Read Huracán sobre Monterrey / El valle de la Muerte Online
Authors: José Mallorquí
Tags: #Aventuras
Un coro de lacrimosas protestas se elevó de los cuatro cautivos.
—Señor Carr, creo que se extralimita usted —advirtió César.
El
sheriff
volvióse hacia el californiano.
—Señor Echagüe —dijo—. Usted viene de un lugar que, comparado con éste, se halla en plena civilización. Tenemos que ser implacables, y si fuésemos de otra manera nos arrollarían. Ninguno de esos peones merece vivir. Son gente de mala raza…
—Son de mi raza, señor
sheriff
—advirtió Echagüe.
—No. Usted es californiano, o sea, súbdito de la Unión. Esos otros son canalla mejicana, venida a robar y a asesinar. Cuanto más matemos, mejor para nosotros… y para ustedes.
—Pero el juez sólo ha dictado una sentencia.
—Para esos otros no hace falta sentencia. Los norteamericanos tenemos derecho a matar mejicanos, de la misma forma que tenemos derecho a matar coyotes.
—Pero hay un coyote al que todavía no han podido matar —dijo César.
—¿Qué quiere decir? ¿Se refiere a ese fantástico
Coyote
que ha estado metiendo miedo a los niños de las orillas del Pacífico?
—Sí. Yo, en su lugar, señor
sheriff
, no asesinaría a esos cuatro mejicanos. Podría echar sobre usted la venganza del
Coyote
.
—¿Es usted admirador de ese bandido?
—No tengo por qué admirarle, ni temerle, ni odiarle; pero sé que existe y que se dedica a vengar a sus compatriotas.
—Pues aguardaré su venganza —rió Carr—. Dicen que tira muy bien; pero no creo que me supere. Vea. —Con rápido movimiento, Esley Carr desenfundó uno de sus revólveres y lo disparó al aire. Una golondrina, o, mejor dicho, sus restos, cayeron a los pies de Echagüe.
—No está mal —sonrió el joven—. Tira usted bien; pero las referencias que tengo del
Coyote
son mejores. No busque su venganza. Deje en libertad a esos hombres y…
—Y deje también en libertad a mi padre —ordenó en aquel instante una voz femenina.
Todos se volvieron hacia el lugar de donde había llegado la voz y, detrás de uno de los álamos, vieron a una muchacha de unos veinte años, que apuntaba a Carr con un pesado fusil de corto cañón y gran calibre.
Echagüe la contempló lleno de admiración. La joven estaba muy pálida y sus labios temblaban convulsivamente; pero sus manos sostenían con firmeza el arma, que apuntaba directamente al pecho del
sheriff
.
—Si no sueltan en seguida a papá dispararé sobre usted, señor Carr.
El amenazado echóse a reír.
—Señorita Banning, déjese de juegos, y no se entrometa en este asunto.
Mientras decía esto dirigió una mirada a uno de sus hombres, que tenía en las manos una larga cuerda trenzada. Lucy Banning, con la mirada fija en el
sheriff
, no pudo ver el movimiento del hombre y la primera noción que tuvo de él fue al caer sobre sus hombros un lazo que tiró violentamente de ella haciendo que el fusil se disparase al aire. Luego la joven cayó hacia atrás y su cabeza chocó contra el tronco del árbol junto al cual estaba. El golpe resonó violentamente y la muchacha se desplomó sin sentido.
—¡Quieto, Banning! —ordenó Carr, impidiendo que el condenado acudiera en socorro de su hija—. Hemos perdido ya demasiado tiempo. Usted, señor Echagüe, puede marcharse, si no quiere ver cómo se ahorca a cinco canallas.
—Usted tiene la fuerza,
sheriff
—replicó—. No puedo hacer nada; pero insisto en afirmar que creo que se precipita usted demasiado.
—Yo no opino igual que usted y, como ha dicho muy bien, tengo la fuerza. ¿Se marcha?
—Me quedaré a auxiliar a la señorita. ¿Desea usted algo para su hija, señor Banning?
Éste tragó saliva y, haciendo un esfuerzo por serenar su voz, replicó:
—Dígale que merezco lo que me pasa, pues yo también quise utilizar la violencia contra un hombre que era inocente. Dígale que mi suerte no debe influir en sus decisiones respecto a Philip. Que todo siga como ella deseaba. Dígale, también, que muero pensando en ella.
César desmontó de su caballo y fue a arrodillarse junto a Lucy Banning. Lo hizo con una determinada intención, pero cuando su mano se cerró en torno de la culata del revólver que la joven llevaba en el bolsillo de su falda de ante, la mano de uno de los agentes de Carr se cerró sobre su muñeca, mientras una voz le decía, muy bajo:
—No sea loco. Le matarían antes de que pudiera disparar. Es lo que están esperando.
César soltó el arma y sacando un pañuelo dirigióse a un arroyuelo que brotaba de entre los árboles, humedeció la tela en el agua y volviendo junto a la joven, sin mirar al que le había advertido, refrescó las sienes de la hija de Banning.
Hasta sus oídos llegaban los lamentos de los cuatro mejicanos, que repetían sus protestas.
—¡Esto no es justo, señor! —decía uno—. A mi no me importa morir, pero que sea legalmente, y que se me permita confesarme…
Un estrangulado gemido interrumpió la protesta, y un momento después se oyeron otros tres. El sol, que marchaba hacia el ocaso, proyectó sobre la tierra cuatro trágicas sombras, a las que un momento después se unió la de Banning.
César apretó los dientes y cerró los puños.
—Parece que eso le afecta mucho, señor Echagüe —comentó, riendo, el
sheriff
.
César volvió hacia él su descompuesto semblante.
—Eso es un crimen, señor
sheriff
. Si así es la justicia que impera en el Valle de la Grana, no me extraña que ocurran las cosas que suceden.
—Si no fuésemos implacables con los culpables, nos veríamos destruidos, señor —contestó el
sheriff
—. Esto servirá de lección a todos.
Las cinco sombras oscilaban lentamente en el suelo. Una de ellas aún se estremecía; pero un minuto después, los cinco cuerpos sólo eran movidos por la suave brisa que iba muriendo con el día.
César dejó de atender a Lucy. Era preferible que no viera aquella muestra de la justicia del Oeste. Al cabo de cinco minutos, Carr anunció:
—Creo que ya deben de haber muerto todos. Luego enviaré al enterrador a que se haga cargo de esos cuatro. La señorita Banning puede llevarse el cuerpo de su padre. Vamos.
Todos partieron al galope, y César quedó solo, en compañía de la desmayada joven y de los cinco cuerpos que pendían del árbol.
Durante unos minutos César permaneció inmóvil, observando el débil respirar de Lucy Banning. Un violento galope le arrancó de su abstracción y, al levantar la cabeza, vio a un joven jinete que, saltando de su caballo, corría hacia él.
Se trataba de un hombre de unos veinticinco años, alto, rubio, de rostro honrado y atractivo.
—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó, teniendo sólo ojos para Lucy—. ¿Está herida?
—Sólo desmayada. ¿Quién es usted?
—Soy Philip Bauer… y hasta esta mañana era el novio de Lucy. Ahora —digirió una mirada de horror al cuerpo de Tobías Banning—. Ahora ya no sé lo que soy.
César miró fijamente al joven y luego, con triste sonrisa, murmuró:
—Los dos son jóvenes y quizá algún día puedan olvidar esto. Ayúdeme a bajar el cuerpo de ese pobre hombre.
Cinco minutos después el cadáver de Tobías Banning estaba tendido en el suelo y cubierto por la manta que Philip Bauer había traído en su caballo.
—¿Hay cementerio en Grana? —preguntó César a Philip Bauer.
El joven movió negativamente la cabeza.
—No. Esto existe desde hace poco y hasta ahora cada uno había enterrado a sus muertos en sus propias tierras. Cada rancho tiene su cementerio.
—Entonces tendremos que llevar a este hombre a su rancho.
—Mejor será que decida Lucy —replicó Philip—. ¿Tardará mucho en volver en si?
—Por mucho que tarde siempre será demasiado pronto —replicó César—. Ojalá despertara dentro de un año o de dos. Cuando se encuentre con esto…
—¡Qué horror! —gimió Philip—. ¿Cuándo terminarán tantas violencias?
—Tal vez nunca o acaso dentro de muy poco. Esta es tierra violenta. Parece hecha para que los hombres se maten en ella. Ayúdeme a conducir a su novia hasta el riachuelo. Desde allí, al menos, no verá este desagradable espectáculo.
Y César indicó con un movimiento de cabeza los cuatro cuerpos que aún colgaban del árbol.
Ayudado por Philip Bauer, César condujo a la desmayada Lucy hasta la orilla del arroyo, colocándola detrás de unos árboles que la protegerían de la horrible visión de la justicia de los hombres. Luego, también con ayuda de Philip, llevó el cadáver de Tobías Banning hasta el pie de un árbol, situado igualmente en un lugar donde no se podían ver los tétricos frutos que pendían del álamo.
—Quédese usted junto a ella y, mientras tanto, yo descolgaré a esos infelices.
César corrió al álamo y, encaramándose a su tronco, cortó con una navaja las cuatro cuerdas, dejando caer los cuatro cuerpos al suelo, luego los alineó debajo del árbol y cerró las heladas pupilas que miraban sin ver el cielo teñido con los rubores del ocaso, o tal vez, enrojecido por el horror que acababa de presenciar.
Apenas acababa de regresar junto a la joven advirtió en ella evidentes señales de que iba a recobrar el conocimiento. Un débil gemido se escapó de los labios de Lucy y, un momento después, entreabrió los ojos. Hubo un instante en que la mirada vagó, imprecisa, como sin comprender lo que estaba viendo.
—¿Qué ha sucedido?… —murmuró, tratando de incorporarse y lanzando un gemido de dolor al mover la cabeza.
—Cálmese, señorita, no…
Era César quien había hablado, y al reconocerle, la joven lanzó un grito de espanto y se sentó, con veloz movimiento.
—¿Usted? —gritó—. ¡Usted estaba con ellos! ¿Dónde está mi padre?
En aquel momento vio a Philip, y en sus ojos y en los de César leyó la respuesta a su pregunta.
—¡Muerto!… ¡Le han asesinado!… ¿Cómo?… ¿Dónde está?
Las miradas de los dos hombres fueron hacia et cuerpo cubierto por la manta.
—¡Dios mío! —sollozó Lucy, sin atreverse a comprobar la verdad de sus terribles temores—. ¿Es él? —tartamudeó.
—Sí, señorita Banning —respondió César—. Sus últimas palabras fueron para usted. Me dijo…
—¡Cállese! —chilló Lucy—. ¡Usted también le asesinó! Estaba entre ellos…
—No, señorita. Me obligaron a acompañarles; pero yo no tengo nada que ver con este suceso. Hice lo que pude por salvar a su padre.
—No debió hacerlo desde el momento en que está vivo… ¡Oh! ¿Pero de qué sirve hablar, ni decir, ni llorar, si ya no puede hacerse nada por él?
Casi de rodillas fue hasta donde yacía el cuerpo de Banning y suavemente lo descubrió. César esperaba verla desmayarse; pero había en Lucy Banning mucha más firmeza y energía de la que podía suponerse viendo su frágil aspecto. Con manos suaves, como si acariciase a un niño dormido, fue tocando la frente, los ojos, las mejillas, los labios y el cuello de su padre, mientras murmuraba:
—¡Pobre papá! Eras bueno, odiabas la violencia y ella te ha matado.
Volvióse de pronto hacia César y Philip y dijo con voz tensa:
—Quizá les parezca ridículo que hable así; pero no lo es. Él era el hombre más bueno del mundo y yo le vengaré. No me queda a nadie en el mundo; pero me bastan mis fuerzas.
—Sus fuerzas son muy pocas, señorita —dijo César—. Debe confiar en otro para que la ayude a vengarse.
—¿En quién?
—En mí, Lucy —dijo Philip.
La joven le miró con extraña seriedad.
—No —replicó al fin—. Tú, no. ¿Quién, eres tú para hacerte cargo de mi venganza?
—Yo soy tu…
—No. Eras. Ya no eres ni puedes volver a ser. Lo que hubo entre nosotros ha quedado roto hoy.
—¡Lucy! —protestó Philip.
—Es inútil. Quizá tu propio padre se interpondría entre nosotros. Él me avisó que tratara de salvar a papá, pues iban a hacer algo malo con él. ¿Crees que querría permitir que su hijo se casara con la hija de un hombre ahorcado?
—Mi padre tendrá que permitir nuestra unión.
—No.
—Señorita, su padre, antes de morir, me dijo que no variara sus decisiones respecto a Philip; supongo que se referiría a este joven. También dijo que todo debía ocurrir como usted había deseado.
—No. Lo de hoy ha cambiado mi vida por completo.
Lucy pareció olvidarse de los dos hombres y se abismó en la contemplación de las inmóviles facciones de su padre. La noche iba llegando poco a poco por Oriente. Parecía como si Lucy Banning quisiera grabar para siempre en su recuerdo aquel rostro que estaba acostumbrada a ver desde su infancia.
En voz baja, para no turbar la abstracción de la muchacha, Philip explicó a César:
—Mi padre me dijo lo que iba a ocurrir y lo que había ocurrido. No comprendo cómo Banning pudo hacer lo que hizo. Y más sabiendo que Carr es implacable.
—¿Cree usted que Tobías Banning era culpable?
Philip miró, extrañado, a César.
—¿Usted lo cree?
—Yo no.
—Entonces, ¿por qué no trató de impedir que le ahorcasen?
—Lo intenté por todos los medios; pero en realidad sólo hubiera conseguido agregar mi muerte a la de otros cinco o seis.
Escuchóse en aquel momento el chirriar de los cubos de unas ruedas y por el camino se vio avanzar una carreta de cuatro ruedas en la que iban dos hombres.
—Es el enterrador —explicó Philip.
César se puso en pie y fue al encuentro de los recién llegados, que estaban ya junto al árbol al pie del cual yacían los cuatro cadáveres.
—¿Ha sido usted quien nos ha ahorrado esa parte del trabajo? —preguntó el más viejo de los dos.
—Sí —contestó César—. ¿Dónde los enterrarán?
—En este mismo sitio —replicó el hombre—. Cualquier lugar es bueno para enterrar a cuatro mejicanos… Bueno, perdone, no he querido ofenderle. Quiero decir que como no tienen familia, nadie insistirá en que se les entierre en un sitio mejor.
—Está bien. Dense prisa. Quisiera que luego condujeran el cuerpo de Banning a su rancho para enterrarlo allí.
—¿A qué rancho? —preguntó el enterrador, mientras su ayudante, sacando uno de los picos que llevaban en la carreta empezaba a cavar la sepultura—. Si se refiere al rancho T.B. debo anunciarle que el
sheriff
ha marchado hacia allí para incautarse de él. Creo que lo embargan para pagar la indemnización a la familia de Kirkland.
—¡Oh!