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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

Holocausto (4 page)

BOOK: Holocausto
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—Disponiendo de los modernos conocimientos técnicos y del patriotismo del pueblo alemán, no hay límites para lo que podemos hacer, ni enemigos a los que no podamos derrotar —declaró en tono convincente.

Debí parecer confuso, pues se echó a reír y me preguntó si realmente conocía las distinciones entre la SS, el SD la Gestapo, el RSHA. Cuando le confesé que las ignoraba, rió con fuerza dando palmadas sobre la mesa.

—Espléndido, Dorf. A veces, a nosotros mismos nos resulta difícil diferenciarlas. No importa. Todas ellas dependen directamente de mí, y desde luego, de nuestro amado Reichsführer, Herr Himmler, Entonces me preguntó cuáles eran mis sentimientos respecto a los judíos y le contesté que nunca me había detenido a pensar sobre aquella cuestión. De nuevo volvió hacia mi la parte dura y retorcida de su rostro. Rápidamente añadí que, en verdad, estaba de acuerdo que su influencia era desproporcionada a su número en campos tales como el periodismo, el comercio, la Banca y las profesiones liberales y que acaso no fuera bueno para Alemania y para los propios judíos.

Heydrich asintió. Y luego se dedicó a desarrollar ampliamente el tema por su propia cuenta…; fiel reflejo de las propias palabras del Führer en Mein Kampf. Resultaba difícil seguir algunos de sus conceptos, pero, al parecer, el meollo residía en el hecho de que, al igual que el bolchevismo, para tener éxito en Rusia, necesitó de una clase enemiga, el movimiento nazi, para imponerse en Alemania, necesita un enemigo racial. Y ahí están los judíos.

—Pues claro, son enemigos —repliqué.

Heydrich había maniobrado con habilidad para conducirme hasta la posición que él deseaba, en realidad la actitud que espera que finalmente adopten todos los alemanes, cualquiera que sea su clase social, rango y creencias. Los judíos no son tan sólo un instrumento para llegar al poder; de hecho son, de acuerdo con toda evidencia histórica, el enemigo.

Ahora se explayó ampliamente sobre el tema. Citó Mein Kampf, la implicación de los judíos en todo tipo de corrupción humana, su traición a Alemania en la Primera Guerra Mundial, su control de los Bancos y del capital extranjero, su influencia sobre el bolchevismo.

La cabeza me daba vueltas, pero siempre he tenido la cualidad de parecer interesado, de mostrar mi asentimiento con un leve movimiento de cabeza, una interjección, una sonrisa. Él estaba gozando con su arenga, por lo cual no me atrevía a interrumpirle. Llegado un momento, me sentí tentado de preguntarle cómo era posible que los judíos fueran a la vez bolcheviques y capitalistas. Pero, prudentemente, me mordí la lengua.

—Recuérdelo bien, Dorf —dijo—. Solucionaremos una multitud de problemas, políticos, sociales, económicos, militares y sobre todo, raciales, mostrándonos duros con el «Pueblo Elegido».

Confesé que aquél era un terreno nuevo para raí. Aunque luego, recordando las advertencias de Marta, declaré que tenía una mente abierta a todas las sugerencias.

Aquello le agradó. Incluso cuando reconocí que no pertenecía al Partido y que no había llevado uniforme desde mi época de explorador, se mostró indiferente, contestando que cualquier loco podía llevar uniforme, pero que a su alrededor necesitaba mentes despiertas y buenos organizadores. Dijo que tanto en el Partido como en la SS pululaban los matones, los mercenarios y los excéntricos. Él lo que intentaba era crear una organización eficiente.

—¿He de pensar entonces que estoy contratado, señor? Hizo un gesto afirmativo con la cabeza y sentí un repentino estremecimiento, como si hubiera atravesado una barrera o coronado una montaña.

Entonces me dijo que sería militarizado, que prestaría juramento tan pronto como se llevara a cabo el habitual reconocimiento de seguridad sobre mí. Su voz adquirió un tono acerado. Por un un momento, me inspiró temor. Luego rió y dijo:

—Debo suponer que no se atrevería a acudir aquí a menos que esté limpio como una patena.

—Creo que lo estoy, señor —contesté.

—Bien. Vaya a personal y rellene los impresos correspondientes.

Cuando ya me iba, me llamó de nuevo.

—¿Sabe una cosa, Dorf? Estoy arriesgando el cuello por usted. En cierta ocasión, Hitler dijo que no descansaría hasta lograr que el ser abogado fuera una vergüenza para cualquier alemán.

Al verme titubear, añadió:

—Estoy bromeando. Heil Hitler, Dorf… Me resultó muy fácil contestar.

—Heil Hitler —repetí.

Anoche, 26 de setiembre, vestí por vez primera el uniforme da la SS. Y horas, después hice el juramento de sangre:

Hago ante Dios este santo juramento, que rendiré a Adolf Hitler, Führer de la Nación y Pueblo germanos, jefe supremo de las Fuerzas Armadas, obediencia incondicional, y estoy dispuesto, como un valiente soldado a arriesgar mi vida en cualquier momento para cumplir con este juramento.

Se me había concedido la graduación de teniente y destinado a un cargo de poca importancia en el Cuartel General de Heydrich. La realidad es que soy poco más que un glorioso funcionario, un ayudante de rango inferior en el escalafón, de Reinhard Tristan Eugene Heydrich. Gran parte de mí tiempo lo paso tratando de desenmarañar las relaciones existentes entre la Gestapo, la SD, la RSHA y Otras ramas de la SS. Heydrich me comenta en tono burlón, que prefiere que sigan enmarañadas, siempre que todos ellos sepan que el jefe es él.

Marta me ayudó a ponerme la guerrera negra, así como las polainas y las botas del mismo color. Metí la «Luger» en su funda que me colgaba del correaje y me sentí como un idiota. Marta trajo a los niños al dormitorio para que… admiraran a su padre. Peter tiene cinco años y Laura, tres.

Marta, que siempre ha mostrado predilección por Peter, lo levantó en brazos. Nada más mirar la alta gorra negra, rompió a llorar.

De súbito sentí una extraña preocupación. ¿Había hecho bíen? Naturalmente, carece de importancia el que un niño se eche a llorar al ver a su padre con un traje por completo distinto de lo habitual. Absolutamente normal. Pero Marta se mostró irritada con él, cuando empezó a sollozar de nuevo al mismo tiempo que retrocedía. Tanto él como la pequeña Laura me observaban llorosos, asomando las cabecitas por detrás de la puerta.

Le dije a Marta que esperaba no tener que llevar siempre aquel disfraz. No estábamos en guerra, ¿Por qué tener que soportar eternamente las fastidiosas botas?

—Pero debes llevarlo —me dijo—. La gente te respetará. Los comerciantes sabrán quién eres. Y me darán la mejor carne y las frutas y verduras más frescas. Si tienes poder, haz uso de él.

No repliqué. Nunca se me había ocurrido que, gracias a llevar un uniforme de la SS, comería chuletas de vaca más grandes y melones bien maduros. Pero Marta siempre tuvo mucha vista. La debilidad de su corazón jamás afectó a su agudeza y tampoco a su inteligencia.

De nuevo traté de alcanzar a Peter para darle un beso. Pero huyó de mí. Al besar a Marta y salir para presentarme en la ceremonia de alistamiento en el Cuartel General, no pude evitar el recordar la escena de La Iliada, cuando Héctor se pone el reluciente casco con las plumas. Su mujer, Andrómaca, levanta al hijo de ambos para que le admire, y el chiquillo comienza a chillar de terror, gritando y atemorizado ante el aspecto de su propio padre.

La reacción de Peter me inquieta. Soy incapaz de representarme como un hombre de quien huyen sus propios hijos.

RELATO DE RUDI WEISS.

En los tres años transcurridos entre 1935 y 1933, prosiguió el lento estrangulamiento de la vida de los judíos en Alemania. Nosotros no nos fuimos. Mi madre seguía insistiendo en que las cosas «mejorarían». Y mi padre cedió.

Anna se vio forzada a abandonar la escuela y asistía a un colegio particular judío. Era una estudiante formidable, mucho más inteligente, a mi juicio, que Karl o yo. Karl seguía pintando, luchando para ganarse la vida, habiéndosele cerrado casi todas las posibilidades de hacer trabajos comerciales. Inga, dedicada totalmente a él, trabajaba como secretaria y era el pilar principal de la economía del matrimonio. ¿Y yo? Ayudaba en casa, jugaba al fútbol en las ligas semiprofesionales. Apenas lográbamos salir adelante.

Ahora resultaba evidente que los pacientes de mi padre eran de aquellos que, como nosotros, no habían sido lo bastante precavidos como para abandonar Alemania.

DIARIO DE ERICK DORF.

Berlín Noviembre de 1938.

Hoy han llegado a mi despacho algunos expedientes de rutina, comunicaciones de informadores del vecindario, y entre ellos he visto un nombre familiar: doctor Josef Weiss.

Francamente, esto resulta algo insólito entre las tareas más bien tediosas que se me asignan. De vez en cuando, asisto a reuniones con Heydrich, pero rara vez se me otorga el privilegio de adoptar decisiones importantes. Trato de no quejarme, aunque sé que soy eficiente, buen organizador y Heydrich tiene la seguridad de que puede confiar en mí para que se cumplan sus órdenes. «Dádselo a Dorf», suele decir cuando quiere que se simplifique un expediente, se haga legible o sea redactado adecuadamente.

En realidad, no puedo tener quejas. La dolencia cardíaca de Marta parece haberse estabilizado. Los niños están saludables. Comemos bien.

Ha sido la lectura del nombre del doctor Weiss hoy, 6 de noviembre, lo que me ha hecho pensar en el restablecimiento de Marta y en la visita que hicimos a su clínica hace tres años. Releo la nota, un informe de un oficial de poca monta que vive frente a la clínica Weiss.

El doctor Josef Weiss, un judío que practica la medicina en el 19 de Groningstrasse, ha estado tratando, al menos, a una paciente aria. Se trata de una violación de las Leyes de Nuremberg y hay que investigarlo. La mujer en cuestión es una tal señorita Gutmann, a la que se ha visto entrar en su clínica.

Se trata de una cuestión trivial y normalmente hubiera encargado que se ocupara de ella al funcionario local de la RSHA, el departamento que trata los asuntos judíos.

Estuve un rato reflexionando sobre aquel informe. ¿Era acaso asunto mío? Naturalmente, estoy comprometido en nuestro programa y acepté el criterio de Heydrich respecto al problema judío. He leído de nuevo Mein Kampf, volviendo a recapacitar sobre ellos. En general, acepto sus argumentos contra la eterna amenaza que los judíos representan para Alemania, y supongo que no debí dejar que interfiriera la vieja lealtad hacia un médico. Así que no estoy seguro de por qué he dado hoy este paso. Acaso, me dije a mí mismo, mientras cambiaba el uniforme por un traje gris corriente, deba un favor al doctor Weiss.

Su sala de espera tenía un aspecto más caduco de como yo la recordaba. La pintura estaba agrietada en el techo y las paredes. Se encontraban sentados en ella un viejo judío ortodoxo y una pareja joven. Di con los nudillos sobre el cristal esmerilado de la puerta. El doctor Weiss la abrió. Vestía su bata blanca. Parecía más viejo, con la cara llena de arrugas y el pelo completamente gris. Me rogó que esperara un momento. Estaba examinando a alguien.

Luego me reconoció.

—¡Dios mío! —dijo—. ¡Si es el señor Dorf! Pase, por favor.

Pidió al paciente que esperara fuera.

Miré de nuevo las fotografías que colgaban de la pared. "Su mujer, sus hijos, la fotografía de bodas. Examiné a los hijos más jóvenes. El muchacho parecía duro, alborotador. Vestía una camiseta de futbolista.

—Rudi, mi hijo pequeño —dijo el médico—. Jugaba de medio centro con el «Tempelhof». Un gran atleta. Tal vez haya oído hablar de él.

Negué con la cabeza, tratando de reprimir cierto pesar. El doctor alardeaba de las dotes de su hijo, de su espíritu impetuoso, sus habilidades atléticas, algo que nosotros los alemanes respetamos… casi como si estuviera suplicando que se le aceptara como algo distinto de lo que era.

Me preguntó cómo se encontraba Marta, que si había ido a hablarle de ella, y hube de cortarle en seco. No podía permitir la intromisión de antiguas asociaciones. Le mostré mi placa, que me identificaba como teniente de la SS en el Cuartel General de Berlín.

Su rostro adquirió un tinte ceniciento, desapareció la sonrisa y me preguntó si había hecho algo que no estuviese bien. Por un instante, me sentí culpable. ¿Por qué habría de perseguirse a semejante hombre? Hasta donde puedo saber, es la propia imagen de la decencia. (Heydrich contestaría que nunca se sabe con los judíos; ocultan sus planes diabólicos tras una fachada de buenas obras y caridad). Le hablé del informe en el que se decía que tenía en tratamiento a una mujer aria. Lo admitió. Era una antigua sirvienta, la señorita Gutmann y la estaba atendiendo gratis. Pero esto no establecía la menor diferencia, le dije. Tenía que suspender el tratamiento. El doctor Weiss contestó que así lo haría. Luego, tratando de desarmarme, me recordó que hacía algún tiempo había tratado a muchos cristianos, incluida mi familia.

En aquel momento comprendí lo que Heydrich quería decir de que convenía mostrarse inflexible ante ciertos hechos. Le dije que los tiempos habían cambiado. Que habían desaparecido las antiguas costumbres. Tanto por su bien como por el nuestro. Recalqué que, por lo general, no me ocupaba de semejantes cuestiones, tales como advertir a los judíos, que era un administrador.

Sonrió forzadamente.

—Comprendo. Es usted un especialista. No hace visitas a domicilio.

Me puse en pie.

—No vuelva a atender a esa mujer. Limite su práctica a los judíos.

Me siguió hasta la puerta de cristales. Antes de abrirla me dijo:

—Todo esto escapa a mi comprensión. Fui médico de su familia. Me ocupé de la salud de su mujer.

Le interrumpí:

—¿Por qué no se ha ido de Alemania? No es ningún indigente. Váyase.

Entreabrió ligeramente la puerta y pude ver a la gente que esperaba en la sala.

—Los judíos se ponen enfermos y necesitan atención médica —declaró—. ¿Qué pasaría si todos los médicos se fueran? Los pobres y los ancianos son los que están obligados a quedarse aquí.

—La situación no va a mejorar para usted.

—Ya no puede ponerse peor de lo que está. Hemos dejado de ser ciudadanos. Carecemos de derechos legales. Se nos confiscan nuestras propiedades. Estamos a merced de los matones callejeros. No puedo pertenecer a un hospital. Y tampoco obtener medicinas. En nombre de la Humanidad, ¿qué más pueden hacernos?

Heydrich tiene razón en lo que se refiere a los peligros de intimar demasiado con los judíos. Tienen esa costumbre de suplicar, gimotear, tratar de inspirar lástima. Aun cuando he de admitir que el doctor Weiss se comportaba con dignidad.

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