Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (69 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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—¿Le digo a mi Padre quién me encontró? —dijo Cortés con la esperanza de que el ofrecimiento le sacara unos cuantos bocaditos de información más a la criatura antes de encontrarse en presencia de Hapexamendios.

—No tengo nombre —respondió el nullianac—. Yo soy mi hermano y mi hermano soy yo.

—Ya veo. Es una pena.

—Pero me has ofrecido un gesto amable, Reconciliador. Permíteme ofrecerte uno a ti.

—¿Sí?

—Di el nombre de un lugar que quieres que destruya en tu nombre y me encargaré personalmente de hacerlo: una ciudad, un país, lo que sea.

—¿Y por qué iba a querer hacer eso? —dijo Cortés.

—Porque eres hijo de tu Padre —fue la respuesta—. Y lo que tu Padre quiere, tú también lo querrás.

A pesar de toda su cautela, Cortés no pudo evitar lanzarle al destructor una mirada avinagrada.

—¿No?

—No.

—Entonces los dos carecemos de dones que ofrecer —dijo la criatura y, tras darle la espalda, se elevó y se alejó de Cortés sin decir nada más.

No lo llamó para pedirle indicaciones. Sólo había un camino que seguir y era hacia delante, hacia el corazón de la metrópolis, por asfixiado que estuviese por los colores chillones y la recargada arquitectura. Tenía el poder de ir a la velocidad del pensamiento, por supuesto, pero no deseaba hacer nada que pudiese alarmar al Invisible así que introdujo su espíritu en aquella estridente penumbra como un peatón y se paseó entre edificios tan barrocos que no podía faltarles mucho para derrumbarse.

Al igual que los esplendores de las afueras habían dado paso a la decadencia, también la decadencia había dado paso, a su vez, a la patología, un estado que empujaba su sensibilidad más allá de la aversión o la antipatía, hasta las fronteras del pánico. Que el simple exceso pudiera imbuirle de tal angustia ya era toda una revelación en sí. ¿Cuándo se había enrarecido de ese modo? Él, el craso copista. Él, el sibarita que jamás había dicho «suficiente» y mucho menos «demasiado». ¿En qué se había convertido? En un fantasma esteta al que le inspiraba terror la visión de la ciudad de su Padre.

Del Arquitecto en Sí no había señal alguna y en lugar de seguir adentrándose en la más completa oscuridad, Cortés prefirió detenerse y decir con sencillez:

—¿Padre?

Aunque su voz tenía aquí muy poca autoridad, se oyó con fuerza en medio de un silencio tan absoluto y con toda seguridad debía de haber llegado a cada umbral en un radio de una docena de calles. Pero si Hapexamendios se encontraba detrás de cualquiera de esas puertas, no respondió.

Cortés lo intentó de nuevo.

—Padre. Quiero verte.

Y al hablar se asomó a las sombras de la calle que tenía delante en busca de alguna señal, por rudimentaria que fuera, del paradero del Invisible. No había murmullos, ni movimiento. Pero vio recompensado su detallado estudio; comprendió muy poco a poco que su Padre, a pesar de su aparente ausencia, estaba de hecho aquí, delante de él; y a su derecha, y a su izquierda, y sobre su cabeza y bajo sus pies. ¿Qué eran esos relucientes pliegues de las ventanas si no eran piel? ¿Qué eran esos arcos, si no eran huesos? ¿Qué era este pavimento de color escarlata y esta piedra encendida, si no era carne? Aquí estaba el núcleo y la médula de los huesos. Aquí estaban los dientes, las pestañas y las uñas. El nullianac no estaba hablando del espíritu cuando decía que Hapexamendios estaba en todas partes en esta metrópolis. Esta era la Ciudad de Dios y Dios era la ciudad.

Dos veces en su vida había presentido esta revelación. La primera vez cuando había entrado en Yzordderrex, a la que con frecuencia habían llamado también ciudad-dios y que había sido, ahora lo entendía, el intento involuntario de su hermano de recrear la obra maestra de su Padre. La segunda cuando había emprendido el asunto de las similitudes y se había dado cuenta, cuando la red de su ambición abarcó a Londres, que no había ni una sola parte de ella, desde las alcantarillas a las cúpulas, que no tuviera algún análogo en su anatomía.

Y aquí se demostraba la teoría. Pero saber aquello no le dio fuerzas sino que alimentó el miedo que sentía al pensar en la inmensidad de su Padre. Había cruzado un continente y más para llegar aquí y no existía ninguna parte que no estuviera hecha como estaban hechas estas calles, la sustancia de su Padre reproducida con toda exactitud en cantidades inimaginables y convertida en la materia prima de los canteros, carpinteros y recaderos de su voluntad. Y sin embargo, a pesar de toda su magnitud, ¿qué era su ciudad? Una trampa corpórea y su arquitecto su prisionero.

—Oh, Padre —dijo Cortés y quizá porque la formalidad había desaparecido de su voz y había dolor en ella, por fin le concedieron una respuesta.


Lo has hecho bien en mi nombre
—dijo la voz.

Cortés recordaba bien su monotonía. Aquí estaba la misma modulación apenas perceptible que había oído por primera vez cuando se encontraba bajo la sombra del Eje.


Has triunfado allí donde fracasaron todos los demás
—dijo Hapexamendios—.
Se extraviaron o permitieron que los crucificaran. Pero tú, Reconciliador, tú mantuviste el rumbo.

—Por ti, Padre.


Y con ese servicio te has ganado un lugar aquí
—dijo el Dios—.
En mi ciudad. En mi corazón.

—Gracias —respondió Cortés, que temía que ese regalo fuera a poner fin a la conversación.

Y si así era, habría fracasado como agente de su madre. Dile que quieres ver su rostro, le había dicho ella. Distráelo. Halágalo. ¡Ah, sí, halagos!

—Ahora quiero aprender de ti, Padre —le dijo—. Quiero poder llevar tu sabiduría de vuelta al Quinto conmigo.


Has hecho todo lo que tenías que hacer, Reconciliador
—dijo Hapexamendios—.
No es necesario que vuelvas al Quinto, ni por ti ni por mí. Te quedarás conmigo y contemplarás mi obra.

—¿Y qué obra es esa?


Sabes qué obra es
—fue la respuesta del Dios—.
Te he oído hablar con el nullianac. ¿Por qué finges ignorarlo?

La inflexión de su voz era demasiado sutil para que pudiera interpretarlo. ¿Había un interrogante sincero en aquella pregunta o sólo furia ante la falsedad de su hijo?

—No deseaba presumir nada, Padre —dijo Cortés al tiempo que se maldecía por semejante metedura de pata—. Pensé que querrías decírmelo Tú mismo.


¿Por qué querría decirte lo que ya sabes?
—dijo el Dios, que no estaba muy dispuesto a dejar que le arrebataran ese argumento hasta que dispusiera de una respuesta convincente—.
Ya tienes todo lo que necesitas saber…

—No todo —dijo Cortés al ver cómo podría desviar la corriente.


¿Qué te falta?
—dijo Hapexamendios—.
Te lo contaré todo.

—Tu rostro, Padre.


¿Mi rostro? ¿Qué pasa con mi rostro?

—Eso es lo que me falta. Ver tu rostro.


Has visto mi ciudad
—respondió el Invisible—.
Ése es mi rostro.

—¿No hay ningún otro? ¿De verdad, Padre? ¿Ninguno?


¿No te conformas con eso?
—dijo Hapexamendios—.
¿No es lo bastante perfecta? ¿Acaso no brilla?

—Demasiado, Padre. Es demasiado gloriosa.


¿Cómo puede ser algo demasiado glorioso?

—Parte de mí es humana, Padre, y esa parte es débil. Miro esta ciudad y me asombro. Es una obra maestra.


Sí, lo es.

—Puro genio.


Sí, lo es.

—Pero, Padre, concédeme una visión más sencilla. Muéstrame un destello del rostro que hizo mi rostro, para que pueda conocer qué parte de mí eres Tú.

Cortés oyó algo muy parecido a un suspiro en el aire que le rodeaba.

—A ti quizá te parezca ridículo —le dijo Cortés—, pero he seguido este rumbo porque quería ver una cara. Un rostro lleno de amor. —Había verdad suficiente en aquella afirmación para inundar sus palabras de una pasión auténtica. Era cierto que había un rostro que esperaba encontrar al final de su viaje—. ¿Es eso demasiado pedir? —dijo.

Hubo un revoloteo de movimiento en la deslustrada superficie que tenía delante, Cortés se quedó mirando las tinieblas, a la espera de que se abriese alguna puerta gigantesca. Pero en lugar de eso, Hapexamendios dijo:


Vuélvete, Reconciliador.

—¿Quieres que me vaya?


No. Sólo que apartes la mirada.

Bonita paradoja: que le dijeran que mirara hacia otro lado cuando lo que pedía era ver. Pero se estaba produciendo algo más que un simple descubrimiento. Por primera vez desde que había entrado en el Dominio, Cortés oyó sonidos que no eran los de una voz: un delicado chasquido, un tamborileo callado, crujidos y zumbidos que se filtraban por sus oídos. Y a su alrededor, movimientos diminutos en la calle sólida a medida que los monolitos se ablandaban y se inclinaban hacia el misterio al que él le había dado la espalda. Un escalón se abría y rezumaba médula ósea. Un muro se abría allí donde la piedra se encontraba con la piedra y el color escarlata más profundo que había visto jamás, un color escarlata convertido casi en negro, manaba en riachuelos cuando las losas rendían su geometría y se prestaban a los propósitos del Invisible. Bajaron dientes de un sobrio balcón que tenía por encima de su cabeza y bucles de intestinos se desenvolvieron de los alféizares y arrastraron cortinas de tejido a su paso.

Y a medida que la deconstrucción se intensificaba, Cortés se atrevió a echar el vistazo que le habían prohibido; volvió la vista atrás y vio la calle entera sumida en pequeños o flagrantes movimientos: las formas se fracturaban, las formas se congelaban, las formas se encorvaban y se elevaban. No había nada reconocible en aquel torbellino y Cortés estuvo a punto de darse la vuelta cuando uno de aquellos dóciles muros se desplomó en medio del flujo y durante lo que dura un latido, no más, vislumbró una figura detrás. Aquel momento fue suficiente para conocer el rostro que vio y conservarlo en la imaginación cuando apartó los ojos. No había rostro que se le igualara en toda Imajica. A pesar de todo el dolor que contenía, a pesar de todas sus heridas, era exquisito.

Pai estaba vivo y le esperaba allí, en medio de su Padre, prisionero de un prisionero. Cortés tuvo que hacer un gran esfuerzo para no volverse allí mismo, arrojar su espíritu al tumulto y exigirle a su Padre que le entregara al místico. Era su maestro, le diría, su renovador, su amigo perfecto. Pero luchó contra el deseo, sabía que un intento así sólo podía terminar en desastre así que en su lugar volvió a darle la espalda pensando con adoración en el destello que había podido disfrutar mientras la calle continuaba convulsionándose tras él. Aunque el cuerpo del místico estaba marcado por las heridas que había sufrido, estaba más entero de lo que Cortés se había atrevido a esperar. Quizá había sacado fuerzas de la tierra sobre la que estaba construida la ciudad de Hapexamendios, el Dominio en el que su pueblo había obrado sus lances antes de que hubiera venido Dios a levantar esta metrópolis.

¿Pero cómo iba a convencer a su Padre para que renunciara al místico? ¿Con ruegos? ¿Con más halagos? Mientras le daba vueltas a ese problema, empezó a apagarse el jaleo que lo rodeaba y oyó hablar a Hapexamendios a sus espaldas.


¿Reconciliador?

—¿Sí, Padre?


Querías ver mi rostro.

—¿Sí, Padre?


Vuélvete y mira.

Así lo hizo. La calle que tenía delante no había perdido toda semblanza de vía pública. Los edificios todavía estaban en pie, las puertas y ventanas visibles. Pero su arquitecto había recuperado de su sustancia suficientes partes del cuerpo que en otro tiempo había poseído para ilustrar a Cortés. El Padre era humano, por supuesto, y es posible que no hubiera sido más grande que su hijo en su primera encarnación. Pero se había vuelto a hacer y ahora era tres veces más grande que Cortés y más, un gigante que se tambaleaba y al que tenía que sujetar la calle que había saqueado en busca de materia, tanto lo sujetaba como materia le había entregado.

Pero pese a toda su magnitud, su forma era torpe, como si se hubiera olvidado de lo que significaba ser un ente completo. La cabeza era enorme, había reclamado de los edificios los fragmentos de mil cráneos para construirla, pero tan mal emparejados que la mente que debía proteger era visible entre los trozos, latiendo y vibrando. Uno de los brazos era inmenso y sin embargo terminaba en una mano apenas más grande que la de Cortés mientras que la otra estaba marchita pero terminaba con dedos que tenían tres docenas de articulaciones. El torso era otra masa de malos casamientos. Las entrañas hacían cabriolas en una caja torácica compuesta por medio millar de costillas. Su gigantesco corazón latía contra un esternón demasiado débil para contenerlo y ya fracturado. Y más abajo, en la ingle, la deformación más extraña: un sexo que el Dios no había conseguido convertir en un sólo órgano sino que colgaba hecho pedazos, en carne viva e inútil.


Bueno
—dijo el Dios—.
¿Lo ves?

La impasibilidad había desaparecido de su voz, la monotonía sustituida por una concurrencia de voces y el mismo número de laringes, ninguna de ellas entera, se esforzaba por producir cada palabra.


¿Ves
—dijo de nuevo—
el parecido?

Cortés se quedó mirando la abominación que tenía delante y, a pesar de tanto retazo y desunión, sabía que la veía. El parecido no estaba en los miembros, ni en el torso o el sexo. Pero estaba allí. Cuando la inmensa cabeza se levantó, vio su rostro en la ruina que se aferraba al cráneo de su Padre. El reflejo de un reflejo de un reflejo, quizá y todos en espejos rotos. Pero, ¡ah! allí estaba. La visión lo angustió de una forma inconmensurable, no porque viera el parentesco sino porque de repente parecían haberse cambiado las tornas. A pesar de su tamaño, era un niño lo que veía, la cabeza de un feto, los miembros sin formar. Tenía eones de antigüedad pero era incapaz de desprenderse del hecho de la carne, mientras que él, a pesar de toda su ingenuidad, había hecho las paces con esa disposición.


¿Ya has visto suficiente, Reconciliador?
—dijo Hapexamendios.

—No del todo.


¿Entonces qué?

Cortés sabía que tenía que hablar ahora, antes de que el parecido volviera a deshacerse y los muros se sellaran de nuevo.

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