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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (57 page)

BOOK: Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio
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Cortés no comprendió el significado completo de aquellas palabras hasta más tarde, cuando, una vez que los juramentos fueron hechos y la ceremonia hubo acabado, se tumbó en su celda junto a su compañero.

—Siempre dije que jamás me casaría —le susurró al místico.

—¿Ya te estás arrepintiendo?

—Claro que no. Pero es extraño estar casado y no tener una esposa.

—Puedes llamarme «esposa». Puedes llamarte como quieras. Reinvéntame. Para eso estoy.

—No me he casado contigo para usarte, Pai.

—Pues parte del asunto consiste en eso, no obstante. Debemos ser funciones el uno del otro. Reflejos, tal vez. —Acarició el rostro de Cortés—. Yo sí voy a usarte, puedes estar seguro.

—¿Para qué?

—Para todo. Consuelo, discusiones, placer.

—Quiero aprender cosas de ti.

—¿Sobre qué?

—Sobre cómo volver a salir de mi cuerpo, tal y como lo hice esta tarde. Sobre cómo viajar con la mente.

—Como molécula —dijo Pai, haciendo eco del modo en que Cortés se había sentido cuando atravesó con el pensamiento el cráneo de N'ashap—. Quiero decir: una partícula de pensamiento, como las que se ven a la luz del sol.

—¿Solo puede hacerse a la luz del sol?

—No, pero es más fácil de esa manera. Casi cualquier cosa es más fácil a la luz del sol.

—Salvo esto —dijo Cortés al tiempo que besaba al místico—. Siempre he preferido la noche para esto…

Se había casado decidido a hacerle el amor al místico tal y como era, sin permitir que las fantasías se interpusieran entre sus sentidos y la imagen que había vislumbrado en la oficina de N'ashap. Ese juramento lo ponía tan nervioso como una novia virgen, ya que exigía una revelación doble. De la misma forma en que desabotonaba y descartaba las ropas que cubrían el sexo esencial del místico, tenía que arrancar de sus ojos el consuelo otorgado por las ilusiones que se interponían entre su visión y el objetivo. ¿Qué sentiría entonces? Era muy fácil excitarse con una criatura que se reconfiguraba según los deseos de forma tan completa que resultaba indistinguible de la cosa deseada. Pero, ¿qué ocurriría si era el propio metamórfico lo que veía desnudo ante sus ojos?

En las sombras, su cuerpo resultaba casi femenino: planos elegantes, superficies suaves; pero había una austeridad en los tendones que no podía tomar como femenina; como tampoco eran femeninas sus nalgas, que carecían de exuberancia, o su pecho, que parecía inmaduro. No era su esposa y, a pesar de que a Pai le hiciera feliz creerse tal cosa, y su mente vacilara una y otra vez al borde de semejante intención, Cortés se resistía y exigía a sus ojos que no se apartaran de su visión, de igual manera que exigía a sus dedos que no se apartaran de los hechos. Comenzó a desear que hubiese más luz en la celda para que no fuera tan fácil caer en la ambigüedad. Cuando colocó la mano en las sombras de su entrepierna y sintió el calor y el movimiento que había allí, dijo: «quiero verlo», y Pai, obediente, se puso de pie a la luz de la ventana de modo que Cortés pudiera tener una imagen más clara. El corazón le latía a toda máquina en el pecho, pero ni un mililitro de la sangre que bombeaba se dirigió a las ingles. Estaba llenando su cabeza y haciendo que se le sonrojara el rostro. Agradeció estar sentado en las sombras, donde su incomodidad era menos visible, aunque sabía que las sombras solo ocultaban el exterior y que el místico era muy consciente del miedo que él sentía. Respiró hondo, se levantó de la cama y permaneció a cierta distancia de aquel enigma.

—¿Por qué te haces esto? —preguntó Pai con suavidad—. ¿Por qué no dejas que te envuelvan los sueños?

—Porque no quiero soñarte —respondió—. Empecé este viaje para comprender. ¿Cómo puedo comprender algo si lo que veo no son más que ilusiones?

—Puede que no haya más que eso.

—Eso no es cierto —contestó sin más.

—Mañana, entonces —dijo Pai con vacilación—. Míralo tal y como es mañana. Esta noche limítate a pasarlo bien. Yo no soy la razón de que estés en Imajica. No soy el rompecabezas que tienes que resolver.

—Todo lo contrario —dijo Cortés, y una sonrisa se coló en su voz—. En realidad, creo que lo más probable es que tú seas la razón de que esté aquí. Y el rompecabezas. Creo que si nos quedáramos aquí, encerrados juntos, podríamos curar Imajica con lo que ocurre entre nosotros. —En aquel momento, la sonrisa apareció en su rostro—. No me había dado cuenta de eso hasta ahora. Esa es la razón de que quiera verte bien, Pai, para que no haya mentiras entre nosotros. — Puso la mano sobre el sexo del místico—. Con esto puedes follar y ser follado, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y puedes dar a luz?

—No lo he hecho, pero se han dado casos.

—¿Y fertilizar?

—Sí.

—Eso es maravilloso. ¿Y hay algo más que puedas hacer?

—¿Como qué?

—No es todo hacer o dejar que te hagan, ¿verdad? Sé que eso no es todo. Hay algo más.

—Sí, lo hay.

—Una tercera forma.

—Sí.

—Entonces, hazlo conmigo.

—No puedo. Tú eres masculino, Cortés. Tienes un género fijo. Es un hecho físico. —El místico colocó la mano sobre la polla de Cortés, aún fláccida dentro de los pantalones—. No puedo quitar esto. Tú no querrías que lo hiciera. —Frunció el ceño—. ¿O sí?

—No lo sé. Tal vez.

—No lo dices en serio.

—Si eso significara encontrar otro camino, puede que lo hiciera. He usado mi polla de todas las formas que conozco. Puede que esté aburrido.

En esa ocasión fue Pai quien sonrió, pero fue una sonrisa débil, como si la inquietud que había sentido Cortés se hubiera transferido al místico. Entrecerró sus brillantes ojos.

—¿En qué estás pensando? —dijo Cortés.

—En que me das un poco de miedo.

—¿Por qué?

—Me da miedo el dolor que sufriré más adelante. Tengo miedo de perderte.

—No vas a perderme —replicó Cortés, colocando la mano de nuevo alrededor del cuello de Pai para acariciarle la nuca con el pulgar—. Ya te he dicho que podríamos curar Imajica desde aquí. Somos fuertes, Pai.

La ansiedad no abandonó el rostro del místico, de modo que Cortés atrajo su cara hacia la de él y lo besó, al principio de forma tentativa y después con un ardor que la criatura parecía reacia a igualar. Solo unos momentos antes, cuando estaba sentado en la cama, había sido él quien dudaba. Ahora ocurría todo lo contrario. Cortés bajó la mano hasta la entrepierna de Pai con la esperanza de hacerle olvidar la tristeza con sus caricias. La carne que encontraron sus dedos, cálida y acanalada, mojaba el hueco de la palma de su mano con una humedad que su piel absorbía como si de licor se tratara. Presionó más profundamente y sintió cómo crecía bajo sus caricias. Ya no había duda alguna; ni vergüenza ni pesar en su carne que impidiera a Pai mostrar su necesidad, y la necesidad nunca había dejado de excitar a Cortés. Verla en el rostro de una mujer era un afrodisíaco infalible, y aquello no lo era menos.

Apartó la mano de allí para llevársela al cinturón y trató de desabrocharlo con una mano. Pero antes de que pudiera sacar la polla, que se estaba poniendo dolorosamente dura, lo hizo el místico y lo condujo hasta su interior con una urgencia que su rostro aún no era capaz de dejar traslucir. El baño de su sexo calmó el dolor de Cortés, que se hundió hasta el fondo, incluyendo las pelotas. Dejó escapar un largo gemido de placer; sus terminaciones nerviosas, hambrientas de semejante sensación durante meses, estaban alborotadas. El místico había cerrado los ojos y tenía la boca abierta. Cortés introdujo la lengua con fuerza entre sus labios y la criatura respondió con una pasión que nunca antes había manifestado. Pai colocó las manos sobre sus hombros y, de esta manera, se apoyó contra la pared con tanta fuerza que su aliento pasó a la garganta de Cortés. Este lo introdujo en sus pulmones y comenzó a desear más; el místico lo comprendió sin necesidad de palabras, inhaló el aire cálido que había entre ellos y llenó los pulmones de Cortés como si fuera un hombre medio ahogado al que le estuvieran devolviendo la vida. Cortés respondió a su regalo con embestidas mientras el fluido de Pai chorreaba por la parte interior de sus muslos. El místico le dio otra bocanada de aire, y después otra. Cortés las tragó todas, devorando el placer que revelaba su rostro entre ellas, recibiendo el aliento de Pai mientras él le daba su polla. En aquel intercambio, ambos daban y recibían: una pequeña pista, tal vez, de lo que sería aquella tercera forma de la que Pai había hablado, de la cópula entre dos entes de género indefinido que no podría llevarse a cabo hasta que le arrebataran su masculinidad. En aquel momento, mientras enterraba la verga en la calidez del sexo del místico, la idea de renunciar a ella para obtener otro tipo de sensación le pareció ridícula. No podía haber nada mejor que aquello; solo diferente.

Cerró los ojos, ya sin temor a que su imaginación colocara un recuerdo o alguna perfección inventada en el lugar de Pai; lo único que ocurría era que si seguía contemplando el placer del místico más tiempo, perdería por completo el control. Lo que imaginó su mente, sin embargo, fue más potente todavía: la imagen de ellos dos juntos tal y como estaban, el uno dentro del otro, aliento y polla llenando el interior de ambos cuerpos hasta que ninguno pudiese aguantarlo más. Quería advertirle al místico que no aguantaría mucho más, pero al parecer ya lo sabía. Pai agarró su cabello y le apartó el rostro; el dolor que eso le produjo no fue más que otro aliciente, al igual que los jadeos que emitían ambos. Dejó que sus ojos se abrieran porque quería ver su cara mientras se corría y, en el tiempo que tardó en separar las pestañas, la belleza que tenía delante de él se convirtió en un espejo. Era su propio rostro el que contemplaba, su cuerpo el que sujetaba. La visión no lo enfrió; más bien todo lo contrario. Antes de que el espejo se convirtiera en carne, y el cristal en las gotas de sudor que bañaban el rostro de Pai, llegó al punto crítico de no retorno y esa fue la imagen que se quedó grabada en su retina, su rostro mezclado con el del místico, cuando su cuerpo descargó su pequeño torrente. Fue, como siempre, una agonía exquisita, un breve delirio seguido de una sensación de pérdida a la que jamás se había acostumbrado.

El místico se echó a reír casi antes de que acabara, y cuando Cortés tomó su primer aliento fue para preguntar:

—¿Qué te resulta tan gracioso?

—El silencio —dijo Pai, y dejó de reír para que Cortés pudiera compartir el chiste.

Había yacido en esa celda hora tras hora, incapaz de emitir un solo gemido, pero jamás había escuchado un silencio como aquel. Era como si el hospicio entero estuviese escuchando, desde las profundidades en las que el padre Atanasio tejía sus coronas de espino hasta la oficina de N'ashap, con su alfombra manchada polla sangre que se había derramado de su nariz. No había un alma viviente que no los hubiera escuchado hacer el amor.

—Menudo silencio —dijo el místico.

Mientras lo decía, dicho silencio fue roto por el sonido de alguien que chillaba en su celda, un alarido de rabia y tristeza que se extendió sin obstáculos durante el resto de la noche, como si quisiera borrar de los muros de ladrillo gris la alegría que los había manchado momentáneamente.

Capítulo 27
1

S
i se estrujaba la cabeza, Jude podría ser capaz de nombrar a una docena de hombres (amantes, pretendientes y esclavos) que le habrían ofrecido cualquier cosa que hubiera exigido a cambio de que ella les concediera su amor. Había aceptado la generosidad de unos cuantos. Sin embargo, sus demandas, aunque extravagantes en ocasiones, no eran nada en comparación con lo que le había pedido a Oscar Godolphin. «Enséñame Yzordderrex», le había dicho; tras lo cual observó cómo el miedo inundaba el rostro del hombre. Él no había rechazado de plano la petición. De haberlo hecho, habría aplastado el creciente afecto que los unía y Oscar jamás se habría perdonado esa pérdida. Escuchó su ruego y no volvió a mencionar el tema, con la esperanza de que ella lo olvidara. Sin embargo, no lo hizo. La relación física que había florecido entre ellos la había curado de la extraña apatía que había sentido la primera vez que lo vio. En esos momentos conocía la vulnerabilidad de Godolphin. Lo había visto herido. Lo había visto avergonzado por su falta de autocontrol. Lo había visto inmerso en el acto físico del amor, tierno y deliciosamente depravado a la vez. Aunque los sentimientos que albergaba hacia él seguían siendo igual de intensos, esta nueva perspectiva apartaba el velo de aceptación irreflexiva que había cubierto sus ojos. Cuando veía el deseo que despertaba en él (y había mostrado ese deseo en varias ocasiones a lo largo de los días que siguieron a la primera consumación) volvía a ser la vieja Judith, autosuficiente e intrépida; la misma Judith que observaba el mundo tras una sonrisa; que observaba y aguardaba, a sabiendas de que la devoción que Oscar le profesaba acrecentaba su poder sobre él día tras día. La tensión que había existido entre esas dos mitades (los restos de la amante dócil que su presencia había conjurado en cuanto se conocieron y la mujer voluntariosa y decidida que una vez fuera, y que volvía a ser de nuevo) agitó los últimos posos de ese estado de ensueño que se había apoderado de su organismo, y su apetito por saltar a los Dominios regresó con renovada intensidad. Así pues, según pasaban los días no dejó de recordarle a Oscar la promesa que le había hecho; sin embargo, en las dos primeras ocasiones él se valió de cualquier falso pretexto con el fin de no seguir hablando del tema.

En la tercera ocasión, su insistencia le valió un suspiro y una mirada de resignación.

—¿Por qué es tan importante para ti? —le preguntó él—. Yzordderrex es una sentina superpoblada. No conozco a un solo hombre o mujer decente de allí que no prefiera vivir aquí, en Inglaterra.

—Hace una semana hablabas de marcharte allí para siempre. Pero dijiste que no lo hacías porque echarías de menos el criquet.

—Tienes buena memoria.

—Escucho con atención cada una de tus palabras —contestó ella, no sin cierto resentimiento.

—Bueno, pues la situación ha cambiado. Parece ser que hay una revolución en ciernes. Si nos marchamos ahora, es más que probable que seamos ejecutados de inmediato.

—En el pasado, ibas y venías con frecuencia —le recordó—. Exactamente igual que muchos otros, ¿no es cierto? No eres el único. Para eso sirve la magia: para viajar entre los Dominios.

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