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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

Holocausto (3 page)

BOOK: Holocausto
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No sé por qué me abruma esto, Esta tristeza, este eco de dolor, Aún me persigue una curiosa leyenda, Todavía me persigue y obsesiona mi mente…

Al pasar junto a él, el tío Moses me propinó un codazo.

—Hubiera preferido escuchar Raisins and Almonds (Uvas y almendras).

No tenía la menor idea a qué se refería. Era un hombre amable y cariñoso, pero era… diferente. Mi madre solía decir, aunque no en tono de crítica, que los judíos polacos eran eso, diferentes.

—Eso de cantar es muy aburrido —dijo Anna—, mira lo que he traído.

Tenía un balón de niño y lo lanzó sobre mi cabeza. Pronto empecé a perseguirla y los dos dábamos puntapiés a la pelota sobre el césped en la parte trasera del restaurante. Luego me dediqué a hacerla rabiar, tirándole lejos el balón, engañándola de vez en cuando para al fin dejaría ganar, Hubo un momento en que resbaló sobre la gravilla y cayó de bruces.

—Lo has hecho adrede —gritó Anna.

—Ha sido un accidente.

—¡Ahora vas a ver, salvaje!

Propinó un puntapié al balón, el cual pasó por encima de mi cabeza yendo a parar junto a un grupo de hombres que comían en una pequeña zona aislada del jardín.

Corrí tras él. Pero, de repente, me detuve. Uno de los hombres había cogido el balón y lo sostenía en alto.

—¿Es tuyo, muchacho?

—Sí —contesté.

Eran tres. Bastante jóvenes, más bien fornidos. Todos llevaban camisas pardas, arrugados pantalones de color marrón y las botas negras de los SS. Cada uno de ellos ostentaba un brazalete con la swastika: la cruz negra, dentro de un círculo blanco y el resto del brazalete rojo. Les miré las caras. Tenían caras corrientes en Berlín, hombres a los que podía encontrarse en cualquier cervecería al aire libre cualquier domingo, bebiendo y fumando. Salvo por los uniformes.

Sabía quiénes eran y lo que pensaban de nosotros y lo que nos estaban haciendo. Hacía tan sólo un año había tenido una pelea callejera con algunos de ellos. Me pusieron un ojo negro, derribé a uno y luego salí corriendo como un rayo, saltando setos y metiéndome por callejuelas, para escapar de ellos.

—¿Qué miras, muchacho? —preguntó el hombre que tenía el balón.

—Nada.

Anna se encontraba detrás de mí, a cierta distancia. También los había visto y empezó a retroceder. Hubiera querido decirle: No, no lo hagas. No les demuestres que tenemos miedo, ignoran que somos judíos. Tenía la cara pálida y seguía retrocediendo. Parecía comprender, acaso mejor que yo, que eran nuestros enemigos, que nada de cuanto pudiéramos decir, hacer o pretender ser, podría salvarnos de ese odio ciego e irrazonable. Sin embargo, ahora los hombres parecían mostrarse indiferentes ante nuestra presencia.

Me lanzó el balón. Le di un cabezazo, describiendo un arco perfecto, y luego un puntapié en dirección a Anna. Tenía la sensación de que habíamos escapado por muy poco, aunque no estaba seguro de qué.

Anna y yo nos detuvimos a la sombra de un laurel. Volvimos a mirar hacia los tres SS.

—La fiesta de boda se ha estropeado —dijo Anna.

—De ninguna manera —le contesté—. Esos tipos no significan nada para nosotros.

Podíamos oír a nuestra familia y a los Helms cantando al otro lado de los setos.

—Vamos —le dije—. Yo me pondré de portero y tú trata de meterme un gol.

—No. No quiero jugar a la pelota y tampoco cantar.

Echó a correr. Le lancé suavemente el balón, qué le pegó en la espalda, Por lo general, Anna, siempre animada y dispuesta a bromear, se hubiera vuelto para tomarse la revancha. Pero esta vez siguió corriendo.

Miré, una vez más, hacia los hombres de las camisas pardas y me pregunté si no estaríamos todos corriendo.

DIARIO DE ERIK DORF.

Berlín, Setiembre de 1935.

Marta se ha vuelto a quejar hoy de fatiga. No se encuentra bien desde que diera a luz a Laura. He insistido en que la vea un médico.

Recientemente, nos hemos mudado a un diminuto piso en este barrio, donde viví hace años, de muchacho, y recuerdo que en Groningstrasse tenía su consulta un tal doctor Josef Weiss. Mis padres solían acudir a él y desde luego, su consulta sigue allí, en un edificio de piedra de cuatro pisos. Él y su familia aún viven en los pisos superiores, mientras que la clínica está instalada en la planta baja.

El doctor Weiss, un hombre de aspecto fatigado que habla con voz queda, examinó a Marta concienzudamente, y luego, con el mayor tacto posible, declaró que creía que sufría un ligero soplo sistólico.

Marta y yo debimos parecer sobresaltados, pues se apresuró a asegurarnos que revestía escasa importancia, debido, posiblemente, a que padecía anemia. Le prescribió algo para fortalecerle la sangre y le dijo que no se esforzara demasiado.

Mientras el doctor charlaba con Marta, examiné las oscuras paredes empapeladas de su despacho. Diplomas, certificados, fotografías de su mujer y de sus hijos, incluida una de una joven pareja de novios. Aunque, para mí, aquello carecía de importancia, recordaba haber oído decir a mis padres que el doctor Weiss era judío, pero realmente de los buenos.

El médico, al enterarse de que teníamos dos niños pequeños, sugirió la posibilidad de que tomáramos una asistenta algunos días de la semana, y Marta, sin recatarse, le contestó que no podíamos permitírnoslo. Él repuso que no necesitaba convertirse en la perfecta ama de casa berlinesa, aunque le sentaría bien un ejercicio moderado.

Cuando ya estábamos a punto de marcharnos me detuvo en la puerta de su sala de espera y me dijo que hacía tiempo había tenido unos pacientes llamados Dorf. ¿Serían acaso parientes míos? Le contesté que, efectivamente, mi padre había sido paciente suyo cuando yo era muchacho, haría unos doce años.

El doctor Weiss pareció conmovido. Recordaba bien a mis padres. La señora Weiss solía comprar pan y bollos en el horno de Klaus Dorf. ¡Qué contento estaba de volverme a ven! ¿Por qué no lo mencioné al principio?

Marta alzó altivamente la cabeza y con ese peculiar orgullo suyo de alemana del Norte, subrayó que su marido, Erik Dorf, abogado, no solicitaba favores especiales… de nadie. No lo dijo por crueldad ni por poner en su sitio al doctor. Lo hacía, sencillamente, para dejar bien sentadas las cosas.

De cualquier forma, el doctor Weiss no se mostró en modo alguno ofendido y siguió charlando, cómo me había cuidado cuando tuve la varicela a los seis años y también a mi madre, cuando cayó enferma con un grave ataque de neumonía, y ¿qué tal se encontraban?, preguntó. Le dije que mi padre había muerto, que durante la depresión perdió su tienda y que mi madre vivía con unos parientes en Munich.

Pude ver que aquello le conmovía y comentó lo triste que era el que tantas excelentes personas hubieran sufrido durante aquellos años. Y de repente exclamó:

—¡Y aquellos estupendos y crujientes stollen! Los jueves, ¿no?

No pude evitar una sonrisa:

—Los miércoles. Yo solía repartirlos.

Parecía reacio a dejarnos marchar, como si el recuerdo del humilde horno de mis padres, mis servicios juveniles como repartidor, fueran recuerdos agradables. Marta se preocupó de subrayar lo lejos que había llegado. A licenciarme en leyes, costeándome mis propios estudios en la Universidad. El doctor se mostró de acuerdo. Al salir y atravesar la sala de espera, observé que sus pacientes parecían, en su mayoría, gente pobre.

Luego nos sentamos en un pequeño parque y empecé a leer los anuncios de ofertas de trabajo, cosa que realizaba todos los días desde hacía ya tiempo. Vigilante nocturno, encargado de almacén, oficinista. Apenas nada para un abogado joven e inteligente y que, además, había de mantener a dos hijos y una esposa. Marta me había sugerido que ella podía buscar algún trabajo, pero yo no quería ni oír hablar de ello. No teníamos abuelos ni cualquier otro pariente que pudiera ocuparse de los niños y además, con toda franqueza, no estaba preparada para trabajo alguno. En Bromeen, sus padres, chapados a la antigua, siempre habían pensado que era inadecuado el que una mujer trabajara. La habían educado para casarse, tener hijos, cocinar y acudir a la iglesia.

Hice observar que, incluso, tal vez nos resultara difícil pagar la factura del médico y me contestó que si el doctor Weiss estaba tan contento de volverme a ver e incluso recordaba el stollen de mi padre, seguramente confiaría en mí hasta que encontrara trabajo. Marta siempre es la optimista, la que hace planes, la que contempla el futuro y cree que las cosas mejorarán.

Yo no soy así. Desde que vi a mí padre perder su negocio, su tienda, la confianza en sí mismo y finalmente, la vida, siempre he mostrado tendencia a disimular mi tristeza congénita tras un falso aspecto de alegría. Mi aspecto físico me ayuda a ello. Delgado, alto, rubio. Marta y yo formamos una atractiva pareja. Ella es pequeña y rubia, con excelente porte y unas manos graciosas.

Aun cuando era una extravagancia, considerando cómo se iban acumulando nuestras facturas, compré dos helados de vainilla y nos dedicamos a pasear por el pequeño parque. Marta, de forma cariñosa en un principio y a medida que avanzaba con algo más de firmeza, empezó a sermonearme. Dice que soy demasiado apocado, demasiado modesto. No alardeo ante la gente de haber obtenido mi licenciatura en leyes con los máximos honores. ¿Por qué?

¿Cómo podría explicarle que, abrumado por el bochorno ante el fracaso de mi padre, me resulta muy difícil alardear, hacerme valer?

Marta arrojó su helado a medio terminar en una papelera y parecía fastidiada.

—Siempre estás rechazando mis sugerencias —dijo—. Por favor, Erik…

Sabía lo que quería, lo que sigue deseando. Le he dicho una docena de veces que no quiero ser policía. Un tío suyo está relacionado con un general Reinhard Heydrich, de quien se rumorea que es uno de los más poderosos de todos los nuevos políticos con carrera ascendente y que está al frente de la Gestapo, de la SS y de otros Servicios de Seguridad. Marta repite de manera incesante que cree que, al menos, debería hablar con ese individuo tan poderoso. Millares de jóvenes universitarios alemanes darían diez años de vida por tener semejante oportunidad. Pero ni siquiera soy miembro del Partido. Y tampoco Marta. Somos gente más bien apolítica.

Claro que vemos cómo las cosas mejoran de día en día. Más puestos de trabajo, la moneda estabilizada, las fábricas a pleno rendimiento. Pero la política es algo que no alcanzo a comprender, Le he dicho que es muy posible que mi padre perteneciera, en cierta época, al partido socialista. Con toda seguridad, los nazis lo descubrirían. Y entonces, ¿qué?

Pero esta vez, en el parque, se mostró inflexible. Dijo que haría sufrir a su pobre corazón, que se lo debía a los niños dijo que acaso no me sentía realmente ligado a la nueva Alemania. Le recordé que durante los últimos años había permanecido esclavizado sobre los libros de leyes, mientras trabajaba media jornada en una compañía de seguros, logrando mantener a duras penas mi salud y sano juicio. Y que, por tanto, tuve poco tiempo que dedicar a los políticos, los desfiles o las manifestaciones.

—Al final, salió ella triunfante. Acepté pedir a su tío que me consiguiera una entrevista con Heydrich.

Después de todo, amo y respeto a Marta y acaso sea más lista que yo y comprenda que el nuevo Gobierno ofrece nuevas oportunidades.

Así que, enlazados como jóvenes amantes, avanzamos por las calles bordeadas de árboles. En un quiosco, eché un vistazo a los titulares de los periódicos. Hitler, enfundado en una armadura y advirtiendo que no compráramos a los judíos, exhortándonos a que todos trabajemos más. Tal vez tenga razón.

Hoy, 20 de setiembre, me hicieron pasar al despacho del Reinhard Heydrich para celebrar una entrevista.

Es un hombre alto, apuesto, de aspecto impresionante. Lleva con auténtica gallardía el uniforme negro de la SS. Desempeña varios cargos: jefe de la Gestapo, jefe del Servicio de Seguridad, Despacha directamente con el Reichsführer Himmler, que está al frente de la SS; el «Ejército dentro de un Ejército», esa legión de hombres fieles que han jurado defender la doctrina nazi, la pureza racial, la seguridad de Alemania.

Mientras Heydrich leía mi curriculum vitae, yo le observaba. Fue un atleta formidable, por lo que había oído (aún sigue siendo un soberbio tipo físicamente) y un violinista muy bueno. De hecho, tenía cerca de él un violín. Aparecía abierta la partitura de una cantata de Mozart. Sé algo sobre él. Antiguo oficial de la Marina, promotor del Partido, teórico inteligente, un hombre con una profunda confianza en la necesidad de seguridad y orden y el poder ilimitado de una fuerza policial.

Sus modales son corteses. Nada en él parecía confirmar los rumores callejeros que habían llegado hasta mí (por parte de los tipos de la izquierda que asistían conmigo a la Facultad de Derecho) de que en el Partido se le conocía como «el diabólico y joven dios de la muerte». ¡Hasta qué punto puede equivocarse la gente! Sólo veía ante mí a un hombre refinado, inteligente, de treinta y un años.

De repente me miró y me preguntó por qué creía que estaba dotado para trabajar en las secciones especiales de la SS bajo su mando, tales como Servicio de Seguridad o la Gestapo.

A fuer de ingenuo, no supe qué contestar. De manera que me decidí por el camino más fácil. Le dije la verdad.

—Necesito trabajo, señor.

Aquello pareció divertirle. Al momento, reveló el tipo de hombre presciente que en realidad es, descubriendo, con perspicacia, el ser íntimo de las personas, consciente de los motivos, un psicólogo congénito. Contestó que le había dado una respuesta franca y reconfortante. A él acudían en busca de trabajo todo tipo de hipócritas y cuentistas, y allí estaba yo, un abogado inteligente y joven, sin pretender hacer arengas alardeando de mi amor a la Patria y al Führer y limitándome a contestar que necesitaba trabajo.

¿Me estaba poniendo a prueba? No, era sincero, y sin embargo, había algo burlón en el fondo de sus ojos de un azul metálico, y cuando se volvió de espaldas a mí, era como si estuviese mirando a una persona diferente.

Ambos lados de su rostro, un rostro en verdad hermoso, parecían disparatados, desemparejados. ¿Acaso se estaba divirtiendo con alguna especie de broma íntima, de cínico regocijo a mis expensas? No estoy seguro.

Heydrich habló sobre el Partido, el nuevo Gobierno, el fin de un parlamento corrupto e ineficaz. Me dijo que el poder policial, utilizado en forma adecuada, representaba el poder auténtico del Estado. Supongo que debí discutir. En la Facultad de Derecho aprendí otros criterios. ¿Y qué me decía de los tribunales? ¿De los procesos legales? ¿De los derechos humanos? Pero estaba demasiado deslumbrado por su personalidad para reaccionar.

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