liberales y de clase media-alta, que buscaba integrarse socialmente, "normalizarse". Homosexuales que constituían un mercado de consumo inexplorado. Como, por ejemplo, en el campo de la moda. Para ellos se publicitaban objetos expresamente "para gays" y con cierto "estilo de vida gay". También a finales de los años ochenta surgieron diversos colectivos que se rebelaron contra ese modelo consumista y conservador. Colectivos que comenzaron a negarse a reconocerse como gays y se afirmaron como
queers.
Alguien que reivindicaba la importancia de la raza y de la clase social en la lucha política por la igualdad.

LOS AÑOS NOVENTA

En los años noventa surgen las teorías del cine denominadas
Cultural Studies
o "Estudios Culturales" que critican la unidad de la cultura. Estos estudios socioculturales investigan la homosexualidad a través de un marco psicoanalítico y político. Freud ya había dicho que la homosexualidad estaba dentro de la heterosexualidad como algo a negar constantemente. O que la madre, al encarnar el primer objeto amoroso del niño, provoca en las hijas la capacidad de ser bisexuales.

1991 marca la revelación del NQC. Movimiento formado por una serie de películas independientes que concursaron seguidamente en diversos festivales internacionales como los de Toronto, Amsterdam o Park City (Utah, EE.UU.). La mayoría de esas películas se realizan desde posicionamientos teóricos y activistas a la par que se elaboraba la teoría
queer.
Tal modo de concebir el cine retomaba la noción de
auteur
de los años cincuenta: la idea de que el director es la mayor fuerza creativa, temática y estilística, cuya visión personal supera la del resto del equipo técnico-creativo. Los estudios feministas reclamarán la noción de autoría para las mujeres y los de los gays se interesarán por la obra de directores gays, clásicos y contemporáneos. Para ambos estudios de género, los gays y los lesbianos, no existirá ninguna diferencia sexual anterior a la representación. Es decir, que la diferencia sexual no es cuestión de biología —nacer hombre o mujer— sino una construcción social que indica qué es ser un hombre (alguien activo) y qué es ser mujer (alguien pasivo). La identificación sexual debe interpretarse en términos culturales. No puede asociarse a ninguna esencia de lo que sea masculino o femenino. Por eso, las feministas verán con irritación el gusto por el pensamiento y el comportamiento femenino de cierta subcultura gay que imita los roles de feminidad y afeminamiento. Comportamientos que han constituido buena parte de la imagen que se tiene de los gays, como la loca, el sarasa, la nena, la reinona, etc.

Otras películas independientes estadounidenses que coinciden con el NQC explorando los límites de la sexualidad, el género, la raza o la clase social fueron
El banquete de bodas
(Ang Lee, 1993),
Cómo ser John Malkovich
(Spike Jonze, 1999),
Hedwig and the Angry Inch o Mulholland Drive
(David Lynch, 2001). Aunque la mayoría de ellas estuvieron alejadas de los presupuestos del NQC. Por ejemplo,
Mulholland Drive,
según su creador, era «Una historia de amor en la ciudad de los sueños», donde dos actrices se enamoran en Hollywood hasta que una de ella pierde su identidad. Tres cintas tuvieron una gran difusión:
Boys Don't Cry
(Kimberly Peirce, 1999),
Lejos del cielo
(Todd Haynes, 2002) y
Las Horas
(Stephen Daldry, 2002). Películas de otras nacionalidades que igualmente dejaron atrás los meros esquemas clasificatorios masculino-femenino fueron
Juego de lágrimas
(Neil Jordán, 1992),
Adiós a mi concubina
(Chen Kaige, 1993),
Criaturas celestiales
(Peter Jackson, 1994),
Las aventuras de Priscilla, reina del desierto
(Stephan Elliot, 1994),
Carrington
(Christopher Hampton, 1995),
Todo sobre mi madre
(Pedro Almodóvar, 1999),
La virgen de los sicarios
(Barbet Schroeder, 2000),
Iron Ladies
(Youngyooth Thongkonthun, 2000) e Y
tu mamá también
(Alfonso Cuarón, 2002).

Demostrado el éxito comercial del NQC, Hollywood se animó a invertir en algunas películas que exploraran la sexualidad desde situaciones más abiertas
—Tres en raya
(Yurek Bogayevicz, 1993),
Tres formas de amar
(Andrew Fleming, 1994)— pero resultaron un fracaso. Más triunfo tuvieron aquellas cintas que repitieron la fórmula del homosexual que muere al final
—Philadelphia
(Jonathan Demme, 1993)— o que son ruines y viciosos criminales
—JFK, caso abierto
(Oliver Stone, 1991),
El silencio de los corderos
(Demme, 1991),
Instinto básico
(Paul Verhoeven, 1992), Lazos
ardientes
(Hermanos Wachowski, 1996),
American Beauty
(Sam Mendes, 1999),
El talento de Mr. Ripley
(Anthony Minghella, 1999)—.

Con todo, Hollywood se sentía mucho más cómodo con obras que mostraban al homosexual como una figura graciosa y pintoresca. Especialmente si eran
drag queens
en papeles muy alejados de la reconstrucción
queer
de los roles de género: A
Wong Foo, gracias por todo, Julie Newman
(Beeban Kidron, 1995),
Una jaula de grillos
(Mike Nichols, 1996) e
In&Out (Dentro o fuera)
(Frank Oz, 1997). O el mejor amigo homosexual de la protagonista heterosexual, personaje en el que se descargaba la tensión dramática de la acción principal. Como en
La boda de mi mejor amigo
(P.J. Hcgan, 1997),
Mucho más que amigos
(Nicholas Hytner, 1998) o
Algo en común
(John Schlesinger, 2000). Quizá las películas hollywoodianas de este período que razonablemente pueden considerarse dentro de la órbita
queer
sean precisamente aquellas que no incluyen ningún personaje homosexual pero que tratan de las minorías acosadas como
Eduardo Manostijeras
(Tim Burton, 1990), las entregas de
La familia Addams, Edward Wood Jr.
(Burton, 1994) o la saga de
X-Men.
Hay que añadir que desde los años noventa abundan en Hollywood películas dirigidas a adolescentes —tipo
American Pie
(Paul Weitz, 1999)— que actualizan las comedias estudiantiles de humor cazurro y sexo superficial a lo
Porky's
(Bob Clark, 1982) incluyendo algún elemento homosexual para provocar la burda risotada y el chiste fácil. O para asombro y deleite de los consumidores de los líos lésbicos con desnudos, con el claro mensaje de que la fase lesbiana es sólo un momento experimental por el que hay que pasar antes de llegar a la verdad total de lo femenino: la pasividad total.

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