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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (17 page)

BOOK: Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio
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—Yo no te pregunto por tus asuntos personales, ¿cierto? —dijo con un tono ligeramente ofendido—. Ni, por cierto, estoy pendiente de tus idas y venidas. No me vengas con monsergas, McGann. No te fías de mí y yo no me fío de ti. Me tomaré el encuentro de mañana como un foro donde debatir acerca de la intimidad de los miembros de la Sociedad, así como una oportunidad para recordar a los asistentes que el nombre de Godolphin es una de sus piedras angulares.

—Razón de más para que seas franco —dijo McGann.

—Seré absolutamente franco —fue la respuesta de Oscar—. Tendrás abundantes pruebas de mi inocencia. —En ese momento, una vez ganada la batalla dialéctica, aceptó el
whisky
con soda que Dowd le había preparado—. Abundantes y definitivas.

Mientras hablaba, alzó el vaso a modo de silencioso brindis en dirección a Dowd, sabiendo a la perfección que habría un derramamiento de sangre antes de que amaneciera el día de Navidad. Por deprimente que fuera ese futuro, ya no había vuelta de hoja.

Cuando colgó el teléfono, le dijo a Dowd:

—Creo que mañana me pondré el traje de espiga. Y una camisa sencilla. Blanca. Con el cuello almidonado.

—¿Y la corbata? —preguntó Dowd, que reemplazó el vaso vacío de Oscar por otro lleno.

—Desde allí iré directamente a la Misa del Gallo —respondió Oscar.

—Negra, en ese caso.

—Negra.

Capítulo 10
1

L
a tarde que siguió a la irrupción del asesino en el apartamento de Marlin, se abatió sobre Nueva York una tormenta de nieve de bastante intensidad que se alió con el inevitable ajetreo de aquellas fiestas, complicando la tarea de encontrar un billete de avión de vuelta a Inglaterra. Sin embargo, Jude no era una persona a la que se le pudiera disuadir de algo con facilidad, sobre todo cuando se había fijado un objetivo; y estaba convencida, a pesar de las protestas de Marlin, de que dejar Manhattan era lo más sensato.

La razón estaba de su parte. El asesino había intentado matarla en dos ocasiones y todavía no lo habían atrapado. Mientras permaneciera en Nueva York, seguiría en peligro. De todas formas, incluso cuando no fuera ese el caso (y parte de ella aún creía que, en la segunda ocasión, el hombre no había pretendido otra cosa que explicarse o disculparse), habría encontrado otra excusa para regresar a Inglaterra con el simple propósito de librarse de la compañía de Marlin. Sus atenciones rayaban en lo empalagoso; sus conversaciones le resultaban tan almibaradas como los diálogos de los clásicos navideños que emitían en televisión, y sus miradas le provocaban arcadas. Era una enfermedad que Marlin había padecido desde un principio, por supuesto, pero los síntomas habían empeorado desde la visita del asesino; y la tolerancia de Jude, tras salir reforzada del encuentro fortuito con Cortés, se había reducido a la nada. Después de colgarle el teléfono la noche anterior, se arrepintió de haberse comportado de un modo tan ridículo con él y decidió (tras la conversación que tuvo con Marlin, en la cual le informó de que quería regresar a Inglaterra, a lo que él le contestó que por la mañana todo le parecería distinto y le sugirió que se tomara un somnífero y se fuera a dormir) devolverle la llamada. Para entonces, Marlin estaba profundamente dormido. Salió de la cama y se dirigió al salón, donde encendió una lámpara antes de descolgar el teléfono. Tenía la sensación de que estaba haciendo algo a escondidas, lo que, en cierto modo, no era del todo falso. A Marlin no le había hecho mucha gracia que uno de sus ex amantes hubiera intentado hacerse el héroe en su propio apartamento, y tampoco le gustaría descubrir que estaba hablando con él a las dos de la mañana. De todos modos, todavía no sabía lo que había sucedido cuando el recepcionista pasó la llamada a la habitación. La persona que cogió el auricular lo había dejado caer, permitiéndole escuchar con creciente furia y frustración cómo Cortés hacía el amor. En lugar de colgar el teléfono en ese mismo instante, se había quedado a la escucha, casi deseando poder unirse a la aventura. Finalmente, y tras fallar en el intento de distraer a Cortés de sus labores, colgó y volvió sin muchas prisas y de un humor pésimo a la frialdad de su cama.

Cortés había llamado al día siguiente y Marlin había contestado. Jude permitió que le dijera que si alguna vez volvía a ver su sombra en el edificio haría que lo arrestaran como cómplice de un intento de asesinato.

—¿Qué te ha dicho? —le preguntó en cuanto la conversación hubo terminado.

—No mucho. Parecía borracho.

No volvió a sacar el tema. Marlin ya estaba bastante malhumorado después de haberle anunciado durante el desayuno que regresaba a Inglaterra ese mismo día. No había dejado de hacerle preguntas una y otra vez: ¿Por qué? ¿Había algo que él pudiese hacer para que se sintiera más cómoda? ¿Quería que añadiera más cerrojos a la puerta? ¿Una promesa de que no se apartaría de su lado? Nada de eso, por supuesto, había renovado su interés por quedarse. Le había dicho una y mil veces que era el anfitrión perfecto y no debía tomárselo como algo personal, pero que quería regresar a su propia casa, a su ciudad natal, donde se sentiría más a salvo del asesino. Llegados a ese punto, él se ofreció a acompañarla con el fin de que no tuviese que regresar sola a una casa vacía; momento en el que le había explicado, agotadas todas sus expresiones apaciguadoras, así como su paciencia, que precisamente se trataba de eso: quería estar sola.

Y allí se encontraba, tras un viaje a paso de tortuga hasta el aeropuerto Kennedy bajo la ventisca, un retraso de cinco horas y un vuelo en el que la habían colocado entre un monja que comenzaba a rezar cada vez que encontraban una turbulencia y un niño que necesitaba que le echaran un buen sermón… más tarde. Y allí estaba, consigo misma como única compañía en un piso vacío en Nochebuena.

2

El cuadro realizado con cuatro estilos diferentes estaba allí para darle la bienvenida cuando Cortés regresó al estudio. Su retorno se había visto demorado por la misma tormenta de nieve que había estado a punto de impedir que Judith abandonara Manhattan y que había provocado que él mismo incumpliera el plazo de entrega que le había dado Klein. Pero, durante el viaje, sus pensamientos no se detuvieron más que un instante en sus negocios con Klein. Su mente se empeñaba en dar vueltas al encuentro con el asesino. Fuera lo que fuese lo que Pai'oh'pah le había dado, los efectos desaparecieron a la mañana siguiente: sus ojos funcionaban con normalidad y estaba lo bastante lúcido como para encargarse de las cuestiones prácticas del viaje; sin embargo, aún le quedaban reminiscencias de lo que había experimentado. Mientras echaba una cabezadita en el avión, pudo sentir la suavidad del rostro del asesino en las puntas de los dedos o el mechón de cabello que había creído de Jude sobre el dorso de sus manos. Todavía podía oler el aroma de la piel húmeda y sentir el peso del cuerpo de Pai'oh'pah presionando sobre sus caderas; la sensación era tan real que le provocó una erección bastante evidente como para llamar la atención de alguno de los pasajeros del avión. Llegó a la conclusión de que tal vez debiera crear sensaciones nuevas que separaran esas reminiscencias de lo que las había creado: follar hasta olvidarlas y sudar hasta desintoxicar su cuerpo. La idea lo tranquilizó. Cuando volvió a adormilarse y los recuerdos regresaron no luchó contra ellos, puesto que ya sabía el modo de arrancarlos de su memoria una vez regresara a Inglaterra.

En aquel momento, estaba sentado delante del cuadro pintado con cuatro estilos y hojeando la agenda en busca de una compañera para pasar la noche. Hizo unas cuantas llamadas, pero le quedó claro que no habría podido elegir peor momento para una cita esporádica. O bien los maridos estaban en casa o había reuniones familiares en perspectiva. No era temporada de caza.

Al final, habló con Klein y lo convenció, tras emplear un poco de persuasión, de que aceptara sus disculpas; a continuación, su jefe le informó de que Taylor y Clem daban una fiesta en su casa el día siguiente y de que Cortés sería bienvenido, sin lugar a dudas, si no tenía otros planes.

—Todos dicen que será la última de Taylor —le dijo Chester—. Sé que le gustaría verte.

—En ese caso, supongo que debería ir —contestó Cortés.

—Deberías. Está muy enfermo. Tuvo una neumonía y, ahora, cáncer. Siempre te ha tenido mucho cariño, ya lo sabes.

La asociación de ideas dejó a Cortés con la sensación de que el cariño que le profesaba Taylor no era más que otra enfermedad a los ojos de Klein, pero no quiso comentar nada al respecto y se limitó a quedar con él a una hora para pasar a recogerlo la noche siguiente. Cuando colgó el teléfono, se zambulló en la depresión más profunda que jamás hubiese experimentado. Sabía que Taylor era seropositivo, pero no se había dado cuenta de que la gente estaba contando los días que quedaban para su muerte. Sí que eran tiempos sombríos. Allí donde mirara, todo parecía venirse abajo. Parecía que el futuro estaba lleno de sombras, unas sombras plagadas de formas borrosas y atisbos patéticos. Tal vez fuese la Era de Pai'oh'pah. La época del asesino.

A pesar de estar cansado, no durmió; permaneció sentado durante toda la noche con un objeto digno de estudio que anteriormente había catalogado como un disparate fantasioso: la carta de despedida de Chant. La primera vez que la había leído, durante el vuelo a Nueva York, le pareció de un sentimentalismo absurdo. Sin embargo, desde entonces habían sucedido unas cuantas cosas extrañas que le habían procurado el estado de ánimo necesario para estudiarla con detenimiento. Esas páginas, que pocos días atrás le habían parecido inútiles, fueron analizadas minuciosamente con la esperanza de que en ellas se ocultara, entre la extravagante desmesura de la originalidad de Chant y su prosa tan mal puntuada, algún tipo de pista codificada que lo ayudara a entender los momentos pasados y los personajes que los habían protagonizado. Por ejemplo: ¿quién adoraba a ese dios, ese tal «Hapexamendios» al que Chant aconsejaba que Estabrook suplicase y alabase? Y toda esa cantidad de sinónimos que utilizaba para referirse a él: el Invisible, el Primigenio, el Peregrino… ¿Y cuál era ese grandioso plan del cual Chant esperaba poder formar parte en sus últimos momentos?

«ESTOY preparado para afrontar la muerte en este DOMINIO si sé que el Invisible me ha utilizado como su INSTRUMENTO. Alabad todos a HAPEXAMENDIOS. Porque Él estuvo en la Región de la Roca Acuosa y dejó que sus hijos SUFRIERAN aquí, y yo he sufrido aquí y YA HE ACABADO con el sufrimiento».

Al menos eso era cierto. El hombre había sabido que su muerte era inminente, lo que sugería que también conocía a su asesino. ¿Habría estado esperando a Pai'oh'pah? No parecía muy probable. Había una mención al asesino, pero no como ejecutor de Chant. De hecho, la primera vez que leyó la carta, Cortés ni siquiera había caído en la cuenta de que ese párrafo se refería a Pai'oh'pah. Sin embargo, al volver a leerlo le resultó del todo evidente.

«Usted ha hecho un pacto con algo EXTRAÑO en este DOMINIO o en cualquier otro, y no sé si esta muerte que está a punto de caer sobre mí es el castigo o la recompensa por mi mediación. Pero sea cauteloso siempre que trate con esa criatura, porque semejante poder es caprichoso, no siendo más que una cocción de posibilidades y géneros diversos; no es algo CONCRETO, todos los aspectos de su naturaleza son presuntuosos y polifacéticos; un traidor hasta la médula.

Nunca fui amigo de semejante poder —solo tiene ADORADORES Y ANULADORES—, pero confió en mí como su representante y le he hecho tanto daño con este asunto como le he hecho a usted. Creo que todavía más; porque está solo y sufre en este DOMINIO igual que yo. Usted tiene amigos que lo conocen como el hombre que es y no tiene que ocultar su VERDADERA NATURALEZA. Aférrese a ellos y al amor que le profesan, porque la Región de la Roca Acuosa está a punto de agitarse y temblar y, en épocas semejantes, lo único que tiene un alma es la compañía de sus seres queridos. Le digo esto porque lo he vivido y me ALEGRA pensar que si algo así vuelve a suceder en el QUINTO DOMINIO, yo ya estaré muerto y mi rostro estará contemplando la gloria del INVISIBLE.

Alabad todos a HAPEXAMENDIOS.

Y señor, a usted, en estos momentos, solo puedo ofrecerle mi arrepentimiento y mis oraciones».

Había unas cuantas líneas más, pero tanto la escritura corno la sintaxis se deterioraban desde ese punto en adelante, como si Chant hubiera sido presa del pánico y hubiera garabateado el resto mientras se ponía el abrigo. Sin embargo, los párrafos más coherentes contenían suficientes pistas como para que el sueño rehuyera a Cortés… Las descripciones acerca de Pai'oh'pah eran particularmente inquietantes: «… algo EXTRAÑO… una cocción de posibilidades y géneros diversos».

¿De qué modo podía interpretarse eso sino como una verificación de lo que los sentidos de Cortés habían atisbado en Nueva York? Y si eso fuera cierto, ¿qué tipo de criatura era esa que se había mostrado ante él, desnuda y única, pero tras la que se ocultaba una multitud? ¿Qué era esa criatura poderosa que, según Chant, no tenía amigos («solo tiene ADORADORES Y ANULADORES») y a la que le habían hecho tanto daño con el asunto en cuestión (de nuevo en palabras de Chant) como a Estabrook? ¿Qué era ese ser a quien Chant le ofrecía su arrepentimiento y sus oraciones? Estaba claro que no se trataba de un ser humano. No pertenecía a ninguna tribu o país que Cortés conociera. Leyó la carta una y otra vez y, tras cada lectura, la posibilidad de creer lo que decía se le antojaba más cercana. Sentía la proximidad de la fe como recién llegada de los bordes de esa tierra de cuya existencia comenzó a sospechar en Nueva York. En aquel entonces, la idea de estar allí lo había atemorizado. Pero ahora no tenía miedo; quizá porque era el día de Navidad, un momento propicio para que sucediera algo milagroso que cambiara el mundo.

Cuanto más se acercaban, tanto la mañana como la fe, más se arrepentía de haber rehuido al asesino cuando era tan obvio que este deseaba su compañía. No tenía más pistas que las que contenía la carta de Chant y, después de haberla leído unas cien veces, las había agotado todas. Quería más. Había únicamente otra fuente que podría proporcionarle más pistas: los recuerdos que tenía del cambiante rostro de la criatura; y, dada su tendencia al olvido, habían empezado a borrarse demasiado pronto. ¡Tenía que fijar esos recuerdos! Esa era la prioridad en esos momentos: guardar aquella imagen antes de que se desvaneciera.

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