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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (70 page)

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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—Quiero lo que hay en ti, Padre.


¿En mí?

—Tu prisionero, Padre. Quiero a tu prisionero.


No tengo ningún prisionero.

—Soy tu hijo —dijo Cortés—. Carne de tu carne. ¿Por qué me mientes?

La rígida cabeza se estremeció. El corazón latió con fuerza contra el hueso roto.

—¿Hay algo que no quieres que sepa? —dijo Cortés mientras echaba a andar hacia aquel espantoso cuerpo—. Me dijiste que podía saberlo todo.

Las manos, grandes y pequeñas, se retorcieron y tiritaron.

—Todo, dijiste, porque te he servido de forma perfecta. Pero hay algo que Tú no quieres que sepa.


No hay nada.

—Entonces permíteme ver al místico. Permíteme ver a Pai'oh'pah.

Y al oír eso, el cuerpo del Dios se estremeció y también los muros que lo rodeaban. Hubo estallidos de luz bajo el defectuoso mosaico de su cráneo: pequeños pensamientos enfurecidos que incineraban el aire entre los pliegues de su cerebro. Aquella visión le recordó a Cortés que, por muy frágil que pareciera aquella figura, sólo era una parte diminuta de la verdadera magnitud de Hapexamendios. Era una ciudad del tamaño de un mundo y si al poder que había levantado esa ciudad y sostenía la sangre brillante de sus piedras alguna vez se le permitía dar comienzo a la destrucción, dejaría a los nullianacs en mantillas.

El avance de Cortés, que hasta entonces había sido firme, se detuvo en seco. Aunque aquí era un espíritu y había creído que no podía levantarse contra él ninguna barrera, ahora tenía delante una barrera que espesaba el aire. Pero a pesar de eso, y del terror que le inspiraba el poder de su Padre, no se retiró. Sabía que si lo hacía, la conversación habría terminado y Hapexamendios se ocuparía de su último asunto sin liberar a su prisionero.


¿Dónde está el hijo puro y obediente que tenía?
—dijo el Dios.

—Aquí todavía —respondió Cortés—. Todavía quiero servirte si me tratas de forma honrada.

Una serie de estallidos más furibundos explotaron en el cráneo distendido. Esta vez, sin embargo, se escaparon de su cúpula y se elevaron en el aire oscuro que rodeaba la cabeza del Dios. Había imágenes en esas energías, fragmentos de los pensamientos de Hapexamendios a los que el fuego había dado forma. Una de ellas era Pai.


No tienes ningún derecho a ver al místico
—dijo Hapexamendios—. Me
pertenece.

—No, Padre.


A mí.

—Me casé con esa criatura, Padre.

Los relámpagos remitieron por un instante y los ojos pulposos del Dios se estrecharon.

—Me hizo recordar mi propósito —dijo Cortés—. Me hizo recordar que era un Reconciliador. No estaría aquí, no te habría servido, si no hubiera sido por Pai'oh'pah.


Quizá te amó en otro tiempo
—respondieron todas aquellas gargantas—.
Pero ahora quiero que lo olvides. Sácatelo de la cabeza para siempre.

—¿Por qué?

A modo de contestación oyó la eterna respuesta que recibe un niño que hace demasiadas preguntas.


Porque te lo digo yo
—dijo el Dios.

Pero no iban a callar a Cortés con tanta facilidad. Él siguió presionando.

—¿Qué sabe Pai, Padre?


Nada.

—¿Sabe de dónde viene Nisi Nirvana? ¿Es eso lo que sabe?

El fuego del cráneo del Invisible hirvió al oír eso.


¿Quién te dijo eso?
—contestó enfurecido.

No venía al caso mentir, pensó Cortés.

—Mi madre —dijo.

Cesó todo movimiento en el cuerpo abotargado del Dios, incluso el de aquel corazón que magullaba la caja torácica. Sólo continuaban los rayos y la siguiente palabra provino no de las gargantas mezcladas sino del fuego en sí. Tres sílabas, pronunciadas con una voz letal.


Ce. Les. Tine.

—Sí, Padre.


Está muerta
—dijo el rayo.

—No, Padre. Estuve en sus brazos hace apenas unos minutos. —Cortés levantó la mano, traslúcida como era—. Sujetó estos dedos. Los besó. Y me dijo…


¡No quiero oírlo!

—… que te recordara…


¿Dónde está?

—… Nisi Nirvana.


¿Dónde está? ¿Dónde? ¿Dónde?

Se había quedado inmóvil pero ahora la furia lo hizo levantarse, elevar los desgraciados miembros por encima de la cabeza como si quisiera bañarlos en Sus propios rayos.


¿Dónde está?
—chilló, gargantas y fuego exigían juntos lo mismo—.
¡Quiero verla! ¡Quiero verla!

4

En las escaleras, debajo de la sala de meditación, Jude se levantó. Los gek-a-gek habían empezado a emitir una queja gutural que, a su manera, era más acuciante que cualquier otro sonido que les hubiera oído emitir. Tenían miedo. Los vio escabullirse de los lugares que ocupaban al lado de la puerta, como perros que temiesen una paliza, los lomos bajos, las cabezas planas.

Jude bajó los ojos y contempló la escena del piso inferior: los ángeles todavía arrodillados al lado de su maestro herido; Lunes y Hoi-Polloi habían dejado su vigilia a los pies de la escalera y vuelto a entrar en la zona iluminada por las velas, como si aquel pequeño círculo pudiera protegerlos del poder que estaba sacudiendo el aire.

—Oh, mamá —oyó que murmuraba Sartori.

—¿Sí, hijo?

—Nos busca, mamá.

—Lo sé.

—¿Lo sientes?

—Sí, pequeño, lo siento.

—¿Me abrazas, mamá? ¿Me abrazas?


¿Dónde?¿Dónde?
—aullaba el Dios y en los arcos que había por encima de su cráneo aparecieron fragmentos de lo que veía su mente.

Había un río que serpenteaba; y una ciudad, más apagada que su metrópolis pero por ello más magnífica; y cierta calle; y cierta casa. Cortés vio el ojo que Lunes había esbozado en la puerta de la calle, la pupila apagada por el ataque del oviáceo.

Vio su propio cuerpo, con Clem
a
su lado; y las escaleras; y Jude en las escaleras, subiendo.

Y luego, la habitación de arriba, y el círculo de la habitación, con su hermano sentado dentro y su madre, arrodillada en el perímetro.

—Ce.
Les. Tine
—dijo el Dios—.
¡Ce. Les. Tine!

No era la voz de Sartori la que pronunciaba esas sílabas pero eran sus labios los que se movían para darles forma. Jude ya había llegado a lo alto de las escaleras y veía el rostro de su amante con claridad. Todavía estaba mojado por las lágrimas pero no había expresión alguna en su mirada. Jude jamás había visto rasgos tan desprovistos de sentimientos. Era una vasija que se estaba llenando de otra alma.

—¿Hijo? —dijo Celestine.

—Apártate de él —murmuró Jude.

Celestine comenzó a levantarse.

—Pareces enfermo, pequeño —dijo.

Se oyó de nuevo la voz, esta vez una protesta furibunda.


No. Soy. Ningún. Niño.

—Querías que te consolara —dijo Celestine—. Déjame hacerlo.


Aléjate
—dijo el Dios.

—Quiero abrazarte —dijo Celestine y en lugar de apartarse salvó el límite del círculo.

En el rellano, los gek-a-gek estaban pávidos, su furtiva retirada se había convertido en una danza aterrada. Se golpeaban la cabeza contra la pared como si quisieran sacarse el cerebro a porrazos antes que oír la voz que salía de Sartori; esa voz monstruosa y desesperada que decía una y otra vez:
«aléjate. Aléjate».

Pero Celestine no se dejaba rechazar. Volvió a arrodillarse delante de Sartori. Pero cuando habló, no se dirigió al hijo, sino al Padre, al Dios que la había llevado a su ciudad de iniquidades.

—Déjame tocarte, amor —dijo—. Déjame acariciarte como Tú me acariciaste a mí.


¡No!
—aulló Hapexamendios pero los miembros de su hijo se negaron a alzarse y protegerse del abrazo.

Una y otra vez se oyó la negativa pero Celestine hizo caso omiso de ella, sus brazos los rodearon a ambos, carne y espíritu que la habitaba, en un sólo abrazo.

Esta vez, cuando el Dios desató su rechazo, ya no fue una palabra sino un sonido tan lastimoso como aterrador.

En el Primero, Cortés vio que los rayos que había sobre la cabeza de su Padre se congelaban en una única llama cegadora que salía disparada de él como un meteoro.

En el Segundo, Chicka Jackeen vio una llamarada que iluminaba la Mácula y cayó de rodillas sobre el duro suelo de piedra. Venía una señal de fuego, pensó, para anunciar el momento de la victoria.

En Yzordderrex, las Diosas sabían la verdad. Cuando brotó el fuego de la Mácula e irrumpió en el Segundo Dominio, las aguas que rodeaban el templo se acallaron para no atraer la muerte sobre ellas. Enmudecieron a todos los niños, se aquietó cada estanque y cada riachuelo. Pero la malicia del fuego no era para ellos y el meteoro pasó por encima de la ciudad y la dejó intacta aunque cegó el fulgor del cometa a su paso.

Cuando desapareció el fuego tras el horizonte, Cortés se volvió hacia su Padre.

—¿Qué has hecho? —quiso saber.

La atención del Dios se detuvo en el Quinto durante un momento pero cuando se volvió al oír la pregunta de Cortés, el Dios dejó de pensar en su objetivo y Sus ojos recuperaron la vivacidad.


He enviado una llama
a
por la puta
—dijo. Ya no era el rayo el que hablaba sino Sus muchas gargantas.

—¿Por qué?


Porque te mancilló… Hizo que desearas amor.

—¿Tan malo es eso?


No puedes construir ciudades con amor
—dijo el Dios—.
No puedes hacer grandes obras. Es una debilidad.

—¿Y qué pasa con Nisi Nirvana? —dijo Cortés—. ¿Eso también es una debilidad?

Cortés cayó de rodillas y posó la palma fantasmal de su mano en el suelo. Aquí no tenía ningún poder, o hubiera comenzado a excavar. Y su espíritu tampoco podía penetrar en el suelo. La misma barrera que lo aislaba del vientre de su Padre le impedía mirar en el inframundo de su Dominio. Pero podía hacer las preguntas.

—¿Quién pronunció las palabras, Padre? —preguntó—. ¿Quién dijo «Nisi Nirvana»?


Olvida que has oído esas palabras
—respondió Hapexamendios—.
La puta está muerta. Se acabó.

Frustrado, Cortés apretó los puños y golpeó el sólido suelo.


Ahí no hay nada salvo Yo
—continuaron las muchas gargantas—.
Mi carne está en todas partes. Mi carne es el mundo y el mundo es mi carne.

En el Monte de Ola Bayak, cuando el fuego apareció en el Cuarto, Ácaro Bronco había abandonado su jiga triunfal y se había sentado al borde de su círculo a la espera de que los curiosos salieran de sus casas y subieran a preguntarle. Al igual que Chicka Jackeen, supuso que era una estrella de la anunciación, enviada para celebrar la victoria, así que se levantó otra vez para aclamarla. No fue el único. Había varias personas abajo que habían observado la llamarada encima de las Jokalaylau y estaban aplaudiendo el espectáculo a medida que se acercaba. Cuando pasó sobre sus cabezas, trajo un breve mediodía a Vanaeph antes de seguir su camino. Iluminó Patashoqua con la misma intensidad y luego salió del Dominio a través de una niebla que acababa de aparecer al otro lado de la ciudad para señalar el primer lugar de paso entre el Dominio de los cielos verdes y dorados y el de los cielos azules.

Dos nieblas parecidas se habían formado en Clerkenwell, una al sudeste de la calle Gamut y la otra al noroeste y ambas indicaban la presencia de entradas al Dominio recién reconciliado. Fue la última la que se hizo cegadora cuando el fuego proveniente del Cuarto la atravesó a toda velocidad. La visión no careció de testigos. Había varios aparecidos en las inmediaciones y, aunque no tenían ni idea de lo que significaba, presintieron alguna calamidad y se apartaron del resplandor, luego volvieron a la casa para dar la alarma. Pero tardaron demasiado. Antes de que llegaran a medio camino de la calle Gamut, se separó la niebla y el fuego del Invisible apareció en las inexpertas calles de Clerkenwell.

Lunes fue el primero en verlo cuando abandonó el pequeño consuelo de la luz de las velas y volvió a la entrada. Los restos de las hordas de Sartori estaban provocando una auténtica cacofonía en la oscuridad exterior, pero cuando el muchacho cruzó el umbral para espantarlos, la oscuridad se convirtió en luz.

Desde su lugar en el último escalón, Jude vio que Celestine posaba sus labios en los de su hijo y luego, con una fuerza asombrosa, levantaba el peso muerto y lo arrojaba fuera del círculo. El impacto o el fuego inminente lo despertaron y empezó a levantarse al tiempo que se volvía de nuevo hacia su madre. Pero llegó demasiado tarde a reclamar su lugar. El fuego ya había llegado.

La ventana estalló como una nube reluciente y la llamarada llenó la habitación. El impacto tiró a Jude al suelo pero se aferró a la barandilla el tiempo suficiente para ver que Sartori se cubría el rostro contra el holocausto cuando la mujer del círculo abrió los brazos para aceptarlo. Celestine quedó consumida al instante pero el fuego no parecía satisfecho y se habría extendido para quemar la casa hasta los cimientos si su impulso no hubiera sido tan inmenso. Cruzó la habitación a toda velocidad derrumbando el muro a su paso. Y siguió, siguió hacia la segunda niebla que lucía Clerkenwell esta noche.

—¿Qué cojones ha sido eso? —dijo Lunes en el vestíbulo, abajo.

—Dios —respondió Jude—. Que vino y se fue.

En el Primero, Hapexamendios levantó la descabellada cabeza. Si bien no necesitaba el montaje de vista que resplandecía en su cráneo para ver lo que estaba ocurriendo en su Dominio (tenía ojos en todas partes), algún recuerdo del cuerpo que en otro tiempo había sido su única residencia Lo hizo volverse ahora lo mejor que pudo y mirar a su espalda.


¿Qué es esto?
—dijo.

Cortés todavía no veía el fuego pero podía sentir los susurros de su acercamiento.


¿Qué es esto?
—dijo otra vez Hapexamendios.

Sin esperar respuesta, comenzó a destejer febrilmente su apariencia, cosa que Cortés había temido tanto como ansiado. Temido, porque el cuerpo del que había surgido el fuego sería sin duda su destino y si se deshacía con demasiada rapidez, el fuego no tendría objetivo. Y ansiado porque sólo cuando se deshiciera tendría él la oportunidad de localizar a Pai. La barrera que rodeaba la forma de su Padre se ablandó cuando a Dios lo distrajo la complejidad de su desmantelamiento y aunque Cortés todavía tenía que vislumbrar a Pai por segunda vez, dirigió sus pensamientos a entrar en aquel cuerpo; pero a pesar de toda la perplejidad que pudiera sentir el Dios, en Hapexamendios no se iba a irrumpir con tanta facilidad. Cuando Cortés se acercó, lo sujetó una voluntad demasiado poderosa para poder resistirse a ella.

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