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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

Holocausto (56 page)

BOOK: Holocausto
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Kramer gritaba por el teléfono.

—Yo no le tengo miedo a nadie, sean rusos o norteamericanos. A ninguno de ellos. Yo me limité a cumplir órdenes, hice un trabajo. Soy un soldado.

—Lo mismo que yo —le apoyé.

Kurt me apartó de un empujón.

—Bueno, es posible que con esa clase de lógica consigáis engañar al verdugo. Pero espero, por Dios, que no lo logréis.

Kramer acudió en mi defensa.

—¿Y quién diablos es usted para venir a sermoneamos? Usted también construyó carreteras y fábricas con mano de obra sometida, judíos incluidos.

—Sí, tiene razón —repuso Kurt—. Observaba y lo sabía y no dije ni hice nada. Y cuando lo hice, ya era demasiado tarde. Prolongué la vida de unos pocos, cuando debí haber hablado, huido, haber procurado que se enterara el mundo, Me derrumbé sobre una silla. ¿A dónde iría? ¿Qué me esperaba? Toda mi desesperación, disgusto y odio iban dirigidos a mi tío.

—¡Debí mandar que te fusilaran hace mucho tiempo! —exclamé.

Ahora era ya más intenso y audible el fuego de artillería. Y las explosiones más frecuentes. Pude oír en la lejanía a los bombarderos soviéticos.

AltAussee, Austria Mayo de 1945.

Muchos de nosotros, vestidos de paisano, nos encontramos aquí, ocultos en un escondido valle del Salzkammergut, en Austria.

Nos evitamos mutuamente. También se encuentra aquí Blobel, fastidiando a todos con su palabrería de borracho, A Eichmann se le ha visto en varios lugares, pero durante los últimos días ha desaparecido de manera misteriosa. Kaltenbrunner vive ostentosamente en un viejo castillo. Está convencido de que nada nos pasará. De manera que, ¿para qué ocultarnos?

Y algo más sobre Kaltenbnmner. Se rumorea que ha estado tratando desesperadamente de ponerse en contacto con la Cruz Roja Internacional para demostrar que su actitud siempre ha sido decente y humana frente a los judíos. En realidad, hacia el final, su principal preocupación era la de liberar a los judíos de Theresienstadt.

Y hay otras dos historias más asombrosas todavía.

El 19 de abril, en una granja de las afueras de Berlín, se dice que Himmler celebró una reunión con cierto doctor Norbert Masur, judío sueco y un funcionario del Congreso Judío Mundial. Dicha reunión tuvo lugar a instancias del propio Himmler y dentro del más absoluto secreto. En realidad, el Reichsführer tuvo que excusarse por no asistir a la fiesta de cumpleaños de Hítler con el fin de poder acudir a la cita. (Esto ocurrió once días antes de que el Führer se suicidara). Según lo que me han dicho, Himmler se mostró en extremo cortés, cordial y racional con el doctor Masur. Le explicó que todos los campos eran como el de Theresienstadt, unas comunidades pequeñas y agradables, gobernadas por judíos. Él y su querido amigo Heydrich siempre desearon que aquellos campos funcionaran como auténticas comunidades judías, pero fueron saboteadas por los propios judíos.

Cuando Masur le preguntó sobre los campos de exterminio, cámaras de gas, hornos y todo lo demás, el jefe explicó, con toda calma, que todo aquello sólo era «propaganda de horror» que hicieron circular judíos desagradecidos y los rusos. Un tanque norteamericano se había incendiado en Euchenwald, muriendo algunos prisioneros, y la Prensa mundial se apresuró a distribuir fetos asegurando que los guardias habían quemado vivos a los prisioneros. Mentiras y más mentiras.

Asimismo, dijo a Masur que los judíos eran espías y saboreadores notorios, así como propagadores de enfermedades, especialmente en Europa Oriental y por ello no hubo más remedio que confinarlos en los campos ¿Cómo era posible que practicaran el espionaje y el sabotaje cuando todos ellos se encontraban en los campos o en ghettos rodeados de muros?, preguntó Masur, Tampoco en este caso cedió terreno Himmler.

Aseguró que los judíos eran listos e ingeniosos, y siempre encontraban alguna forma para actuar.

Discutimos sobre aquella entrevista y nos pareció imposible creer en ella. Naturalmente, Himmler ha desaparecido. Al igual que nosotros, vaga por alguna parte, ocultándose vestido de paisano. Es evidente que su conversación con el doctor Masur no dio el resultado apetecido.

No menos extraordinario resulta el informe de que Eichmann, antes de internarse en Alt-Aussee, para luego volver a desaparecer, invitó a un tal M. Dunand, de la Cruz Roja de Praga y durante una cena más bien ceremoniosa, le condujo a un lugar apartado y le explicó que los judíos de Theresienstadt vivían mucho mejor que los pobres alemanes de Berlín o de cualquier otra parte.

De una cosa sí que estoy seguro. Yo no me daré golpes de pecho, ni suplicaré misericordia. Tampoco intentaré dar explicaciones sobre nuestras acciones.

No seré un Heydrich, pidiendo perdón en su lecho de muerte; o un Himmler, implorando el favor de un judío importante. O un Eichmann, dando excusas a la Cruz Roja, Si llegaran a capturarme, me mostraré tan valeroso como nuestro Führer y me limitaré a decir que soy un honorable oficial alemán, que se ha limitado a obedecer órdenes, a actuar de acuerdo con mi conciencia y a creer profundamente en los actos que me ordenaron llevar a cabo… porque no tenía nada más en que creer.

Aún hay esperanza para nosotros. Auschwitz podremos presentarlo como un caso lógico. Soy abogado, y sé que cualquier acción puede ser defendida.

Admiré mucho más a Himmler cuando se dirigió a nosotros en Posen y dijo que el verdadero valor consistía en contemplar centenares de miles de muertos sin vacilar, mostrándonos leales a nosotros mismos. Ahora no hace más que parlotear sobre «ciudades judías autónomas». Una verdadera lástima.

Con frecuencia, mis pensamientos se centran en Marta. En cierto modo, ella fue el motor que impulsó mi carrera. Cuando yo desmayaba, ella me hacía recobrar los ánimos. Cuando tenía dudas, las hacía desaparecer.

Debimos amarnos más. En los últimos años no hemos dormido juntos.

Estoy bebiendo mucho más de lo que me conviene. Desearía, aunque sólo fuera por un día, estar junto a Marta y los niños. Tal vez en un parque, una visita al zoológico. Dirán de nosotros muchas cosas realmente terribles. Pero jamás podrán empañar nuestra básica honradez, nuestro amor por la familia, la patria, el Führer.

(Aquí termina el Diario de Dorf).

RELATO DE RUDI WEISS.

He elegido dos cartas, entre los centenares de ellas que recibí mientras seguía el rastro de la suerte corrida por mi familia, para incluirlas en esta narración.

La primera de ellas es de un hombre llamado Arthur Cassidy, antiguo capitán en el Servicio Secreto del Ejército de los EE.UU., en la actualidad profesor de lenguas germánicas en la Ford ham University, Nueva York City.

15 de marzo de 1950.

Departamento de Lenguas.

Fordham Unversity pronx.

N.Y.

Señor Rudi Weiss.

Kibbutz Agam.

Israel.

Apreciado señor Weiss: Ante todo quiero expresarle mi gran admiración por la habilidad que ha demostrado al localizarme. Aun cuando sólo hayan transcurrido cinco años desde que entrevistara al fallecido comandante Erik Dorf, el Ejército suele perder el rastro de estas cosas, sobre todo cuando se incorpora de nuevo a la vida civil.

Sí, fui yo el oficial del Servicio Secreto que dirigió los interrogatorios que se le hicieron. Se localizó a Dorf, para ser sometido a interrogatorio rutinario, en la ciudad de Alt-Aussee, que era un escondrijo de los oficiales de la SS de manera semejante a Hot Springs, Arkansas, en nuestro país, que se dice es un lugar de «refresco» para criminales de la Mafia.

No intervine personalmente en su detención, pero creí entender que no llevaba documentación, iba vestido de paisano y, en un principio, negó toda complicidad en los campos de exterminio o con la SS. Lo que le puso al descubierto fueron las hojas de su Díario cosidas en el forro de la chaqueta. Posteriormente, admitió que el Diario completo, mantenido al día durante muchos años, lo había conservado en una caja de metal en su apartamento de Berlín.

Se trataba de algo habitual entre aquellos hombres. Frank, el gobernador de Polonia, conservaba treinta y ocho volúmenes con notas detalladas de sus actividades, trató de ocultarlos y, cuando se enteró de que los habían descubierto, lloraba como un niño.

Dorf era un hombre de unos treinta años, delgado, bien constituido, de aspecto agradable. Al principio parecía algo inquieto y nervioso, pero tan pronto como descubrió que yo podía hablar alemán con fluidez, se relajó, sonrió y al instante se mostró en extremo simpático y abordable. En modo alguno daba la impresión de un hombre complicado en un genocidio.

Fue uno de los muchos criminales de guerra a los que interrogué y, naturalmente, conservo registros de ellos.

Es posible que encuentren algunos expedientes en alguna parte, y en el caso de que Dorf hubiera comparecido a juicio, probablemente le habría sido posible localizar mi interrogatorio. Pero trataré de reconstruir lo mejor posible la orientación de nuestros intercambios.

Teníamos un expediente sobre el comandante Erik Dorf y su nombre aparecía en numerosas cartas e informes relativos a los judíos, en especial cuando llegó a ser ayudante de Reinhard Heydrich. Por tanto, estábamos enterados de que no se hallaba relacionado casualmente con todo ello.

Dorf seguía insistiendo en que no había sido más que un empleado más o menos encumbrado, un correo.

Afirmaba ignorarlo todo sobre las supuestas atrocidades y asesinatos en masa, pero que yo, siendo oficial, comprendería que a menudo los espías y saboteadores, así como los criminales, eran condenados a muerte.

Entonces le mostré varias docenas de fotografías de los campos de exterminio y le pedí que me hablara de ellos. Estoy seguro de que usted habrá visto esas fotos, y no las habrá olvidado… cuerpos amontonados como si fueran leña, montañas de cenizas, la gente desnuda, alineada delante de las cámaras de gas, los ahorcamientos en masa. Adujo no tener conocimiento «directo» de todo ello. Siguió insistiendo en que los muertos eran probablemente guerrilleros, bandidos, gente condenada a morir a causa de sus actividades, no por su origen racial.

Dorf dijo, y recuerdo que lo repitió varias veces que no sentía animadversión personal alguna contra los judíos y que, de hecho, hubo un tiempo en que acudía a un médico judío en Berlín, y que más bien admiraba al doctor, Entonces le pregunté si estaba enterado de que, cuando los últimos Sonderkommandos empezaron a limpiar Auschwitz, descubrieron que unos de los pozos crematorios abiertos tenía una capa de cuarenta y cinco centímetros de grasa humana. Hizo un gesto negativo con la cabeza. Parecía dar a entender que corrían toda suerte de historias extrañas.

Sus modales seguían siendo afables, cordiales, exactamente los de un hombre educado —me hizo observar que era licenciado en Derecho— e insistía, una y otra vez, que él se había limitado a transmitir órdenes y que eran «otros» quienes llevaban a cabo la política referente a los judíos y a otras minorías.

Por último, y al mostrarle fotografías de un grupo de niños judíos muertos, evidentemente por disparos de las Einsatzgruppen y apilados en una fosa común, le informé que disponíamos del testimonio de veinticuatro personas, alemanes y no alemanes, que le habían visto presenciarlo y actuando con capacidad oficial en las cámaras de gas, en los hornos y en los fusilamientos masivos. Incluso había un testigo que alegaba haber visto al propio Dorf matar a una mujer judía en Ucrania, respondiendo a un desafío del coronel Paul Blobel.

(Debería decir del difunto Blobel, pues fue ejecutado hace ya algunos años). Llegados a este punto, Dorf pareció perder su actitud serena. Comenzó una inacabable explicación de cómo se había hecho necesario destruir a los judíos, considerando que eran antiguos enemigos de la Cristiandad, agentes del bolchevismo, los enemigos mortales de Europa, un verdadero virus, y así sucesivamente.

—¿Y los niños, comandante? —le pregunté—. ¿Por qué asesinó niños?

Repuso que, por muy lamentable que hubiera sido, si se hubiese permitido vivir a los niños, habrían vuelto a formar el núcleo de un nuevo ataque contra los alemanes. El Führer lo había expuesto todo claramente. (Si está familiarizado con algunos de los testimonios presentados en Nuremberg, recordará que Otto Ohlendorf, que también era un joven atractivo, inteligente y educado, admitió libremente que había ordenado el exterminio en Crimea de noventa mil judíos, y adujo el mismo razonamiento). Informé al comandante Dorf que, si pudiera obrar por mi cuenta, en aquel mismo momento le metería con satisfacción una bala en la cabeza, concediéndole las mismas oportunidades que él había dado a los judíos. Se puso lívido. Pero, acto seguido, añadí que éramos una democracia y no hacíamos las cosas de esa manera. Sin embargo, tanto su confesión como cualquier información que pudiera proporcionarnos respecto a sus trabajos para la SS y la RSHA, nos serían muy útiles y tal vez le sirvieran a él de algo cuando compareciera a juicio, lo que por mi parte consideraba inevitable.

Le entregué, para que las viera, otro montón de fotos y también algunas copias de su correspondencia con gente como Rudolf Hoess, Artur Nebe, Josef Kramer y otros funcionarios que intervinieron en la solución final. Luego cometí el error de dirigirme a la puerta para llamar a un estenógrafo. (Hasta entonces había estado tomando breves notas, pero quería una declaración en regla). Pese a haber sido sometido previamente a registro, ignoro cómo, pero Dorf había logrado ocultar, o le había sido entregada de manera subrepticia, una cápsula de cianuro. La mordió en el momento en que me dirigía hacia la puerta. Estaba muerto en el mismo instante en que cayó al suelo. Como tantos otros de su especie, prefirió aquello antes de enfrentarse con los monstruosos crímenes que había cometido. Y sin embargo… ¡era un hombre realmente simpático!

Lamento profundamente la suerte corrida por su familia. En el caso de que pudiera ayudarle de cualquier otra forma en sus investigaciones, le ruego no dude en comunicármelo.

Cordialmente, Arthur Cassidy.

Hay una segunda carta relacionada también con la historia de mi familia y que transcribo a continuación. Es de Kurt Dorf, el tío del comandante Erik Dorf. A éste me resultó menos difícil localizarle. Actuó de testigo para el Ministerio Fiscal en Nuremberg. Su nombre figura en el memorial del Yad Vashem, como uno de los «cristianos justos» de Europa.

Bremen, Alemania.

10 julio de 1950.

BOOK: Holocausto
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