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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (62 page)

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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—Jamás conociste a Quaisoir —respondió Jude—. No sabes si era más hermosa o no.

—Las copias son siempre más bastas. Es su naturaleza. Pero al menos tienes instinto. Él y tú os pertenecéis. Por eso suspiras, ¿no es cierto? ¿Por qué no lo admites?

—¿Por qué tendría que desahogarme contigo?

—¿No es eso lo que has venido a hacer? Aquí no vas a encontrar comprensión.

—¿Y ahora escuchamos tras la puerta?

—He oído todo lo que ha pasado en esta casa desde que me trajeron aquí. Y lo que no he oído, lo he sentido. Y lo que no he sentido, lo he predicho.

—¿Por ejemplo?

—Bueno, para empezar, ese niño, Lunes, va a terminar copulando con esa virgencita que te trajiste de Yzordderrex.

—Para predecir eso no hace falta un oráculo precisamente.

—Y al oviáceo no le queda mucho de vida.

—¿El oviáceo?

—Se hace llamar Descansito. La bestia que tuviste bajo el tacón. Le pidió al maestro que lo bendijera hace un rato. Se asesinará antes de que rompa el día.

—¿Por qué iba a hacer eso?

—Sabe que cuando Sartori fallezca él también estará perdido, por mucha lealtad que le haya jurado al lado ganador. Es sensato. Quiere elegir su momento.

—¿Y se supone que yo tengo que aprender algo de eso?

—No creo que seas capaz de suicidarte —dijo Celestine.

—Tienes razón. Tengo demasiado por lo que vivir.

—¿La maternidad?

—Y el futuro. Se va a producir un cambio en esta ciudad. Ya lo he visto en Yzordderrex. Las aguas se elevarán…

—… y la gran hermandad femenina repartirá amor desde las alturas.

—¿Por qué no? Clem me ha contado lo que ocurrió cuando vino la Diosa. Estabas en éxtasis así que no intentes negarlo.

—Quizá lo estaba. ¿Pero te crees que eso nos va a convertir en hermanas a ti y a mí? ¿Qué tenemos en común, además de nuestro sexo?

La pregunta estaba hecha para herir pero su franqueza hizo que Jude contemplara a su interpelante con ojos nuevos. ¿Por qué estaba Celestine tan impaciente por negar cualquier lazo entre ellas salvo el de la feminidad? Porque existía algún otro lazo y estaba en el corazón mismo de su enemistad. Y ahora que el desprecio de Celestine había liberado a Jude de la veneración que había sentido por ella, tampoco era tan difícil ver dónde se cruzaban sus historias. Desde el principio Celestine había distinguido a Jude como una mujer que hedía a coito. ¿Por qué? Porque ella también hedía a coito. Y ese asunto con el niño que surgía una y otra vez: la raíz era la misma. Celestine también había parido un bebé para esta dinastía de Dioses y semidioses. A ella también la habían utilizado y nunca había terminado de asimilarlo. Cuando se ponía furiosa con Jude, la mujer manchada que no quería admitir el error que suponía tener una vida sexual, ser fecunda, Celestine se estaba poniendo furiosa con algún fallo que veía en sí misma.

¿Y la naturaleza de ese fallo? No era tan difícil adivinarlo, ni expresarlo en voz alta. Celestine había hecho una pregunta muy franca. Ahora le tocaba a Jude.

—¿Fue de verdad una violación? —dijo.

Celestine levantó los ojos, su mirada era viperina. La negación consiguiente, sin embargo, fue más medida.

—Me temo que no sé a qué te refieres —dijo.

—Bueno —respondió Jude—, ¿de qué otra forma puedo decirlo? —Hizo una pausa y dijo—: ¿El Padre de Sartori te tomó contra tu voluntad?

La otra mujer fingió comprender lo que le decían en ese instante para luego simular escandalizarse.

—Pues claro que sí —dijo—. ¿Cómo has podido preguntar algo así?

—Pero sabías a dónde ibas, ¿no es cierto? Me doy cuenta que Dowd te drogó al principio pero no estuviste en coma durante todo el viaje por los Dominios. Sabías que algo extraordinario estaba aguardando al final del viaje.

—No…

—¿Te acuerdas? Sí, claro que sí. Recuerdas cada kilómetro de aquel viaje. Y no creo que Dowd mantuviera la boca cerrada durante todas aquellas semanas. Era el chulo de Dios y estaba orgulloso de ello. ¿No es cierto?

Celestine no replicó. Se limitó a mirar fijamente a Jude, a retarla a continuar, cosa que Jude estaba encantada de hacer.

—Así que te dijo lo que había más adelante, ¿verdad? Dijo que ibas a la Ciudad Sagrada y que ibas a ver al mismísimo Invisible. Y no sólo ibas a verlo, te iba a amar. Y te sentiste halagada.

—No fue así.

—¿Cómo fue entonces? ¿Hizo que Sus ángeles te sujetaran mientras él realizaba su hazaña? No, me parece que no. Te echaste allí y dejaste que hiciera lo que le saliera de los cojones porque te iba a convertir en la esposa de Dios y la madre de Cristo…

—¡Calla!

—Si me equivoco, cuéntame cómo fue. Dime que chillaste, luchaste e intentaste arrancarle los ojos.

Celestine siguió mirándola pero no dijo nada.

—Por eso me desprecias, ¿verdad? —continuó Jude—. Por eso soy la mujer que hiede a coito. Porque yací con un trozo del mismo Dios que tú y no te gusta que te recuerden eso.

—¡A mí no me juzgues, mujer! —gritó de repente Celestine.

—¡Entonces no me juzgues tú a mí! Mujer. Hice lo que quise con el hombre que quise y llevo en mi interior las consecuencias. Tú hiciste lo mismo. Yo no me avergüenzo. Tú sí. Por eso no somos hermanas, Celestine.

Había dicho lo que tenía que decir y no le interesaba mucho someterse a una nueva andanada de insultos y negativas, así que le dio la espalda a la otra mujer y ya tenía la mano en la puerta cuando habló Celestine. No negó nada. Habló en voz baja, casi perdida en los recuerdos.

—Era una ciudad de iniquidades —dijo—. ¿Pero cómo iba a saber yo eso? Creí que era una mujer bendita entre las mujeres, la elegida por Dios para ser…

—¿Su desposada? —dijo Jude mientras se apartaba de la puerta.

—Esa es una bonita palabra —dijo Celestine—. Sí. Su esposa. —Dio un profundo suspiro—. Ni siquiera llegué a ver jamás a mi esposo.

—¿Qué viste?

—A nadie. La ciudad estaba llena, sé que estaba llena, vi sombras en las ventanas, los vi cerrar las puertas cuando yo pasé pero nadie me mostró su rostro.

—¿Tenías miedo?

—No. Era demasiado bonito. Las piedras estaban llenas de luz y las casas eran tan altas que casi no podías ver el cielo. No se parecía a nada de lo que hubiera visto jamás. Y caminé y caminé y no dejaba de pensar, pronto enviará un ángel a por mí y me llevarán hasta su palacio. Pero no hubo ángeles. Sólo la ciudad, que seguía y seguía en todas direcciones y después de un rato me cansé. Me senté, sólo para descansar unos minutos, y me dormí.

—¿Te dormiste?

—Sí. ¡Imagínatelo! Estaba en la Ciudad de Dios y me dormía. Y soñé que había vuelto a Tyburn, donde me había encontrado Dowd y que estaba viendo cómo colgaban a un hombre, me metí entre la multitud hasta que me coloqué bajo la horca. —Celestine levantó la cabeza—. Recuerdo que miraba hacia arriba y lo veía pataleando en un extremo de la soga. Tenía los calzones desabrochados y le asomaba la vara.

La expresión de su rostro era puro asco pero se obligó a terminar la historia.

—Y yo me eché debajo de él, me acosté en el suelo delante de todas aquellas personas, mientras él pataleaba y su vara se ponía cada vez más roja. Y cuando murió, derramó su semilla. Yo quería levantarme antes de que me tocara pero tenía las piernas abiertas y ya era demasiado tarde. Cayó sobre mí. No mucho. Sólo unos cuantos chorros. Pero yo sentí cada gota en mi interior como si fuese una pequeña hoguera y quise gritar. Pero no lo hice porque fue entonces cuando oí la voz.

—¿Qué voz?

—Estaba en el suelo, debajo de mí. Y susurraba.

—¿Qué decía?

—Lo mismo una y otra vez: «Nisi Nirvana. Nisi Nirvana. Nisi… Nirvana».

En el momento de repetir las palabras las lágrimas empezaron a fluir en abundancia. Celestine no intentó restañarlas pero la repetición vaciló.

—¿Era Hapexamendios el que te hablaba? —preguntó Jude.

Celestine negó con la cabeza.

—¿Por qué iba a hablarme? Ya tenía lo que necesitaba. Yo me había echado y había soñado mientras Él dejaba caer su semilla. Ya se había ido, había vuelto con sus ángeles.

—¿Entonces quién era?

—No lo sé. Lo he pensado una y otra vez. Incluso hice un cuento para contárselo al niño, para que cuando yo me hubiera ido, él se pudiera quedar con el misterio. Pero creo que jamás quise saberlo en realidad. Temía que mi corazón explotase si llegaba a saber la respuesta. Temía que el corazón del mundo explotase.

Levantó los ojos y miró a Jude.

—Así que ya conoces mi vergüenza —dijo.

—Conozco tu historia —dijo Jude—. Pero no veo ninguna razón para avergonzarse.

Sus lágrimas, que llevaba conteniendo desde que Celestine había comenzado a compartir ese horror con ella, se derramaron ahora, fluían un poco por el dolor que sentía y un poco por la duda que todavía se agitaba en su interior, pero sobre todo por la sonrisa que apareció en el rostro de Celestine cuando oyó la respuesta de Jude y vio que la otra mujer abría los brazos y cruzaba la habitación para abrazarla como a un ser querido al que hubiera perdido y vuelto a encontrar antes de algún fuego final.

Capítulo 23
1

S
i llegar al instante de la Reconciliación había sido para Cortés una serie de momentos que había vivido para el recuerdo y que lo habían llevado de nuevo hacia sí mismo, el más grande de todos esos momentos, y aquel para el que menos preparado estaba, era la Reconciliación en sí.

Aunque no era la primera vez que realizaba el oficio, las circunstancias habían sido radicalmente diferentes. Para empezar, entonces había contado con todo el ceremonial de un gran acontecimiento. Había entrado en el círculo como un boxeador profesional alrededor de cuya cabeza pendía un ambiente de felicitaciones antes de que hubiera empezado a sudar siquiera, sus mecenas y admiradores una multitud que se deshacía en vítores a su alrededor. Esta vez estaba sólo. Y luego había tenido los ojos puestos en lo que el mundo derramaría sobre él una vez terminado el oficio: qué mujeres caerían a sus pies, qué riquezas y glorias alcanzaría. Esta vez, el premio que se ofrecía ante sus ojos era algo muy diferente y no podría contarse en sábanas manchadas y monedas. Era el instrumento de un poder superior y más sabio.

Eso fue lo que se llevó el miedo. Cuando abrió su mente al proceso, sintió que lo invadía una gran calma que sometía la inquietud que había sentido al subir las escaleras. Le había dicho a Jude y Clem que unas fuerzas recorrerían la casa, fuerzas que sus ladrillos jamás habían conocido, y era cierto. Sintió que eran ellas las que alimentaban su debilitada mente, las que sacaban de allí sus pensamientos para reunir el Dominio en el círculo.

Y comenzó a recogerlo empezando por el lugar en el que estaba sentado. Su mente se extendió hacia los cuatro puntos cardinales, hacia arriba y hacia abajo, para incorporar la habitación entera. Era un espacio fácil de aprehender. Generaciones de poetas carcelarios habían hecho por él las analogías y él las tomó prestadas de buen grado. Las paredes eran los límites de su cuerpo, la puerta la boca, las ventanas los ojos: similitudes comunes y corrientes que no ponían a prueba ni una pizca de su poder de comparación. Disolvió las tablas del suelo, el yeso, el cristal y los miles de pequeños detalles con la misma lírica del confinamiento y, tras haberlo convertido todo en parte de él, rompió los límites para ir más lejos.

Cuando su imaginación empezó a bajar las escaleras y a subir al tejado, comenzó a sentir que ganaba velocidad. Su intelecto, perseguido por la literatura, se rezagaba ya detrás de una sensibilidad más veleidosa que le devolvía similitudes para la casa entera antes de que sus facultades lógicas hubieran llegado siquiera al vestíbulo.

Una vez más, su cuerpo era la medida de todas las cosas: el sótano, los intestinos; el tejado, el cuero cabelludo; las escaleras, la espina dorsal. Una vez entregadas las pruebas, sus pensamientos salieron volando de la casa, se elevaron sobre las tejas y se extendieron por las calles. Consideró por un momento a Sartori al pasar, sabía que su otro yo estaba allí fuera, en algún lugar de la noche, acechando. Pero su mente era inconstante y le entusiasmaba demasiado la capacidad que tenía y su velocidad para ir a buscar entre las sombras a un enemigo ya derrotado.

Con la velocidad llegó la tranquilidad. No era más difícil reclamar las calles que la casa que ya había devorado. Su cuerpo tenía sus vías y sus intersecciones, tenía sus lugares para excretar y sus magníficas y engalanadas fachadas; tenía sus ríos, que surgían de un manantial, y su parlamento y su santa sede.

Comenzó a comprender que la ciudad entera se podía comparar a su carne, sus huesos y su sangre. ¿Y por qué habría de sorprenderle tanto? Cuando un arquitecto se ponía a construir una ciudad, ¿dónde buscaba la inspiración? En la piel en la que había vivido desde su nacimiento. Era el primer modelo para cualquier creador. Era escuela, comedor, matadero e iglesia; podía ser prisión, burdel y manicomio. No había ni un sólo edificio en ninguna calle de Londres al que no se hubiera dado comienzo en la ciudad privada de la anatomía de algún arquitecto y todo lo que Cortés tenía que hacer era abrir su mente a ese hecho y los distritos eran suyos, vendrían corriendo a sumarse a la asamblea reunida en su cabeza.

Voló hacia el norte, por Highbury y Finsbury Park, hasta Palmer's Green y Cockfosters. Fue al este con el río, pasó por Greenwich, donde se encontraba el reloj que marcaba la llegada de la medianoche, y continuó hacia Tilbury. El oeste lo llevó por Marylebone y Hammersmith, al sur por Lambeth y Streatham, donde había conocido a Pai'oh'pah tanto tiempo atrás.

Pero los nombres pronto se convirtieron en algo irrelevante. Como el suelo visto desde un avión que alza el vuelo, los detalles de una calle o un distrito se convirtieron en parte de otro dibujo más apetitoso todavía para su ambicioso espíritu. Vio el Wash brillando al este y el Canal al sur, en calma esta húmeda noche. Aquí había un magnífico desafío, un desafío nuevo. ¿Era su cuerpo, que había demostrado equivaler a una ciudad, también la medida de esta geografía más inmensa? ¿Por qué no? El agua fluía según las mismas leyes en todas partes, ya fuera el conducto un surco en su frente o una grieta entre continentes. ¿Y no eran sus manos como dos países, colocados uno al lado del otro en su regazo, con las penínsulas casi tocándose y el paisaje marcado y repleto de estrías?

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