mediante una cosa tan sencilla
pueda cualquiera aquí tener su momia,
cuando otros muchos hay que junto al Nilo
por descubrir alguna echan el kilo
y al final los abate la estegomia
y si no la estegomia el cocodrilo!
Pero al estar de todos al alcance
el líquido en cuestión
¿quién impide que surja algún percance
y que nos momifiquen a traición?
¡Con razón teme Enrique
que alguno por error lo momifique!
Si hay gente, como ocurre a cada rato,
que creyendo que es chicha o es carato
se "empujan" un perol de creolina
sin que les diga nada la hedentina,
¿qué no sucederá con una droga
que "ni huele ni hiede",
y que al ponerse en boga
no habrá una casa en la que no se hospede?
Ocurrirá sin duda más de un chasco;
por ejemplo, el que a causa de un chubasco
o de un baño nocturno, se constipe,
se compra una inyección para la gripe,
con otras medicinas la coloca,
y ...el que venga a inyectarlo se equivoca.
¡Por no hacer de la ampolla un buen examen
lo convierte en un nuevo Tutankamen!
Y contra eso si que no hay quien pueda:
quien momia se volvió, momia se queda!
De manera, lector, que nos gozamos,
pues si tenemos más que suficiente
con los momificados que ya estamos,
¡como será la cosa si agregamos
la momificación por accidente!
Desde Yugoslavia
llegó el notición
de que en una aldea
de aquella nación
ha brotado un agua
con cuya ingestión
cualquier viejecito
levanta presión
Viejito que bebe
del agua en cuestión,
viejito que al punto
se vuelve atacón
y deja rosario,
cachucha y bastón
y llama a su vieja
que está en el fogón,
y cuando ella viene:
¿Que quieres, Ramón?,
ya el viejo bandido,
ya el viejo bribón,
igual que el famoso
sapito lipón,
ni tiene camisa
ni tiene calzón.
Así este el viejito
como un chicharrón
o de un renacuajo
nos dé la impresión,
apenas de agua
toma una ración,
ahí mismo se pone
de guachamarón
a decir que quiere
meter un jon ron.
Es tal la eficiencia
del agua en cuestión
que gracias a ella
y a su extraña acción,
ya cualquier viejito
de la reacción
superarrugado,
superochentón,
podrá enamorarse
de un lindo bombón,
y una vez que logre
parar papelón,
lo demás lo arregla
con el garrafón.
Aunque el 2 de los corrientes
era lo que parecía,
hoy, señores es el Día
de los Santos Inocentes.
Y esta es la criollización
de lo que en prosa elevada,
cuenta la Historia Sagrada
sobre la fecha en cuestión.
Comenzó el merequetén
justamente al cuarto día
de haber tenido María
su muchachito en Belén.
Difícil que el parto fue
y propenso él al infarto,
con el trajín de aquel parto
quedó grogui San José.
Por supuesto, el pobrecito,
pasado ya el grave trance,
apenas le dieron chance
se durmió como un bendito.
Pero no bien pegó un ojo
vió en sueños la fantasía
de un ángel que le decía:
—Viejito, no seas tan flojo.
Huye a Egipto con tu esposa
y el fruto de su barriga,
porque aquí color de hormiga
se está poniendo la cosa.
Pues con creciente cariño,
y en cualquier lugar que sea,
ya no se habla en Galilea
de otra cosa que del Niño.
En el revuelo causado
por un niñito tan tierno,
algo hay que a nuestro gobierno
le huele a perro mojado.
Y así Herodes ha prescrito
que ha todo niño de cuna
sin diferencia alguna
le corten el pescuecito.
O enconchas, pues, al nené
o lo raspa el rey Herodes;
así que no te incomodes
y alza arriba, San José.
José, que un burro tenía,
lo ensilló de cualquier modo,
y en él con muchacho y todo
montó a la Virgen María.
Ya sobre el burro en cuestión,
la Virgen, siempre tan ida,
¿Para dónde es la movida?
pregunto con devoción.
Y cuando él saber le hizo
que hacia tierras egipcianas,
de lo que ella tuvo ganas
fue de mandarlo al carrizo.
Y exclamando: —¡Qué tupé!,
le dijo ya sin rubor:
—¿A Egipto en burro, mi amor?
¿Tú estás loco, San José?
José ante aquella chacota,
no protestó, sino dijo,
mientras de modo prolijo
se sobaba la chivota:
—Aunque en mis propios mostachos
de viejo loco me apodes,
lo importante es que está Herodes
descabezando muchachos.
El espera, con cariño,
despescuezando arrapiezos,
que alguno de esos pescuezos
resulte ser el del Niño.
El les ofrece alfondoque
y arepita y empanada
y después con un estoque
los mata de la estocada.
Así hablo el santo bendito,
y así contestó su esposa:
—Caramba! si así es la cosa,
tienes razón Joseíto.
Si la cosa está tan fea
como tú la estás pintando,
de aquí hay que salir raspando
en burro o en lo que sea.
Por huir de ese carrizo
y de su espada filosa,
yo me voy en cualquier cosa,
no digo a Egipto: ¡Al chorizo!.
Vamos a buscar posada
a alguna tierra apartada
donde nos tengan cariño,
y no le corten al Niño
ni la cabeza ni nada.
Así emprendieron la Huida
mientras Herodes, ya en vano,
con su machete en la mano
continuaba la movida.
Blandiendo dicho aderezo
ninguno se la ganaba:
Muchachito que se encontraba,
muchachito sin pescuezo.
Era un tipo muy maluco;
mediante el famoso truco
del pajarito sin cola,
degollaba a los chiquitos
diciéndoles, pobrecitos,
"Baja la trompa, mapola".
Convirtió así su poblacho
en una carnicería,
donde no se conseguía
sino carne de muchacho.
Y en cuanto a José y María
yo por mi cuenta discurro,
que el cuerpo les quedaría
tras tan larga travesía
más estropeado que un churro.
Quedarían como aquellos
a quienes tumba un susurro,
y si así quedaron ellos,
¡cómo quedaría el burro!
¿Qué se habrá hecho la dulcera
de la esquina de Sociedad
con su gorra de cocinera
y su esponjado delatal
y su azafate que por fuera
tenía tanto de vitral
y que por dentro el gozo era
de nuestra hambrienta capital,
con sus torta tipo burrera
y sus tajadas de manjar
y sus esféricos coquitos
que parecían de cristal?
¿Qué se habrá hecho la dulcera
de la esquina de Sociedad
que se pasó la vida entera
junto al lugar donde estuviera
en otro tiempo el City Bank?
Brava ,locuaz, dicharachera,
rica de pintoricidad,
fue, sin que nunca lo supiera,
un tipo de esos que le dan
a la ciudad su verdadera
categoría de ciudad:
¡rolliza estampa callejera
de Dulcinea popular,
como mejor nunca se viera
ni en la pintura de Lovera
ni el los sainetes de Guinán!
¿Qué se habrá hecho la dulcera
de la esquina de Sociedad
la que dejó tan hondas huellas
en nuestro criollo paladar,
con las grandes tortas aquellas
de majestad episcopal,
tan parecidas a su dueña
y que de haber podido hablar
hablado hubieran, como ella
un rudo inglés de Trinidad?
Aunque de más de una manera
—excepción hecha de su hablar—
más caraqueña y criolla era
que las criollísimas chiveras
de la parroquia de San Juan,
de vez en cuando a las seseras
se le subía Trinidad,
y de sus fibras patrioteras
daba las muestras más severas
no vendiéndoles sino a
los estirados y corteses
americanos medio ingleses
del Royal Bank of Canadá.
(Y una tarde, tarde cualquiera,
y procedente de la acera
de la antigua universidad
se presentó una periquera
de San Francisco a Sociedad.
Y amenazada la dulcera,
de ser tumbada en la carrera
que la arrollaba sin piedad,
no se movió de allí siquiera,
sino se irguió, grave y severa
con la más alta dignidad,
y en la británica bandera
embojotó su humanidad.)
¿Qué se habrá hecho la dulcera
de la esquina de Sociedad ?
Yo no lo sé, más dondequiera
que se haya ido a refugiar,
sepa que aún queda un poeta
—tal vez el ultimo juglar—
que dejaría su actual dieta
que es casi toda de galleta ,
de la más dura de mascar,
para que en alguna tarde quieta
volver sus dulces a probar.
Jean Paul Sartre, filósofo francés
y astro de la mundial literatura
que ver no puede un premio ni en pintura
por lo que ha rechazado más de tres,
ha vuelto a demostrar que ante los premios
es como ante la caña los abstemios
y que al vituperarlos casi a gritos
no se refiere sólo a los chiquitos.
Y en prueba de la mala catadura
con que mira también los premios buenos,
ahora ha rechazado, nada menos,
que el Premio Nobel de Literatura.
Pero lo meritorio del rechazo
y lo que como heroico lo define,
no es que Sartre con él sólo decline
el honor que comporta ese premiazo:
es que con dicho honor también ahuyenta
— y allí está de su gesto lo viril —
los churupos que el premio representa
y que en dólares son, según mi cuenta,
más de cincuenta mil.
Así, pues, queda la Academia Sueca
como una perfectísima babieca
con la mano estirada
porque Sartre no acepta la mascada...
De ser otro el autor favorecido,
que distinta la cosa hubiera sido.
Si para darle el premio al que se escoge
es a un venezolano
no digo yo lo coge:
¡les arranca la mano!
Un crujiente montón
de abollado latón
que vomita, al pasar, sobre el viandante
un humo turbio, fétido, asfixiante.
Unos asientos hechos
al máximo de estrechos
provistos de una especie de bojotes
sucios, rotos, más duros que Monote
y en los que viaja usted casi en cuclillas
sin saber cómo hacer con las rodillas.
Y esto si no le toca ir parado,
besándole el cogote al que va al lado.
Un timbre que no suena
porque tiene la cuerda reventada,
y un chofer que no atiende o se envenena
si se le pide a voces la parada.
Unas descalabradas ventanillas
con el vidrio atascado o vuelto astillas;
una lámina entera despegada
que causa, en un frenazo, una cortada;
un piso con los hierros levantados
hundiéndose en los pies de los parados,
y unas costras oscuras en el piso
que parecen casabe untado con guiso.
Una puerta de atrás que no funciona
cuando se va a bajar una persona,
o que funciona tan violentamente
que, de darle donde es, mata a una gente.
Y, sobre todo esto, una hedentina
tan fuerte y tan tenaz a gasolina,
que, sin echarse un palo, hasta el más macho
si hace el viaje hasta el fin, llega borracho.
Este infernal suplicio,
digno de Adolfo Hitler y su corte
se llama aquí "Servicio
Público de Transporte".
Se fundó en Venezuela el Club Canino,
consorcio de personas muy boyantes
que coleccionas perros elegantes
de esos que tienen cara de cochino.
Conservar la salud del perro fino
dándole sus bañitos, sus laxantes
y alejando a las perras trashumantes
que los pueden desviar del buen camino...
Tal es el noble fin del club de perros.
Entre tanto, los niños de los cerros
viven como unos mismos condenados...
El mundo es malo, verdaderamente:
mientras se muere de hambre tanta gente,
¡que bien viven los perros potentados!
Recientemente falleció en Montana
una viejecita norteamericana
que, en calidad de único heredero
le dejó a un mayordomo su dinero.
Mas la anciana del caso que relato
dejó también un gato
que ha venido a plantearle al mayordomo
un problema, lector, de tomo y lomo,
ya que en el testamento hay un mandato
que le impide aunque llegue a la indigencia,
disponer ni una puya de la herencia
hasta que no se muera dicho gato.
Me diréis: — ¿Y por qué ese mayordomo
no se arma de una estaca o de un zapato
y acaba de una vez con ese gato
que debe de caerle como un plomo?