Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (20 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio
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Capítulo 12
1

T
aylor Briggs le había dicho a Judith en una ocasión que llevaba la cuenta de los años que tenía en veranos. Cuando su vida llegara a su fin, decía, recordaría todos esos veranos y, contándolos, se sentiría bendecido por haberlos vivido. Desde los idilios de su juventud hasta las últimas grandes orgías celebradas en las habitaciones traseras y en las casas de baño de Nueva York y San Francisco, podía recordar su carrera amorosa con tan solo olisquear el sudor de sus axilas. Judith sintió envidia al escucharlo. Al igual que le sucedía a Cortés, ella también tenía dificultad para recordar lo acaecido más de diez años atrás. No tenía ni una sola imagen de su adolescencia, ni de su infancia; no podía evocar a sus padres, ni siquiera nombrarlos. Esta incapacidad de aferrarse a la historia no la preocupaba demasiado (no conocía otra cosa), hasta que se topaba con alguien como Taylor, que parecía obtener una enorme satisfacción con sus recuerdos. Esperaba que aún siguiera haciéndolo; ese era uno de los pocos placeres que le quedaban.

Había escuchado por primera vez los rumores de su enfermedad el pasado mes de julio de boca del amante de Taylor, Clem. A pesar de que ambos habían compartido el mismo estilo de vida, el sida había pasado de largo junto a este último; Jude había pasado unas cuantas noches con él, charlando sobre la culpa que sentía ante lo que él pensaba que era una evasión inmerecida. No obstante, sus caminos se habían separado durante los meses de otoño y le sorprendió mucho encontrar una invitación para asistir a la fiesta de Navidad de la pareja cuando volvió de Nueva York. Puesto que aún estaba demasiado sensible por todo lo que había sucedido, llamó para decir que no podría asistir; fue entonces cuando Clem le confesó que no era muy probable que Taylor viese otra primavera, y menos aún otro verano. ¿No pensaba ir, aunque fuera por Taylor? Por supuesto, aceptó. Si entre su círculo de amistades había alguien que sabía sacar partido de los malos tiempos, esos eran Taylor y Clem; y tanto el uno como el otro merecían que ella se esforzara por poner lo mejor de su parte. ¿El hecho de sentirse tan cómoda rodeada de hombres que no veían su sexo como un terreno que debían conquistar se debería a las dificultades que le habían provocado los heterosexuales que habían pasado por su vida?

La noche de Navidad, cuando pasaban unos minutos de las ocho, Clem abrió la puerta y la invitó a entrar; reclamó un beso al pasar por debajo del ramillete de muérdago que estaba colgado en el pasillo antes de que, en sus propias palabras, «los bárbaros cayeran sobre ella». La casa estaba decorada exactamente igual que lo habría estado un siglo atrás: las cintas de oropel, la falsa nieve y las tiras de lucecillas habían sido descartadas en favor de las ramas de abeto, que colgaban en tal profusión de las paredes y repisas que las habitaciones parecían haber sido medio invadidas por el bosque. Clem, cuya juventud había quedado olvidada mucho tiempo atrás bajo el peso de los años, no compartía esa imagen tan saludable. Cinco meses antes, su aspecto había sido el de un treintañero entrado en carnes, si se lo miraba con buenos ojos. En ese momento, parecía al menos diez años más viejo, y ni su alegre bienvenida ni los halagos que le dedicaba lograban disimular su cansancio.

—Vas de verde —le dijo mientras la acompañaba al salón—. Se lo dije a Taylor. Ojos verdes, vestido verde.

—¿Das el visto bueno?

—¡Por supuesto! Estas Navidades estamos celebrando unas festividades paganas.
Dies Natalis Solis Invictus.

—¿Y eso qué es?

—El Nacimiento del Sol Invicto —contestó—. La Luz del Mundo. En estos momentos, necesitamos que nos ilumine un poco.

—¿Conozco a alguna de las personas que están aquí? —preguntó antes de llegar al centro de la fiesta.

—Todos te conocen, querida —le dijo con cariño—. Incluso aquellos que nunca te han visto.

Muchos de los rostros que los esperaban le resultaban familiares, de modo que le llevó cinco minutos llegar hasta el lugar donde Taylor estaba sentado, como el señor del castillo, en un sillón bien provisto de cojines y situado muy cerca del crepitante fuego de la chimenea. Intentó ocultar la impresión que le produjo su aspecto. Había perdido casi todo lo que una vez fuera una melena leonina y la práctica totalidad de la carne superflua del rostro que había por debajo. Sus ojos, que siempre habían sido su rasgo más impresionante (una de las muchas cosas que ambos tenían en común), parecían enormes, como si quisiera devorar durante el tiempo que le restaba todas esas imágenes que la muerte le arrebataría. Abrió los brazos para saludarla.

—¡Cariño! —le dijo—. Dame un abrazo. Disculpa que no me levante.

Ella se inclinó y lo abrazó. No era más que piel y huesos; y estaba helado a pesar de la proximidad del fuego.

»¿Te ha traído Clem un poco de ponche?

—A eso iba —dijo Clem.

—Sírveme otro vodka a mí, ya que vas —ordenó Taylor con la misma autoridad de siempre.

—Creía que habíamos quedado… —protestó Clem

—Ya sé que es malo para mí. Pero estar sobrio es mucho peor.

—Se trata de tu funeral —dijo Clem con una franqueza tal que dejó a Jude atónita. Pero la pareja se miró con una especie de adoración salvaje y Jude se dio cuenta, al observar el intercambio, de que la crueldad de Clem no era más que una parte del mecanismo de defensa que utilizaba para poder soportar la tragedia.

—Como quieras —accedió Taylor—. Tráeme un zumo de naranja. Espera, llamémoslo Virgen María
[1]
. Para no desentonar con la época.

—Pensaba que celebrábamos una fiesta pagana —dijo Jude, mientras Clem se alejaba en busca de las bebidas.

—No sé por qué los cristianos deberían quedarse con la Santa Madre —dijo Taylor—. Nunca han sabido qué hacer con ella. Coge una silla, cariño. Me dijeron que te habías ido a tierras lejanas.

—Sí, pero regresé a última hora. He tenido algunos problemas en Nueva York.

—¿A quién le rompiste el corazón esta vez?

—No se trata de ese tipo de problema.

—¿Entonces? —preguntó él—. Sé una chismosa. Cuéntaselo a Taylor.

Era un chiste malo que se remontaba mucho tiempo atrás y que consiguió arrancar una sonrisa de los labios de Judith. También consiguió que comenzara a narrar una historia que había jurado no revelar a nadie.

—Alguien intentó asesinarme —dijo.

—Estás bromeando —contestó Taylor.

—Ojalá.

—¿Qué sucedió? —preguntó—. Desembucha. Últimamente me gusta escuchar las malas noticias de los demás. Cuanto peores sean, mejor.

Jude acarició el dorso de la huesuda mano de Taylor.

—Primero dime cómo estás tú.

—Fatal —contestó—. Clem es maravilloso, por supuesto, pero ni todos los mimos del mundo podrán devolverme la salud. Tengo días buenos y días malos, Casi todos malos de un tiempo a esta parte. No me queda, como mi madre solía decir, mucho tiempo en este mundo. —Alzó la mirada—. Mira, aquí viene San Clemente del Orinal. Cambio de tema. Clem, ¿te ha contado Judy que han intentado matarla?

—No. ¿Dónde?

—En Manhattan.

—¿Un ladrón?

—No.

—No será algún conocido, ¿verdad? —preguntó Taylor.

Ahora que estaba a punto de contar toda la historia, no estaba muy segura de querer hacerlo. Pero Taylor tenía los ojos brillantes por la emoción y no podía soportar decepcionarlo. Comenzó a narrar lo sucedido y su historia se vio salpicada con las complacidas exclamaciones de incredulidad de Taylor, lo que provocó que se entregara a su audiencia como si su relato no fuese más que una invención descabellada en lugar de la lúgubre verdad. Solo perdió el ímpetu en una ocasión, cuando salió a relucir el nombre de Cortés y Clem aprovechó para informar de que estaba invitado a la fiesta. El corazón le dio un vuelco a Judith y lardó un momento en recuperar el ritmo normal.

—Cuéntanos el resto —la instó Taylor—. ¿Qué sucedió entonces?

Ella siguió con la historia, pero a partir de ese punto, y puesto que estaba de espaldas a la puerta, se descubrió pensando a cada instante si él estaría atravesándola en ese mismo momento. Semejante distracción hizo mella en su capacidad narrativa, si bien era bastante posible que el relato de un asesinato contado por la víctima estuviera condenado a caer en la previsibilidad. Así que le puso fin con una premura inmerecida.

—El caso es que estoy viva —dijo.

—Brindo por eso —contestó Taylor al tiempo que le pasaba el vaso de Virgen María aún intacto a Clem—. ¿Unas gotas de vodka, tal vez? —le imploró—. Asumiré las consecuencias.

Clem se encogió de hombros con un gesto renuente y, tras tomar el vaso vacío de Jude, se abrió camino entre la multitud hasta la mesa de las bebidas, lo cual le dio una excusa a la misma Jude para girarse y examinar la habitación. Habían aparecido al menos media docena de rostros nuevos desde que se sentara. Cortés no estaba entre ellos.

—¿Estás buscando al «hombre adecuado»? —preguntó Taylor—. Todavía no ha llegado.

Ella volvió a mirarlo, dispuesta a enfrentar su diversión.

—No sé de quién estás hablando —le contestó.

—Del señor Zacharias.

—¿Y qué es lo que te resulta tan gracioso?

—Él y tú. El idilio más comentado de la pasada década. No sé si sabes que cuando hablas de él te cambia la voz. Se vuelve…

—¿Venenosa?

—Jadeante. Deseosa.

—Yo no jadeo por Cortés.

—Me lo habrá parecido a mí, entonces —dijo taimadamente—. ¿Era bueno en la cama?

—Los he conocido mejores.

—¿Quieres saber algo que nunca le he dicho a nadie?

Taylor se inclinó hacia delante y su sonrisa dejó entrever parte de su dolor. Ella creyó que ese ceño fruncido se debía a los dolores físicos, hasta que escuchó sus palabras.

»Me enamoré de Cortés en el mismo momento que lo conocí. Intenté por todos los medios llevármelo a la cama. Lo emborraché, hice que se colocara… Nada funcionó. Pero no se me pasó, hasta que hace unos seis años…

Clem apareció en ese momento, entregó los vasos nuevamente llenos a Taylor y Jude, y volvió a marcharse para dar la bienvenida a un grupo de recién ¡legados.

—¿Te acostaste con Cortés? —preguntó Jude.

—No exactamente. Me explico: lo convencí de que me dejara hacerle una mamada. Él estaba muy colocado. Y sonreía con esa sonrisa tan suya. Me encantaba esa sonrisa. De modo que allí estaba yo —continuó, con ese tono lascivo que siempre utilizaba cuando hablaba de sus conquistas—, intentando ponerlo duro cuando él empezó… No sé cómo explicarlo… Supongo que podría decirse que empezó a hablar en otro idioma. Estaba tendido en mi cama, con los pantalones por los tobillos, y empezó a hablar en otro idioma. Ninguno que me resultara lejanamente conocido. No era español, ni francés. No sé lo que era. Pero, ¿sabes una cosa? Mi erección desapareció al mismo tiempo que él conseguía una. —Soltó una escandalosa carcajada, pero no tardó en recuperar la compostura. La sonrisa desapareció y volvió a retomar la narración—. De repente, me dio miedo. Mucho miedo. No fui capaz de acabar lo que había empezado. Me levanté y lo dejé allí tumbado en la cama con la polla tiesa y hablando en esa lengua. —Le hizo un gesto para que le diera el vaso y bebió una buena cantidad. El recuerdo lo había perturbado de modo visible. En su cuello había aparecido un sarpullido y le brillaban los ojos—. ¿Lo has visto hacer eso alguna vez?

Jude negó con la cabeza.

—Te lo pregunto porque sé que rompisteis de repente, y me preguntaba si él te habría asustado de algún modo.

—No. Lo único que sucedió es que tenía por costumbre pasar demasiado tiempo follando por ahí.

Taylor emitió un gruñido evasivo antes de volver a hablar.

—Desde hace muy poco me dan unos sudores nocturnos, ¿sabes? A veces tengo que levantarme a las tres de la mañana para que Clem cambie las sábanas. La mitad del tiempo no sé si estoy dormido o despierto. De repente, me asaltan todo tipo de recuerdos. Cosas en las que hace años que no pienso. Una de ellas es esa. Lo escucho hablar mientras estoy bañado en sudor. Lo escucho hablar como si estuviese poseído.

—Y no te gusta, ¿verdad?

—No lo sé —contestó—. En este momento veo los recuerdos de un modo diferente. Sueño con mi madre y es como si quisiera volver a meterme en su vientre para nacer de nuevo. Sueño con Cortés y me pregunto por qué dejé escapar todos esos misterios de mi vida. Cosas que ya no pueden resolverse porque es demasiado tarde. Estar enamorado. Hablar en otra lengua desconocida. Al final todo se resume en una cosa: no logro entender nada. —Agitó la cabeza y luchó contra las lágrimas al mismo tiempo—. Lo siento —se disculpó—. La Navidad me pone sensible. ¿Puedes ir en busca de Clem? Necesito ir al baño,

—¿Puedo ayudarte yo?

—Todavía hay ciertas cosas para las que necesito a Clem, pero gracias de todos modos.

—De nada.

—Gracias también por escucharme.

Jude se abrió camino hacia el lugar donde Clem hablaba con otros invitados y le informó discretamente del encargo de Taylor.

—Conoces a Simone, ¿verdad? —preguntó Clem, que lo utilizó como pie a su escapada y dejó allí a Jude para que conversara en su lugar.

La verdad era que Jude conocía a Simone, pero de modo muy superficial y, tras la conversación que acababa de tener con Taylor, le resultó muy difícil integrarse en el barullo social. Sin embargo, las respuestas de Simone eran excesivamente coquetas; dejaba escapar una risilla burbujeante a la más mínima oportunidad, y se acariciaba el cuello como si quisiera señalar el lugar donde quería que la besaran. Jude estaba ensayando una negativa educada cuando se dio cuenta de que la mirada de Simone, mal disimulada con una excesiva carcajada, revoloteaba hacia otra persona inmersa en la multitud. Molesta ante la idea de que pudieran tomarla como cómplice en la caza de ligues de aquella mujer, preguntó:

—¿Quién es él?

—¿Quién es quién? —preguntó Simone, sonrojada y nerviosa—. ¡Huy, lo siento! No es más que un tipo que no deja de mirarme.

La mirada de la chica volvió a posarse sobre su admirador y, en ese instante, Jude tuvo la absoluta certeza de que si se giraba en ese momento la mirada que interceptaría no sería otra que la de Cortés. Estaba allí, totalmente entregado a sus viejos trucos, enlazando una cadena de miraditas y preparado para atrapar a la más guapa en cuanto se cansara del juego.

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