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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

Holocausto (43 page)

BOOK: Holocausto
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Zalman aguardó un instante para recobrar el aliento.

—Esos trenes no van a Rusia.

—Entonces, ¿a dónde?

—A un lugar llamado Treblinka. Está a tres horas de viaje. He comprobado los números de los vagones.

Algunos trenes que salieron ayer están hoy de regreso.

—¿Treblinka? ¿Un campo de trabajo?

Zalman negó con la cabeza.

—Un centro de exterminio. A los polacos cristianos los envían a un campo de trabajo. Los judíos van a ese gran edificio. Los de la SS les dicen que es para despiojamiento.

—¡Dios de los cielos! Lo que sospechábamos.

—Falsean los carteles por todas partes, como si fueran a registrar a los judíos para el trabajo después del despiojamiento. Sombrereros, curtidores, cerrajeros. Les dicen: cuando hayan tomado su baño, les asignaremos su trabajo. Pero Jamás vuelven a salir. Entran y mueren gaseados.

—Tú… lo has visto…

Zalman asintió.

—Lo supe por un kapo. Ignoraba quién era yo. Les hacen desnudarse, los tienen esperando y luego los conducen hasta allí. Mujeres y niños, viejos, a todo el mundo. El ghetto de Varsovia en pleno acabará allí.

—Tú, Anelevitz y Eva teníais siempre razón. Lo sabíais, lo comprendíais.

Zalman se encasquetó la gorra.

—Vamos. Hemos de decírselo a la Resistencia.

Algo más tarde, en el cuartel general de Anelevitz en la calle Lesano, se analizó el informe de Zalman. En la Organización para la Lucha Judía, muy pocos —Kovel, Zalman, Leva, Lowy, toda la gente joven— creyeron nunca las mentiras de los nazis. Pero el conjunto de los integrantes del ghetto, con infinita capacidad para engañarse a sí mismos con la suprema esperanza de que las «cosas empezarían a ir mejor» confiaron en los «campos familiares» y de «reinstalación».

Escuchaban esperanzados las emisiones de onda corta de la BBC con la ilusión de captar algo que les indicara que el mundo conocía su suerte y la daría a conocer.

El locutor hablaba de los avances en África del Norte, en el frente libio y de las ciento cuarenta incursiones de los aviones aliados sobre el Canal.

«Noticias procedentes de las fuerzas de resistencia polaca afirman que los nazis están cometiendo toda suerte de atrocidades contra los civiles polacos, aislando a sacerdotes, maestros y a cualquiera capaz de ostentar un liderazgo polaco —proseguía diciendo el locutor de la BBC—. Diariamente son fusilados civiles polacos por la más mínima infracción». Desde luego, era verdad. Pero no habían dicho ni una sola palabra sobre la suerte corrida por los judíos en Polonia.

—Hace semanas que están enterados de lo de Treblinca —dijo el tío Moses—. Y ni una palabra por su parte.

Desde julio han estado liquidando al ghetto de Varsovia… y nada. ¿Qué le pasa a la BBC?

—Ahora ya sabes por qué somos sionistas —replicó Anelevitz—. Hemos de ocuparnos de nosotros mismos, pues nadie más lo hará.

—Es posible que no concedan crédito a los informes —opuso mi padre—. Y Eva añadió: —O que se nieguen a creerlo.

—Logramos pasar un comunicado a los suecos —informó Zalman—. «Los judíos polacos están siendo aniquilados sistemáticamente. ¡Comuníquenlo por las emisoras!», suplicábamos. Ya conocéis su respuesta: «No todos sus radiogramas son aptos para publicación». ¿Qué diablos significa eso?

Anelevitz desconectó la radio.

—Significa que prefieren no creerlo. O que pensaron que mentíamos. El crimen es tan descomunal que no pueden creerlo. Con eso cuentan los alemanes.

Kovel asintió.

—Sólo hay una respuesta: más armas. El ghetto se está reduciendo día a día. Aun cuando tan sólo unos centenares de nosotros lucháramos significaría algo.

Quedó decidido que mi tío Moses y Aarón realizarían otra incursión, varias si fuera necesario, fuera del muro, para tratar de lograr ayuda de la Resistencia polaca.

Entonces a mi padre se le ocurrió la idea —Eva recuerda que en aquella reunión también se encontraba presente mi madre— de establecer una clínica en la estación de ferrocarril, la llamada Umschlagplatz. Trataría de sacar gente de los transportes, gente joven y fuerte, que pudiera ser útil para la Resistencia, que estuviera dispuesta a unirse a la lucha.

—Acaso sirva de algo —declaró Zalman con aspecto lúgubre—. Pero la única solución son las armas.

Alguien llamó. Estaban llevando a cabo una redada.

Varios de los luchadores de la Resistencia se trasladaron a una habitación superior y, por las rendijas de una ventana cegada con tablas, observaron a los guardias de la SS que conducían a la gente destinada a Treblinka.

En un momento dado, dos jóvenes trataron de huir; uno de ellos luchó con el guardia de la SS antes de caer muerto de un disparo. Al otro lo sacaron a rastras de un edificio y también dispararon contra él.

—Al menos no van por las buenas —anunció Anelevitz.

—Pero ¿por qué no luchan todos? —preguntó Zalman—. Somos centenares de miles de nosotros y tan sólo un puñado de guardias. De todas formas vamos a morir.

Mi madre se llevó una mano a la boca.

—¡Oh! Josef. El muchacho con la cartera. Es uno de mis estudiantes. Tiene trece años.

—No mires, Berta —le aconsejó mi padre.

—¿Por qué no? —preguntó Kovel, aunque no intentaba mostrarse cruel.

Y así los conducían a su destino. Seis mil judíos al día, desde el ghetto de Varsovia a los campos de exterminio. Tan sólo de vez en cuando ofrecían resistencia, actos de desafío esporádicos, enloquecidos. Pero, en su mayoría, marchaban dócilmente, diciéndose que se dirigían a un «sitio mejor».

El intento de mi padre de instalar una clínica cerca de la estación de ferrocarril y rescatar a un puñado de judíos de las cámaras de gas, puede ser considerado, retrospectivamente, como un intento trivial y temerario de contrarrestar el monstruoso crimen.

Mi mujer, Tamar, que es realista, una auténtica sabra, muestra tendencia a burlarse de mis relatos.

—Eso carecía de importancia —dice—. El mundo ya está cansado de gestos simbólicos por parte de los judíos. Lo único que importa es la acción de masas: poder, fortaleza, política.

De cualquier forma, durante las deportaciones a Treblinka, cierta mañana estival se abrió de nuevo al público una tienda vacía cerca de la estación de ferrocarril. De las ventanas colgaban unas cortinas blancas y limpias. Y sobre la puerta, un Mogen David Rojo en el que podía leerse: «Sección del ferrocarril - Hospital del Ghetto».

Max Lowy y su mujer se encontraban entre las primeras personas a las que salvó mi padre.

Lowy era importante para la resistencia. Se trataba de un impresor muy hábil, primordial para la Prensa clandestina. Cuando mi padre lo vio sentado, con aspecto desconsolado, sobre su maleta, esperando junto a una masa de judíos el tren para el «Este» se puso inmediatamente en acción.

Con su bata blanca, el estetoscopio alrededor del cuello, unas tijeras en la mano, mi padre se acercó a los Lowy.

—Saque la lengua —le ordenó papá—. Deje que le tome el pulso. Se encuentra demasiado enfermo para viajar. Y su mujer también. Entre en la clínica.

—¿Cómo? Los de la SS se darán cuenta.

—No se preocupe. Ya saben lo que les pasará si suben a ese tren. Vamos, todo irá bien.

—Pero…

—Compórtese como si estuviera enfermo. No pierda la cabeza. Está incubando tifus.

Lowy lo comprendió.

—No tendrá que decírmelo dos veces. Vamos, Chana.

De la misma manera, mi padre rescató a una familia formada por tres personas, unos cuantos hombres jóvenes y fuertes —soldados potenciales para la organización de lucha— y a algunos otros.

Cuando conducía al último de ellos a la clínica, un kapo llamado Nonigstein le siguió. Dentro, mi madre, con uniforme de enfermera, hacía que la gente se tumbara en las yacijas, les metía termómetros en la boca. El tío Moses se ocupaba de un modesto dispensario.

El kapo entró pisándole los talones a mi padre.

—¿Qué diablos pasa aquí? —preguntó.

Mi padre no le prestó la menor atención.

—Aspirina para esos dos —dijo—. Ese hombre del rincón es posible que tenga cólera. Debe quedar aislado.

—¿Qué es esto? —preguntó Nonigstein.

Mi padre ni siquiera levantó la vista.

—Clínica ferroviaria. Para asegurarnos de que no haya infección en los transportes.

—Si este embarque ha quedado reducido, se encontrará en dificultades, doctor Weiss. ¥ yo también.

—Esto ha sido, debidamente autorizado. Salga de mi clínica. Tenemos órdenes de no permitir subir a los trenes a aquellas personas que puedan contagiar enfermedades.

El kapo se fue, pero mi madre, que se encontraba junto a la ventana, vio que hablaba con un hombre de la SS.

—¡Santo Cielo… se lo está contando! —anunció.

Mi padre indicó a Lowy.

—Usted y su mujer salgan por la puerta trasera.

Moses pasó la aspirina y el agua a la otra familia. Los dos jóvenes seguían tumbados en las yacijas simulando encontrarse enfermos.

El kapo Nonigstein volvió con el hombre de la SS.

—Alega que es una clínica especial —informó el kapo.

El tipo de la SS era un cerril de mirada torpe y parecía haberse tragado el anzuelo. Miró a la gente en los camastros, a mi madre con el uniforme blanco y a Moses trajinando por allí como si fuera un enfermero.

—Esta mujer tiene tifus y es posible que también lo padezcan sus hijos —anunció papá—. Tengo órdenes de no permitir que suban a los trenes personas con enfermedades infecciosas.

Su tono era convincente. El hombre de la SS se rascó la cara, esperando. Todos sabían que, si llegaba a descubrirse la estratagema, mi padre y Moses serían los próximos en salir para Treblinka.

—Enfermera —llamó mi padre—, tape a esta mujer. Los niños es posible que tengan que ir al hospital —se volvió hacia Moses—. ¿Sería posible que obtuviésemos un poco de jabón desinfectante?

—Lo intentaré.

La charada pareció producir efecto. Afuera se ordenaba a los judíos por el altavoz que empezaran a subir a los trenes. Se indicaba a la gente que no se separaran, con el fin de que se les pudiera asignar viviendas en los «campos de familia».

El hombre de la SS y el kapo salieron, ansiosos de poner en marcha la expedición. Por un momento, todos se sintieron aliviados.

Mis padres y el tío Moses veían cómo los judíos de Varsovia subían a los trenes que les conducirían a la muerte.

—Y así se fueron —dijo mi padre—. Seis mil hoy, seis mil mañana.

—¿Tiene esto algún significado, Josef? —preguntó mi tío Moses—. ¿Qué se hayan salvado cinco o seis?

—Yo creo que sí —contestó mi padre.

DIARIO DE ERIK DORF.

Auschwitz Mayo de 1943.

En cierto sentido, se me está castigando.

Mi fracaso al no lograr que hablasen los artistas conspiradores de Theresienstadt no ha contribuido a realzar mi eficiencia a los ojos de Kaltenbrunner. El día en que los artistas judíos nos desafiaron estaba realmente furioso. Pero en aquel momento tenía problemas mayores: el exterminio de los judíos, una cuestión realmente apremiante ahora que los rusos habían iniciado una ofensiva.

Errático, paranoico, no es hombre, en modo alguno, capaz de sustituir a Heydrich, y sin embargo ocupa todos sus cargos: la Oficina de Seguridad, la Gestapo y las RSHA, que se ocupan primordialmente del problema judío.

Kaltenbrunner se ha dado cuenta del temor que me inspira. Me ha destinado a los centros de exterminio, como una especie de reportero ambulante, para informarle sobre los progresos llevados a cabo en Midanek, Sobibor, Belzec y, sobre todo, Auschwitz, que se está convirtiendo en el eje de nuestros esfuerzos.

Hoess, el comandante, se ha mostrado conmigo como anfitrión considerado y también con cierto profesor Pfannenstiel, especialista en Higiene de la Universidad de Marburgo. El comandante nos explicó que no sólo se encuentran rodeados de alambradas cada uno de los diversos campos de Auschwitz, sino que también cada bloque dentro del campo, bloque que alberga a cuatro mil personas, está rodeado, a su vez, por todas partes, de alambradas. Las alambradas exteriores lo son por partida doble, aseguradas sobre cemento, y por el espacio que queda entre ambas patrullan perros y guardias armados.

—Himmler teme un ataque aéreo aliado —nos explicó Hoess—. Tiene miedo de que algunos de ellos puedan escapar.

Le interrogué sobre algunos informes que teníamos de sadismo deliberado por parte de los guardias. (Por desgracia, nuestras jerarquías inferiores no siempre atraen a los mejores soldados alemanes). Hoess admitió que el famoso sargento Molí, cuyo trabajo consistía en introducir los cristales de Zyklon B en la cámara, se dedicó, en una ocasión, a hacer «prácticas de tiro» con un grupo de mujeres judías. Las mujeres estaban desnudas, eran muy hermosas, según se decía en el informe, y no todas murieron inmediatamente de las heridas. Se le amonestó.

Una mujer llamada Irma Grese, con toda evidencia una trastornada mental, se decía que había sajado los senos de mujeres judías con su látigo. Luego, un médico operaba a aquellas mujeres sin previa anestesia mientras la señorita Grese observaba la operación. Hoess afirmó que investigaría, pero explicó que tales actividades se conocían como «práctica deportiva».

Y en lo referente a los experimentos médicos, Hoess se encogió de hombros. Esto no era de su competencia.

Tenía órdenes superiores —afirmó—, de concederles plena libertad. Mi viejo amigo (y némesis). Artur Nebe había proporcionado gitanos para los experimentos con agua, durante los cuales se les obligaba a beber agua salada y morían entre terribles dolores.

Ya conocía el proceso de selección y no me interesaba verlo. Los judíos llegaban de todos los puntos de Europa en vagones sucios y abarrotados. Nada más bajar, se procede a una selección. A los que se encuentran en condiciones de trabajar son enviados a los cuarteles; a los enfermos, los ancianos, los niños, las madres con lactantes y cualquiera que pueda representar una molestia, se les conduce inmediatamente a una de las cuatro instalaciones de Hoess.

En esta deliciosa mañana de mayo, permanecí con Pfannenstiel sobre el tejado de una de las cámaras. A un lado, en una especie de parque, se encontraba una orquesta formada por mujeres prisioneras vestidas de uniforme azul, interpretando fragmentos de El murciélago.

Sobre el tejado del edificio se había cultivado césped y setos. Algo más lejos se encontraban los famosos planteles de árboles de que me han hablado, donde se hace esperar en pie a los judíos a que les llegue el turno.

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