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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

Holocausto (57 page)

BOOK: Holocausto
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Apreciado señor Weiss:

Sus informadores tienen razón. Soy tío del difunto comandante Erik Dorf, de Berlín. No sé qué podría añadir a su investigación de la suerte corrida por su familia. Sería absurdo decir que lo siento, que le presento mis condolencias. ¿Cómo podría uno ofrecer excusas por un crimen sin precedentes?

Usted está al corriente de mis declaraciones en Nuremberg. A causa de ellas he sido vilipendiado y condenado, resultando con ello reducido en gran manera mi trabajo como ingeniero. Dentro de los próximos seis meses espero emigrar a los Estados Unidos, gracias a la ayuda de algunos amigos judíos, también ingenieros.

Erik Dorf se suicidó el 16 de mayo de 1945, durante un interrogatorio llevado a cabo por el Servicio Secreto del Ejército de los EE. UU. Esto ocurrió precisamente una semana antes de que su jefe, Himmler, se suicidara, a su vez, de idéntica manera, a raíz de ser detenido por las autoridades británicas de Lüneburg.

Al enterarme de la muerte de mi sobrino, fui a visitar a su viuda e hijos con ocasión de un viaje a Berlín, Frau Dorf me enseñó una carta sin firma de «un camarada» en la que afirmaba que Erik había muerto como un héroe en defensa del Reich. Yo no podía permitir que se mantuviera semejante farsa y les conté la verdad: que Erik Dorf era un criminal, un genocida, que había participado en el más siniestro crimen que registra la historia de la Humanidad. Lamento tener que decir que ni Marta Dorf ni sus hijos aceptaron la realidad; me dijeron que me fuera de allí, incluso Peíer Dorf, el hijo de quince años del comandante, me llamó «traidor».

En cuanto a su padre, le conocí en Auschwitz. Él y un hombre llamado Lowy eran miembros de mi equipo de trabajadores para la construcción de carreteras. Usted ha leído mis declaraciones y sabe que hice esfuerzos incesantes por salvar a judíos de morir en las cámaras de gas, eligiendo a hombres que casi arranqué de las garras de la SS. Lamento haberme visto imposibilitado de proteger a su padre por más tiempo. Sospecho que mi sobrino, con quien durante cierto tiempo tuve diferencias por esa misma cuestión, tuvo algo que ver con su envío a las cámaras de gas.

Su padre me dio la impresión de ser un hombre muy caritativo y de gran dignidad, y me siento abrumado por la vergüenza y culpabilidad de pertenecer a una nación capaz de destruir a semejantes personas, Ése ha sido el motivo de que me decidiera a hablar y a ser escuchado. Aun cuando comprendo que, para usted, representará escaso consuelo, debo decirle que su padre se dirigió a la muerte con valor e incluso, puedo recordar, con cierto atisbo de humor. En mi confuso cerebro puedo recordarle bromeando con un prisionero llamado Lowy, mientras se lo llevaban.

No sé nada sobre su madre o hermanos. Todos ellos parecen haber sido personas maravillosas y, una vez más, experimento esa sensación de vacío, de derrota, de temor al mirar hacia atrás y contemplar la destrucción que infligimos a tanta gente durante aquellos años de auténtica pesadilla.

Sólo puedo alegar en mi propia defensa, pese a lo débil de la argumentación, que en el momento de la liberación de Auschwitz aún tenía trabajando conmigo a cuatrocientos judíos que había salvado de las cámaras de gas.

Le ruego no dude en escribirme de nuevo en el caso de que pueda prestarle alguna otra clase de ayuda. El que figure entre los «cristianos justos» de Europa es un honor que no estoy seguro de merecer. Pero lo acepto con humildad. Acaso algún día nos reunamos en Israel. "

Muy atentamente suyo.

Kurt Dorf.

El 11 de mayo de 1945 me trasladé a Theresienstadt con una brigada checa. Muchos de los soldados eran judíos. Incluso había entre ellos un hombre que vivía en la misma calle de Helena, en Praga, que había conocido a ella y a sus padres. Me dijo que hacía mucho que habían muerto, aunque ignoraba en qué circunstancias. Por mi parte, le hablé muy poco de Helena. Sí, habíamos estado casados. Mi silencio le reveló algo sobre sí… un tipo extraño ese berlinés, antiguo guerrillero.

Pero yo seguía sin llorar. Trataba de no pensar en ella. La había querido demasiado, con excesiva intensidad.

Al hallarnos en continuo peligro, nos habíamos aferrado el uno al otro. Habíamos vivido varias vidas en los pocos años que pasamos juntos. Ahora ella se había ido. Y me sentía aislado, frío. Me costaba gran esfuerzo prestar atención a la conversación de la gente. Me aburrían con sus historias. Había soportado excesivo sufrimiento, demasiada miseria. Descubrí que ansiaba permanecer sentado a solas, hundirme en largos silencios, no establecer lazos de amistad con nadie.

Cuando regresé a Checoslovaquia, fui a vagar por Auschwitz y me enteré, por algunos supervivientes, de que tanto mis padres como mi hermano habían muerto allí. Desde luego, no quedaba rastro de ellos.

Más adelante, en un campo llamado Gross-Rosen, me tropecé con un hombre llamado Hirsch Weinberg, el sastre que conociera a Karl en Buchenwald y había vuelto a verlo cuando se estaba muriendo en Auschwitz.

Weinberg me habló del último dibujo que hiciera Karl. Aquella cosa extraña y descarnada… la mano alzándose del fondo de un pantano. Weinberg me contó también que tenía motivos para creer que mi cuñada Inga todavía se encontraba en el campo.

Acudí a Theresienstadt una soleada mañana de primavera. Resultaba asombroso. La ciudad acababa de ser liberada. Los judíos aún seguían muriendo de hambre y enfermedades… y los primitivos habitantes checos que fueron expulsados por los nazis para establecer el campo, regresaban como si nada hubiera ocurrido.

La Cruz Roja se hacía cargo de los enfermos y proporcionaba alimento a la gente. Y de igual forma actuaba una organización llamada Agencia Judía para Palestina, que había establecido unas oficinas y parecía estar registrando a antiguos prisioneros. Caminé calle abajo —era un lugar muy atractivo, a pesar de las cosas espantosas que allí hicieran a la gente— preguntándome si lograría encontrar a Inga.

En mi mente iba estableciendo la lista de los muertos. Intenté borrarla, pero tanto los nombres como las circunstancias volvían sin cesar, y pronto empecé a sentirme culpable por haber sido lo bastante afortunado, lo bastante duro, lo bastante astuto para seguir vivo cuando toda mi familia había desaparecido.

Mis abuelos, los Palitzs, que se suicidaron en Berlín…

Mis padres, muertos en la cámara de gas en Auschwitz…

Mi hermana Anna, asesinada, Dios sabe dónde y por qué desconocidos motivos…

Mi hermano Karl, muerto de inanición en Auschwitz…

Mi tío Moses, caído bajo los disparos, en el ghetto de Varsovia…

Era difícil de creer que tuviera ya veintiocho años y que hubiese pasado los seis últimos años de mi vida como un vagabundo. Y me preguntaba por qué habría ido allí. Aún más, a dónde podría ir.

En un campo cenagoso frente al edificio en que aparecía el letrero de la Agencia Judía, algunos muchachos jugaban con un balón. Les miré pensando en los centenares de partidos que había jugado y en la carrera profesional que me vaticinaba la gente. Y también en el día en que me echaron del equipo semiprofesional.

Parecía como si hubiera vivido otra vida. Hacía siglos, en otro planeta.

Un hombre fornido, vestido con uniforme caqui, salió del edificio de la Agencia Judía y se me quedó mirando un instante. Hablaba con otro hombre más bajo y viejo. ¿Me veían a mí?

Eché a andar. Vi las tiendas falsas, el Banco de patraña, todas las estratagemas en una ciudad con las que los nazis habían imbuido al mundo la idea de que los judíos vivían en una comunidad propia. Y ello mientras tan sólo en las cámaras de gas de Auschwitz morían doce mil judíos al día. Eso sin mencionar Treblinka, Chelmno, Sobibor.

Pero llega un momento en que hay que poner freno a la mente o hacerla cambiar de dirección. Pero ¿cómo?

¿Adónde pertenecía? ¿Quién me necesitaba?

Y entonces vi a Inga.

Llevaba en brazos a un niño de unos diez meses. Iba vestido con ropas de doble tamaño a lo que le corresponderían. Era un pequeño sonrosado con la mirada sombría de Karl.

—¡Rudi! —exclamó Inga—. Esperaba que vendrías por aquí.

Nos besamos.

—Besa también a tu sobrino —dijo—. Es el hijo de Karl y le llamo Josef, en recuerdo de tu padre. La gente dice que se parece a Karl.

Besé al chiquillo en la mejilla. Al igual que todos los bebés, olía a leche agria.

—Yo diría que más bien se parece a Churchill —observé.

—Sigues siendo el mismo Rudi —me contestó sonriendo—. Ven, siéntate y charlemos un poco.

Pero ¿qué podíamos decirnos? Inga estaba enterada de la muerte de Karl, de mis padres y de la del tío Moses en el ghetto de Varsovia. Y me contó la verdad sobre Anna. Se había enterado de todo lo concerniente a Hadamar y de las «muertes misericordiosas», y se culpaba a sí misma por haber llevado allí a Anna siguiendo los consejos del médico.

—Recuerdo el día que te fuiste de Berlín —declaró—. Solo contra el mundo.

—Tuve suerte.

El chiquillo lloriqueó. Le acaricié la mejilla.

—Sonríe, Churchill. Soy tu tío.

Me habló de Karl y los artistas, cómo le habían torturado los alemanes, pese a lo cual mantuvo su negativa a decirles dónde estaban ocultas las pinturas o a revelarles los nombres de los demás artistas. Fue valiente hasta el fin.

—Y se saldrán con la suya —aseguré—. Porque nadie querrá creer en un crimen de tal envergadura. La gente dirá: «Es imposible que hayan podido matar a tanta gente, torturar a tantos, a ser tan crueles». La gente dirá que existen límites, que los seres humanos, llegado un momento, se detienen. Pero no ocurre así.

Inga replicó:

—Puedes odiarme si quieres. Yo soy uno de ellos.

—No. No te odio. Me siento vacío, carente de todo sentimiento. En mí no hay odio, ni amor, ni esperanza. Me contentaré con ir viviendo. Como uno de esos «musulmanes», los muertos que andan por los campos.

—No, Rudi. Tú no. Jamás.

Le hablé de Helena y lo mucho que nos habíamos amado. Sólo Dios sabe lo que harían con su cadáver. No volvería para averiguarlo. Seguramente lo arrojarían a algún pozo.

—Pero durante algún tiempo vivisteis el uno para el otro —dijo Inga—. Y os amasteis.

—Sí. Lo sé —suspiré. Luego me quedé mirándola… ¿A dónde irás?

—Volveré a Alemania. Pero no me quedaré allí. No deseo que el hijo de Karl crezca allí. Tal vez a Norteamérica. ¿Y tú?

—No lo sé. Vagaré por todas partes.

—¿Solo? ¿Sin dinero?

—Lo he hecho durante mucho tiempo.

Me pidió que la acompañara al estudio donde Karl había trabajado, donde había realizado los dibujos secretos que tanto enfurecieran a los alemanes y que en definitiva, le condujeron a la muerte.

Nos levantamos. En el campo se observaba gran actividad…, cocinas al aire libre, unidades de primeras ayudas, gentes trasladando sus pertenencias a carretas. Allí estaban el Ejército popular checo, los escasos judíos que habían quedado, los cristianos checos que regresaban.

Caminamos por las calles empedradas. Pellizqué suavemente la mejilla de mi sobrino.

En el estudio conocí a María Kalova, que había trabajado en el estudio con Karl.

Ella e Inga extendieron docenas de dibujos y bocetos sobre las mesas. Karl y los demás artistas los habían creado. Constituían el relato verídico de todos los horrores acaecidos en el campo: ahorcamientos, palizas, hambre, degradación. Aquélla era la respuesta de los artistas a los nazis.

—Tu hermano era un hombre de talento y además muy bueno —declaró María Kalova—. Todas estas pinturas se exhibirán en un museo de Praga para que todo el mundo pueda contemplarlas.

—¿Y le mataron por ellas? —pregunté.

Inga se echó a llorar.

—Si lo hubieras visto, Rudi, con sus manos destrozadas, aquellas hermosas manos… y, naturalmente, allí estaba su última obra: la mano surgiendo del pantano y tratando de alcanzar el cielo.

Mientras miraba los dibujos, me vino a la mente el recuerdo de Karl y yo cuando jugábamos de niños en la calle, frente a Groningstrasse. A veces jugábamos a vaqueros y pieles rojas. A Karl jamás le gustó hacer creer que disparaba un revólver.

Pero me era imposible llorar. Sólo pude decir estúpidamente:

—¡Pobre Karl! Flaco, atemorizado. Pero a ellos no los temía. Era más valiente que yo porque casi siempre he llevado un arma conmigo.

Luego acudió a mi mente como un relámpago la imagen de mi padre con su bata blanca y el estetoscopio en el bolsillo. Su rostro cariñoso y cansado junto a la ventana. Golpeando con los nudillos en los cristales indicándonos que volvamos para almorzar. Comienzo de otoño en Berlín.

Las hojas empiezan a caer. Karl y yo luchamos en broma, hacemos carreras hasta las escaleras de la casa. Siempre gano yo.

Me quedé mirando al niño, preguntándome cuál sería su vida. En mi interior se agitaron los recuerdos. Una madre amante, un padre cariñoso. Hermano, hermana… una familia que lo compartía todo, que reía, se enfadaba, descubría la belleza en la música, la alegría en el deporte, todos nosotros admirando en silencio a nuestro preocupado padre, el médico siempre pendiente de una persona enferma, de un paciente que perdía. Y todos nosotros sintiendo cierto temor ante nuestra madre, tan digna, encantadora e inteligente.

Y todo había sido destruido. Incinerado y las cenizas lanzadas a los cuatro vientos. Y cuántos millones de otras familias fueron destruidas sin el menor gesto de piedad, sin motivo, una explosión monstruosa de asesinato y odio que aún seguía sin comprender. Lo vi llegar, muy pronto vi en sus ojos el odio irracional y escapé. Pero aún no he logrado entender los motivos que les impulsaron.

—Parece un buen chico —comenté.

Y sentí que me subía a la garganta la primera emoción que sintiera desde hacía meses.

—Lo es, Rúdi.

Inga lloraba cogida a mi mano.

—Dios me ha bendecido al permitirme formar parte de tu familia. Me siento culpable y avergonzada de seguir viviendo. No tengo derecho.

Negué con la cabeza.

—Tal vez nos amábamos demasiado. Acaso sea eso lo que ha arruinado nuestras vidas.

—No, Rudi. No debes pensar así, ni siquiera decirlo.

Me despedí de María Kalova. Inga, con su hijo en brazos, me acompañó hasta la plaza.

—¿A dónde irás? —preguntó.

—No tengo idea. No soy nadie. Sin familia, sin patria, sin documentos.

—Vente a Berlín conmigo y el pequeño Josef. Hasta que decidas lo que vas a hacer.

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