—No habrá ningún niño —dijo—, ni estaremos juntos.
—¿Por qué no? —le respondió ella mientras luchaba por mantener un tono optimista—. Podemos irnos ahora, si quieres. Podemos ir a cualquier sitio y escondernos.
—Ya no quedan lugares en los que esconderse —le dijo él.
—Encontraremos uno.
—No. No hay ninguno.
Sartori se apartó de ella. Jude se alegró de que estuviera llorando. Sus lágrimas eran un velo entre la mirada de su amante y su propia duplicidad.
—Le dije al Reconciliador que yo era mi propio destructor —le dijo él—. Le dije que veía mis obras y conspiraba contra ellas. Pero entonces me pregunté: ¿De quién son los ojos con los que miro? ¿Y sabes cuál es la respuesta? Son los ojos de mi Padre, Judith. Los ojos de mi Padre…
De todas las voces que regresaron a la cabeza de Jude mientras él hablaba, fue la de Clara Leash la que ella oyó. El hombre destructor que deshace el mundo por propia voluntad. ¿Y existía alguna masculinidad más perfecta que el Dios del Primer Dominio?
—Si yo veo mis obras con estos ojos y quiero destruirlos —murmuró Sartori—, ¿qué ve Él? ¿Qué quiere Él?
—La Reconciliación —dijo ella.
—Sí. Pero ¿por qué? No es un comienzo, Judith. Es el final. Cuando Imajica esté completa, la convertirá en un yermo.
Jude se apartó de él.
—¿Cómo lo sabes?
—Creo que siempre lo he sabido.
—¿Y no has dicho nada? Todas esa palabrería sobre el futuro…
—No me atrevía a admitirlo ante mí mismo. No quería creer que fuese otra cosa salvo yo mismo. Tú lo entiendes. Te he visto luchar para ver con tus propios ojos. Yo hice lo mismo. No podía admitir que Él formara parte de mí, hasta ahora.
—¿Por qué ahora?
—Porque a ti te veo con mis propios ojos. Es con mi corazón con el que te quiero. Te quiero, Judith, y eso significa que me he librado de Él. Puedo admitir… lo… que… sé.
Sartori se disolvió en lágrimas pero seguía aferrado a ella mientras temblaba.
—No hay lugar en el que esconderse —le dijo él—. Sólo nos quedan unos minutos, juntos, tú y yo. Apenas unos dulces momentos. Luego se habrá acabado.
Jude oía todo lo que él le decía pero sus pensamientos se hallaban también en lo que estaba ocurriendo en la casa que tenía a sus espaldas. A pesar de todo lo que le había oído a Urna Umagammagi, a pesar del celo del maestro, a pesar de todas las calamidades que provocaría su interferencia, había que interrumpir la Reconciliación.
—Todavía podemos detener al Dios —le dijo a Sartori.
—Ya es demasiado tarde —respondió él—. Que disfrute de su victoria. Nosotros podemos desafiarlo de una forma mejor. De una forma más pura.
—¿Cómo?
—Podemos morir juntos.
—Eso no es desafiarlo. Es una derrota.
—No quiero vivir con su presencia en mí. Quiero acostarme a tu lado y morir. No dolerá, amor.
Sartori se abrió la chaqueta. Tenía dos hojas en el cinturón. Resplandecían bajo la luz de las hebras flotantes, pero los ojos del hombre resplandecían aun más, mucho más peligrosos. Sus lágrimas se habían secado y parecía casi feliz.
—Es el único modo —le dijo él.
—No puedo.
—Si me quieres, lo harás.
Jude se soltó el brazo.
—Quiero vivir —dijo mientras daba un paso atrás para apartarse de él.
—No me abandones —le respondió él. Había una advertencia en su voz y también un ruego—. No me dejes a merced de mi Padre. Por favor. ¡Si me quieres, no me dejes a merced de mi Padre, Judith!
Se sacó los cuchillos del cinturón y fue tras ella ofreciéndole al mismo tiempo el mango de uno, como un mercader que vendiera suicidios. Jude le dio un golpe a la hoja que le brindaba y el cuchillo se desprendió de la mano masculina. Cuando el filo voló por los aire, ella se dio la vuelta, quisiera la Diosa que Clem hubiera dejado la puerta abierta. La había dejado y había encendido todas las velas que pudo encontrar, a juzgar por el derroche de luz que se vertía por los escalones. Aceleró el paso y oyó la voz de Sartori tras ella mientras corría. Sólo dijo su nombre, pero la amenaza que se ocultaba en esas sílabas era inconfundible. Jude no contestó (su huida era respuesta suficiente) pero cuando llegó a la acera, giró la cabeza y lo miró. Su amante estaba recogiendo el cuchillo caído y ya se levantaba.
Una vez más dijo:
—Judith…
Pero esta vez era una advertencia de un orden distinto. A su izquierda, un movimiento atrajo la mirada de Jude. Uno de los gek-a-gek, el afilador, corría hacia ella, la cabeza plana ancha ahora como la boca de una alcantarilla y con dientes hasta las tripas.
Sartori chilló una orden pero la bestia iba por libre y la atacó sin que nada lo controlara. Jude corrió hacia la puerta y en ese momento escuchó un aullido en la entrada. Lunes estaba allí, desnudo salvo por un mugriento calzoncillo, en la mano una porra improvisada que balanceaba alrededor de la cabeza como un poseso. Jude pasó por debajo del barrido de la porra al llegar a la puerta. Clem estaba detrás del muchacho, listo para tirar de ella y meterla pero ella se volvió para gritarle a Lunes que se apartara a tiempo de ver que el gek-a-gek subía los escalones en su busca. El defensor de Jude no sólo no se apartó sino que bajó el arma con un silbido, dibujó un arco y golpeó al gek-a-gek en la cabeza abierta. La porra se rompió en mil pedazos pero golpe partió uno de los bulbosos ojos de la bestia. Esta, aunque herida, tenía masa suficiente para impulsarla hacia delante y una de las garras recién afiladas encontró la espalda de Lunes cuando éste se volvió para esquivarlo. El muchacho chilló y quizá hubiera caído bajo el ataque del oviáceo si Clem no lo hubiera agarrado por los brazos y prácticamente lo hubiera lanzado al interior de la casa.
La bestia, medio ciega, estaba a un metro de los pies de Jude, había lanzado hacia atrás la cabeza y bramaba de dolor. Pero no era el buche lo que ella vigilaba. Era a Sartori, que venía una vez más hacia la casa, un cuchillo en cada mano y dos gek-a-gek tras sus talones. Tenía los ojos clavados en ella y le brillaban de dolor.
—¡Dentro! —gritó Clem y Jude renunció tanto a la vista como a la puerta para traspasar de golpe el umbral.
El oviáceo tuerto fue tras ella en ese instante pero Clem fue más rápido. La pesada puerta se cerró en un momento y allí estaba Hoi-Polloi para echar los cerrojos a toda prisa y dejar a la bestia herida y a su dueño, aún más herido, fuera, en medio de la oscuridad.
En el piso de arriba, Cortés no oyó nada. Por fin había atravesado, merced a los buenos oficios del círculo, el In Ovo y había entrado en lo que Pai había llamado la Mansión del Nexo, el Ana, donde él y los otros maestros emprenderían la penúltima fase del oficio. La vida convencional de los sentidos sobraba en este lugar y para Cortés estar aquí era como un sueño en el que él todo lo sabía sin que nadie supiera nada de él, poderoso sin ser rígido. No lloró por el cuerpo que había dejado en la calle Gamut. Si nunca volvía a habitarlo no sería una gran pérdida, pensó. Su estado aquí era mucho más hermoso, como una cifra en una ecuación exquisita que no se podía eliminar ni reducir sino que era todo lo que tenía que ser (ni más, ni menos) para cambiar la suma de las cosas.
Sabía que los otros estaban con él y aunque no tenía ojos para verlos, su mente jamás había poseído una paleta tan inmensa como tenía ahora, ni su imaginación había sido tan sutil. Aquí no había necesidad de plagiar ni falsificar. Con su metempsicosis había conseguido acceso a una comprensión visionaria que jamás había soñado tener y su imaginación rebosaba correlativos para los que lo acompañaban.
Inventó a Ácaro Bronco ataviado con el traje de colores que le había visto lucir cuando lo conoció en Vanaeph, pero compuesto ahora por las maravillas del Cuarto. Un traje de montañas, espolvoreado por la nieve de las Jokalaylau; una camisa de Patashoqua, con el cinturón de sus murallas; una aureola reluciente, verde y dorada que arrojaba su luz sobre un rostro tan concurrido como la autopista. Scopique era una visión un poco menos estridente, el polvo gris del Kwem ondeaba a su alrededor como un abrigo hecho jirones, sus partículas grababan las glorias del Tercero en sus pliegues. Allí estaba la Cuna. Y también los templos de L'Himby así como la Vía Crucis. Había incluso un destello de la vía del tren, el humo de su locomotora se elevaba y añadía su oscuridad a la tormenta.
Luego Atanasio, ataviado con un sayo de tela sucia, transportaba en sus manos sangrantes una representación perfecta de Yzordderrex, desde la calzada al desierto, desde el puerto al Ipse. El océano brotaba de su flanco herido y la corona de espinas que llevaba florecía y arrojaba pétalos de luz irisada sobre todo lo que sostenía. Y por fin allí estaba Chicka Jackeen, iluminado por los rayos, igual que lo había visto doscientos años atrás, esa misma noche del solsticio de verano. Entonces lloraba y el miedo le había pintado la piel del color de la cera. Pero ahora la tormenta era su posesión, no su azote, y los arcos de fuego que saltaban entre sus dedos eran una geometría bella y austera que resolvía el misterio del Primero y, al desvelarlo, convertía en perfección el nuevo enigma.
Tras inventarlos de este modo, Cortés se preguntó si ellos, a su vez, lo estaban inventando a él o si acaso ese ansia que tenía el pintor de ver era para ellos irrelevante y lo que imaginaban, al saber que estaba allí, era un cuerpo más sutil que cualquier visión. Así sería mejor, supuso, y con el tiempo él también aprendería a desprenderse de sus literalismos, del mismo modo que se había despojado del yo que llevaba su nombre. Ya no le quedaba nada que lo uniera a este Cortés, ni a la historia que tenía detrás. Era una tragedia, ese yo; cualquier yo. Era un matrimonio que lo unía a la pérdida y si no hubiera querido ver por última vez a Pai'oh'pah, quizá hubiera rezado para que su recompensa por la Reconciliación fuese este estado de perpetuidad.
Pero sabía que eso no era plausible, por supuesto. El santuario del Ana existía sólo durante un tiempo muy breve y mientras lo hacía tenía asuntos más ecuménicos que resolver que alimentar a una única alma. Los maestros ya habían cumplido con su misión al traer los Dominios a este lugar sagrado y pronto sobrarían. Ellos volverían a sus círculos y dejarían que Dominio se fundiera con Dominio y al hacerlo harían retroceder el In Ovo como si fuera un mar maligno. Sobre lo que ocurriera entonces sólo se podía conjeturar. Cortés dudaba que se fuera a producir un instante de revelación, que todas las naciones del Quinto se despertaran en el mismo instante y vieran ese estado sin trabas. Lo más probable es que fuera algo lento, el trabajo de años. Rumores al principio, luego podrían encontrar puentes envueltos en nieblas lo que tuvieran la impaciencia suficiente para mirar. Después los rumores se convertirían en certezas y los puentes se transformarían en calzadas y las nieblas en grandes nubes hasta que, en una generación o dos, nacerían niños que sabrían sin que nadie se lo enseñara que la especie tenía cinco Dominios que explorar y que algún día descubriría su propia Divinidad en sus vagabundeos. Pero el tiempo que llevara alcanzar ese día bendito carecía de importancia. En el momento en el que el primer puente, por pequeño que fuera, se forjara, Imajica estaría completa; y en ese momento, cada alma del Dominio, desde la cuna al lecho de muerte, estaría curada en alguna parte diminuta de su ser, y por ello tomaría más ligera su próximo aliento.
Jude esperó en el vestíbulo sólo el tiempo de asegurarse que Lunes no estaba muerto, luego se dirigió a las escaleras. Las corrientes que habían producido tales incomodidades ya no circulaban por el sistema de la casa: señal segura de que arriba estaba en marcha una nueva fase del oficio (posiblemente la última). Clem se reunió con ella al pie de las escaleras, armado con otras dos de las porras caseras de Lunes.
—¿Cuántas de esas criaturas hay ahí fuera? —exigió saber.
—Una media docena.
—Entonces tendrás que vigilar la puerta de atrás —dijo mientras le tiraba a Jude una de las armas.
—Úsala tú —le respondió ella y siguió adelante—. No los dejes entrar, aguanta todo el tiempo que puedas.
—¿Adónde vas tú?
—A detener a Cortés.
—¿A detenerlo? Por el amor de Dios, ¿por qué?
—Porque Dowd tenía razón. Si completa la Reconciliación, estamos muertos.
Clem dejó las porras a un lado y sujetó a la joven.
—No, Judy —le dijo—. Sabes que no puedo dejar que lo hagas.
No era sólo Clem el que hablaba sino Tay también: dos voces y una sola declaración. Era lo más angustioso que había oído o visto fuera, que esta orden la emitiera un rostro que ella amaba. Pero conservó la calma.
—Suéltame —dijo mientras estiraba la mano hacia la barandilla para impulsarse escaleras arriba.
—Te ha retorcido la mente, Judy —dijeron los ángeles—. No sabes lo que estás haciendo.
—Lo sé muy bien, maldita sea —dijo ella y luchó por liberarse.
Pero los brazos de Clem, a pesar de las ampollas, eran inflexibles. Jude miró a Lunes en busca de ayuda pero tanto él como Hoi-Polloi se habían apoyado en la puerta que los gek-a-gek estaban golpeando con sus inmensos miembros. Por muy sólidas que fueran las maderas, pronto se astillarían. Tenía que llegar a Cortés antes de que entraran las bestias o todo habría acabado.
Y luego, por encima del estrépito del asalto, se oyó una voz que Jude sólo había oído alzarse una vez.
—Suéltala.
Celestine había salido de su habitación envuelta en una sábana. La luz de las velas temblaba a su alrededor pero ella se mostraba firme, la mirada hipnótica. Los ángeles giraron la cabeza y la miraron, las manos de Clem todavía sujetaban a Jude con fuerza.
—Quiere…
—Sé lo que quiere hacer —dijo Celestine—. Si sois nuestros protectores, protegednos ahora. Soltadla.
Jude sintió que la duda aflojaba las manos que la inmovilizaban. No les dio a los ángeles tiempo de cambiar de opinión, terminó de liberarse y comenzó a subir de nuevo las escaleras. A medio camino, oyó un grito, miró abajo y vio que tanto Hoi-Polloi como Lunes se precipitaban hacia delante cuando el panel central de la puerta se rompía y un miembro prodigioso lo atravesaba para arañar el aire.
—¡Adelante! —le gritó Celestine y Jude volvió a su ascenso al tiempo que la mujer se colocaba al pie de las escaleras para guardar el paso.
Aunque había mucha menos luz arriba que abajo, los detalles del mundo físico se hicieron más insistentes a medida que Jude subía. El tramo que pisaba con los pies descalzos se convirtió de repente en un país de las maravillas de granos y agujeros cuya geografía era cautivadora. Y tampoco era sólo su visión la que rebosaba. La barandilla que tenía bajo su mano era más seductora que la seda, el aroma de la sabia y el sabor del polvo suplicaban que los oliera y los saboreara. Jude desafió todas aquellas distracciones y se concentró en la puerta que tenía delante, aguantó el aliento y quitó la mano de la barandilla para minimizar las fuentes de sensaciones. Aun así, todo la asaltaba. Los crujidos de las escaleras eran lo bastante exquisitos para que se pudieran orquestar. Las sombras que rodeaban la puerta tenían matices de los que alardear y que pedían su devoción. Pero ella tenía un látigo a sus espaldas: la conmoción que subía del piso de abajo. Cada vez se oía más cerca y ahora (abriéndose paso entre los gritos y los rugidos) se oía la voz de Sartori.