Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (52 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio
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Dicho eso, pasó el periódico al otro lado del pasillo. El titular estaba escrito en un idioma que Cortés no comprendía y que ni siquiera pudo reconocer, pero poco importaba. Las fotografías que acompañaban a la noticia hablaban por sí solas: un patíbulo con seis cuerpos colgados e, intercaladas, las imágenes de los individuos ejecutados; entre ellas estaban las de Hammeryock y la pontífice Farrow, los legisladores de Vanaeph. Bajo la galería de granujas se encontraba un grabado muy fiel de Acaro Bronco, el evocador chiflado.

—Entonces —dijo Cortés— han recibido el castigo que merecían. Son las mejores noticias que he tenido en mucho tiempo.

—No, no lo son —contestó Pai.

—Intentaron matarnos, ¿recuerdas? —replicó Cortés con voz razonable, decidido a no permitir que la actitud hostil del místico lo enfureciera—. ¡Si los han colgado no pienso llorar por ellos! ¿Qué hicieron, robar Merrow Ti' Ti'?

—Merrow Ti' Ti' no existe.

—Era una broma, Pai —contestó Cortés, con rostro impasible.

—No le veo la gracia, lo siento —se disculpó el místico con semblante serio—. Su delito… —Se quedó en silencio, cruzó el pasillo para sentarse enfrente de Cortés y le quitó el periódico de las manos antes de continuar—. Su crimen fue mucho más serio —prosiguió en voz más baja. Comenzó a leer en susurros, resumiendo el resto de la noticia—. Fueron ejecutados hace una semana, acusados del intento de del intento de asesinato del Autarca mientras este y su séquito se encontraban en misión de paz en Vanaeph…

—¿Estás bromeando?

—En absoluto. Eso es lo que dice.

—¿Y tuvieron éxito?

—Por supuesto que no. —El místico permaneció en silencio mientras ojeaba las columnas—. Dice que mataron a tres de sus consejeros con una bomba y que once soldados resultaron heridos. El artefacto era…, espera, mi omootajivaciano está un poco oxidado…, el artefacto fue introducido en las cercanías del séquito por la pontífice Farrow. Todos fueron capturados con vida, según dice aquí, aunque los colgaron una vez muertos; lo que significa que fueron torturados hasta morir, pero que el Autarca quiso hacer un espectáculo de la ejecución de todos modos.

—Joder, menuda barbarie.

—Es de lo más normal, sobre todo en los procesamientos políticos.

—¿Y qué pasa con Acaro Bronco? ¿Por qué está ahí su foto?

—Fue acusado como cómplice, pero, según parece, logró escapar. El muy imbécil…

—¿Por qué lo insultas?

—Por meterse en cuestiones políticas cuando hay muchas más cosas en peligro. No es la primera vez, por supuesto, y tampoco será la última…

—Me he perdido.

—La gente acaba frustrada por la espera y se rebaja a meterse en política. Eso denota su falta de visión de futuro. Muchacho imbécil.

—¿Lo conoces mucho?

—¿A quién? ¿A Acaro Bronco?—El relajado semblante del místico reflejó por un momento la confusión que sentía antes de contestar—. Tiene… cierta reputación, se podría decir. Lo encontrarán sin lugar a dudas. No habrá cloaca en Dominio alguno en la que pueda esconderse.

—¿Y a ti qué más te da?

—Baja la voz.

—Contéstame —replicó Cortés, que bajó la voz al hablar de todos modos.

—Era un maestro, Cortés. Él decía ser un evocador, pero para el caso es lo mismo: tenía poder.

—¿Y qué hacía viviendo en mitad de un basurero como Vanaeph?

—No todo el mundo valora las riquezas y las mujeres, Cortés. Algunas almas tienen ambiciones más elevadas.

—¿Como por ejemplo?

—El conocimiento. ¿Recuerdas el motivo inicial de nuestro viaje? Querías comprender las cosas. Esa es una buena ambición. —Pai miró a Cortés a los ojos por primera vez desde que tuviera lugar el episodio del andén—. Tu ambición, amigo mío. Acaro Bronco y tú tenéis mucho en común.

—¿Y él lo sabe?

—Desde luego que sí.

—¿Por eso se enfadó tanto cuando no me senté a hablar con él?

—Es posible.

—¡Mierda!

—Hammeryock y Farrow debieron de tomarnos por espías que trataban de descubrir posibles conjuras en contra del Autarca.

—Pero Acaro Bronco descubrió la verdad.

—Así es. Una vez fue un gran hombre, Cortés. Por lo menos… eso se rumoreaba. Ahora supongo que estará muerto o lo estarán torturando, y eso son malas noticias para nosotros.

—¿Crees que les dará nuestros nombres?

—¿Quién sabe? Los maestros conocen muchas formas de protegerse contra la tortura, pero hasta el hombre más fuerte puede venirse abajo bajo la presión adecuada.

—¿Me estás diciendo que tenemos al Autarca en los talones?

—Creo que si ese fuera el caso, ya lo sabríamos. Hemos recorrido un largo trecho desde Vanaeph. Nuestro rastro debe de haberse enfriado a estas alturas.

—Y tal vez no hayan arrestado a Acaro, ¿verdad? Tal vez haya escapado.

—Aun así, arrestaron a Hammeryock y a la pontífice. Creo que podemos afirmar que a estas alturas ya tienen una descripción detallada de nosotros dos.

Cortés apoyó la cabeza en el asiento.

—Mierda —dijo—. No estamos haciendo muchos amigos, ¿cierto?

—Razón de más para no perdernos el uno al otro —contestó el místico. La sombra de las cañas de bambú que pasaron junto a la ventanilla oscureció momentáneamente su rostro, pero él siguió mirando a Cortés sin parpadear—. Sea cual sea el daño que creas que te he inflingido, ahora o en el pasado, te pido perdón. Nunca te he deseado mal alguno, Cortés. Por favor, créeme. Ni el más mínimo.

—Lo sé —murmuró Cortés—. Yo también te pido perdón. De verdad.

—¿Estamos de acuerdo entonces en que debemos posponer nuestra discusión hasta que los únicos enemigos que tengamos en Imajica seamos nosotros mismos?

—Puede que tengamos que esperar mucho tiempo.

—Mejor que mejor.

Cortés soltó una carcajada.

—De acuerdo —accedió, al tiempo que se inclinaba hacia delante y cogía una de las manos del místico—. Juntos hemos visto cosas sorprendentes, ¿no es verdad?

—En efecto.

—Casi perdí la noción de lo maravilloso que es todo esto mientras estuvimos en Mai-Ké.

—Todavía nos quedan muchas maravillas que contemplar.

—Prométeme solo una cosa, ¿quieres?

—Dime.

—No vuelvas a comer pescado crudo en mi presencia. Es más de lo que un hombre puede soportar.

2

Dada la actitud anhelante con la que Piedrapelambre Diminuta había deseado L'Himby, Cortés había esperado encontrarse con una especie de Katmandú: una ciudad llena de templos, peregrinos y drogas gratis. Tal vez hubiera sido así en otra ocasión, durante la juventud (perdida largo tiempo atrás) de la mujer. Sin embargo, cuando Pai y él bajaron del tren poco después de que cayera la noche, no llegaron a una atmósfera de tranquilidad espiritual precisamente. Había soldados apostados en las puertas de la estación, la mayoría desocupados, fuman do y conversando; sin embargo, había unos cuantos que inspeccionaban a los pasajeros que desembarcaban. Por suerte, otro tren acababa de llegar minutos antes a una vía contigua y las puertas estaban atestadas de personas, muchas de las cuales llevaban a cuestas las únicas pertenencias que aún les quedaban. Para Cortés y Pai no fue difícil abrirse camino hasta el centro de la multitud y atravesar las puertas por las barras rotatorias para salir de la estación sin llamar la atención.

Había muchos más soldados en las amplias calles iluminadas por la luz de las farolas. La actitud indiferente que reinaba entre ellos no menguaba la inquietud que provocaba su presencia. Los soldados rasos iban vestidos con uniformes de color gris parduzco, en contraste con los oficiales que vestían de blanco, color que parecía ser más que apropiado en el ambiente de la noche subtropical. Todos hacían alarde de sus armas. Cortés puso mucho cuidado en no observar más de la cuenta ni a los hombres ni a sus armas, por temor a que su curiosidad llamara la atención, pero bastó un breve vistazo para confirmar que, tanto el armamento como los vehículos aparcados en todos y cada uno de los callejones, llevaban el mismo emblema que había visto en las calles de Beatrix y cuya simple presencia ya resultaba intimidatoria. Los señores de la guerra de Yzordderrex eran maestros curtidos en las artes de la muerte, y su tecnología iba muy por delante de aquella que había creado la locomotora en la que los viajeros habían llegado hasta allí.

Sin embargo, a los ojos de Cortés lo más fascinante de todo no eran los tanques ni las ametralladoras, sino la presencia entre esas tropas de una subespecie desconocida para él hasta esos momentos:
oethaques
, como los había llamado Pai. No eran más altos que sus compañeros, pero sus cabezas suponían un tercio o más de esa altura, y sus encorvados cuerpos tenían una apariencia grotesca y ancha para poder sostener el peso de ese cargamento de huesos. Unos objetivos fáciles, señaló Cortés, pero Pai le había comentado entre susurros que sus cerebros eran pequeños, sus cráneos gruesos y su resistencia al dolor, heroica, Las evidencias de esta última quedaban patentes en la extraordinaria cantidad de cicatrices blanquecinas y deformidades que desfiguraban su piel, de un color tan blanco como el de los huesos que esta ocultaba.

Parecía que esa considerable presencia militar llevaba un tiempo en el lugar, dado que el populacho continuaba con sus quehaceres nocturnos como si esos hombres y sus máquinas de matar no fuesen en absoluto algo fuera de lo común. Apenas había signos de confraternización, pero tampoco se veían evidencias de hostilidad.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Cortés a Pai, una vez que se alejaron de la muchedumbre que rodeaba la estación.

—Scopique vive en la parte nordeste de la ciudad, cerca de los templos. Es doctor. Un hombre muy respetado.

—¿Crees que todavía ejercerá su profesión?

—No es médico, Cortés. Es doctor en teología. Le gustaba la ciudad porque parecía sumida en una especie de letargo.

—En ese caso, ha cambiado.

—Me temo que sí. Parece que también ha prosperado.

Las evidencias de la riqueza recién adquirida que experimentaba la ciudad de L'Himby se encontraban por doquier: los edificios relucientes, cuyas puertas aún parecían estar recién pintadas; la gran variedad de estilos en el vestir que los transeúntes habían adoptado; o el número de elegantes automóviles que circulaba por las calles. Sin embargo, aún quedaban ciertas reminiscencias de la cultura que se había desarrollado allí antes de que la riqueza prosperara: las bestias de carga que circulaban todavía entre el tráfico, sufriendo pitidos y maldiciones; y unos cuantos edificios antiguos cuyas fachadas habían sido preservadas e incorporadas (por regla general de un modo muy tosco) a las construcciones de estilo más reciente. Por no mencionar las fachadas vivas: los rostros de la gente con la que Cortés y Pai se mezclaban. Los oriundos del lugar compartían una peculiaridad única en la región: unos ramilletes de pequeños brotes cristalinos de color amarillo y morado que les crecían en la cabeza. Algunos los llevaban dispuestos como si fuesen una especie de corona o sombrerillo, pero no era nada extraño que otros los tuvieran en mitad de la frente o colocados de forma irregular cerca de la boca. Hasta donde Pai sabía, no tenía función alguna; no obstante, estaba claro que los más sofisticados lo consideraban una deformidad y muchos de ellos llegaban a extremos insospechados para ocultar su similitud con los aldeanos menos favorecidos. Algunos de estos estilistas llevaban sombreros, velos y capas de maquillaje con los que ocultaban las evidencias. Otros habían recurrido a la cirugía para hacer desaparecer el tejido y mostraban orgullosos sus cabezas sin necesidad de recurrir a tocado alguno, exhibiendo sus cicatrices como prueba de su elevado nivel económico.

—Es ridículo —comentó Pai cuando Cortés le señaló la tendencia—. Pero no es más que la perniciosa influencia de lo que vosotros llamáis «moda». Esta gente quiere parecerse a los modelos que ven en las revistas de Patashoqua, y los estilistas de esa ciudad siempre han buscado su inspiración en el Quinto. ¡Serán imbéciles! ¡Míralos! Te aseguro que si extendiéramos el rumor de que en París se ha puesto de moda cortarse el brazo derecho, andaríamos pisando miembros cercenados de aquí a casa de Scopique.

—¿Esto no pasaba cuando tú estabas aquí?

—En L'Himby no. Tal y como te he explicado, era un lugar de meditación. Sin embargo, en Patashoqua sí. Siempre ha sido así, dado que al estar tan cerca del Quinto Dominio la influencia que este ejerce sobre la ciudad es muy fuerte. Además, siempre ha habido unos cuantos maestros menores, ya sabes, que pasaban de un lado a otro y traían estilos y nuevas ideas. Unos cuantos acabaron haciendo negocio de ese modo y atravesaban el In Ovo cada cierto tiempo, con el fin de ponerse al día de las noticias del Quinto y vender las nuevas tendencias a las casas de moda, a los arquitectos y demás. Una puta decadencia. Me revuelve el estómago.

—Pero tú hiciste lo mismo, ¿no es así? Acabaste formando parte del Quinto Dominio.

—Nunca aquí —replicó el místico con el puño sobre el pecho—. Jamás en el corazón. Mi error fue perderme en el In Ovo y acudir ante aquel que me convocó en la Tierra. Durante mi estancia allí me sumergí en el juego de los humanos, pero solo cuando me resultó necesario.

A pesar de sus ropas holgadas, y en esos momentos bastante arrugadas, tanto Pai como Cortés llevaban la cabeza descubierta y sus cráneos carecían de protuberancia alguna, con lo cual atrajeron una gran cantidad de miradas envidiosas por parte de todos aquellos presumidos que se pavoneaban en la calle. Estaba muy lejos de ser una bienvenida, claro está. Si la teoría de Pai era correcta y Hammeryock o la pontífice Farrow habían dado sus descripciones a los torturadores del Autarca, sus retratos podrían haber salido a esas alturas en los periódicos de L'Himby. Si semejante posibilidad fuera cierta, cualquier petimetre envidioso podría hacer que los retiraran de la competición con unas cuantas palabras susurradas al oído de cualquier soldado. Cortés preguntó si no sería más sensato pedir un taxi y moverse de un modo un poco más discreto. El místico no parecía estar muy conforme con la idea, dado que no recordaba la dirección de Scopique y la única esperanza que tenían de llegar allí era ir a pie y confiar en su instinto. No obstante, estuvieron de acuerdo en evitar las zonas más ajetreadas de la calle, allí donde los clientes de las cafeterías se sentaban en las terrazas para disfrutar del aire de la tarde o se reunían los soldados, aunque esto último no se daba con mucha frecuencia. Si bien continuaron atrayendo el interés y la admiración de los transeúntes, nadie se enfrentó a ellos y, veinte minutos después, habían dejado atrás la calle principal. Los edificios bien cuidados dieron paso a unas estructuras mugrientas, y los mequetrefes de las terrazas a otras almas más sombrías.

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