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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (71 page)

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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¿Qué es esto
? —
exigió saber el Dios por tercera vez.

Con la esperanza de poder conseguir todavía unos segundos de alivio, Cortés respondió con la verdad.

—Imajica es un círculo —dijo.


¿Un círculo?

—Es tu fuego, Padre. Es tu fuego, que ha dado toda la vuelta.

Hapexamendios no respondió con palabras. Comprendió al instante la importancia de lo que le habían dicho y volvió a soltar a Cortés para poder dedicar toda su voluntad a la tarea de destejerse.

El desgarbado cuerpo comenzó a desenredarse y en medio, Cortés vislumbró una vez más a Pai. Esta vez el místico también lo vio a él. Sus frágiles miembros se agitaron para despejar un camino en medio de la confusión que los separaba pero antes de que Cortés pudiera deshacerse por fin de la custodia de su Padre, el suelo perdió solidez bajo Pai'oh'pah. El místico levantó los brazos para buscar algo a lo que sujetarse en el cuerpo que tenía por encima pero éste se estaba desmoronando demasiado rápido. La tierra se abrió como una tumba y con una última mirada desesperada hacia Cortés, el místico se hundió y desapareció.

Cortés levantó la cabeza con un aullido pero el sonido que emitió quedó ahogado por el de su Padre que (como si quisiera imitar a su hijo) también había echado hacia atrás la cabeza. Pero el Suyo era el estruendo de la furia más que del dolor a medida que se retorcía y agitaba en Sus intentos de acelerar el desenmascaramiento.

Y tras Él, ahora, el fuego. Al llegar, Cortés creyó ver el rostro de su madre en la llamarada, formado por las cenizas, los ojos y la boca muy abiertos al volver a encontrarse con el Dios que la había violado, rechazado y al final asesinado. Un destello, nada más y luego el fuego estaba sobre su hacedor, su sentencia definitiva.

El espíritu de Cortés desapareció de la conflagración con un sólo pensamiento pero su Padre (el mundo su carne, la carne su mundo) no pudo huir de ella. Se rompió su cabeza de feto y el fuego consumió los fragmentos que volaron, la llamarada incineró el corazón y las entrañas, se extendió por los miembros mal emparejados y los consumió hasta la última punta de los dedos de los pies y las manos.

En su ciudad las consecuencias se percibieron al instante y fueron desastrosas. Todas y cada una de las calles de un extremo del Dominio al otro temblaron cuando se fue corriendo la voz del hundimiento desde el lugar donde había caído su Primera Causa. Cortés no tenía nada que temer de esta disolución, pero la visión lo horrorizó de todos modos. Era su Padre y no le producía placer ni satisfacción ver el cuerpo que lo había engendrado tambalearse y sangrar. Las altaneras torres empezaron a venirse abajo, sus adornos se caían como una lluvia rococó. Las calles palpitaron y se convirtieron en carne; las casas arrojaron al suelo los tejados de hueso. A pesar de la destrucción que lo rodeaba, Cortés permaneció cerca del lugar donde se había consumido su Padre con la esperanza de encontrar todavía a Pai'oh'pah en medio del torbellino. Pero al parecer el último acto voluntario de Hapexamendios había sido negarles a los amantes su reencuentro. Había abierto el suelo y había enterrado al místico en el pozo de su decadencia, luego lo había sellado con su voluntad para impedirle a Cortés volver a encontrar a Pai.

Al Reconciliador no le quedaba nada más que hacer salvo dejar la ciudad con su muerte, cosa que hizo a su debido tiempo aunque no tomó la ruta que cruzaba los Dominios sino que volvió por donde había venido el fuego. Mientras volaba, comenzó a ver con claridad la enormidad de lo que estaba ocurriendo. Si hubieran cogido cada cuerpo vivo que hubiera vivido su vida en la Tierra y hubieran dejado que se pudriera aquí, en el Primero, la suma de toda su carne no se acercaría siquiera a la de esta ciudad. Esta carroña tampoco se pudriría en el suelo ni su descomposición alimentaría a una nueva generación de vida. Era el suelo y era la vida. Con su fallecimiento, aquí sólo habría podredumbre: putrefacción sobre putrefacción sobre putrefacción. Un Dominio de suciedad, contaminado hasta el final de los tiempos.

Un poco más adelante, la niebla que separaba las afueras de la ciudad del Quinto. Cortés la atravesó y volvió agradecido a las modestas calles de Clerkenwell. Eran monótonas, por supuesto, después de la luminosidad de la metrópolis que acababa de abandonar. Pero sabía que el aire tenía la dulzura de las hojas estivales, aunque él no pudiera olería y se podía oír el grato sonido de un motor en Holborn o en Gray's Inn Road, algún tipo veloz que, sabiendo que lo peor había pasado, se dedicaba a solucionar sus asuntos. Nada legal a estas horas, seguro, pero Cortés le deseó al conductor todo lo mejor, incluso aunque fuera un delito. El Dominio se había salvado para los ladrones además de para los santos.

No se entretuvo en el lugar de paso sino que volvió todo lo rápido que sus cansados pensamientos lo llevaron al número 28 y al cuerpo herido que todavía se aferraba a su continuación al pie de las escaleras.

En el piso de arriba, Jude no había esperado a que se despejara el humo antes de aventurarse en el interior de la sala de meditación. A pesar del grito de advertencia de Clem, la joven se había internado en las tinieblas para encontrar a Sartori con la esperanza de que hubiera sobrevivido. Sus criaturas no lo habían hecho. Sus cuerpos se retorcían cerca del umbral, no golpeados por la explosión, pensó Jude, sino destruidos por el declive de su invocador, al que encontró con bastante facilidad. Yacía cerca del lugar donde lo había arrojado Celestine, el cuerpo detenido en el acto de volverse hacia el círculo.

Eso había sido su perdición. El fuego que se había llevado a su madre al olvido había quemado cada parte de su cuerpo. Las cenizas de la ropa se habían fundido con la espalda llena de ampollas, el cabello había ardido y desaparecido, el rostro abrasado hasta la insensibilidad. Pero al igual que su hermano, que yacía hecho pedazos abajo, Sartori se negaba a renunciar a la vida. Se aferraba con los dedos a las tablas del suelo; todavía le funcionaban los labios y descubrían unos dientes tan brillantes como la sonrisa de la muerte. Incluso había poder en sus músculos. Cuando aquellos ojos inyectados en sangre vieron a Jude, consiguió de algún modo incorporarse hasta que se dio la vuelta y cayó sobre la espina dorsal carbonizada, luego utilizó la agonía para alimentar la mano que se aferró a la joven y tiró de ella hasta colocarla a su lado.

—Mi madre…

—Se ha ido.

Había perplejidad en el rostro quemado.

—¿Por qué? —dijo, los estremecimientos lo convulsionaban mientras hablaba—. Parecía… quererlo. ¿Por qué?

—Para poder estar allí cuando el fuego se llevase a Hapexamendios — respondió Jude.

—¿Cómo… podría… ser? —murmuró él.

—Imajica es un círculo —dijo la joven. Sartori estudió su rostro, intentaba resolver el enigma—. El fuego volvió a aquel que lo envió.

Y por fin Sartori comprendió lo que le estaba diciendo su amante. Incluso en medio de su agonía, aquel dolor era mayor.

—¿Él se ha ido? —dijo.

Jude quiso decir, eso espero, pero se guardó ese sentimiento y se limitó a asentir.

—¿Y mi madre también? —continuó Sartori. Los temblores se fueron apagando, y también su voz, que ya era frágil—. Estoy sólo —dijo.

La angustia de aquellas últimas palabras no tenía fin y Jude deseó poder consolarlo de algún modo. Tenía miedo de tocarlo, temía causarle una incomodidad mayor pero quizá le doliera más que no lo hiciera. Con la mayor delicadeza, Jude posó su mano sobre la de él.

—No estás sólo —le dijo—. Estoy aquí.

El hombre no le agradeció el consuelo, quizá ni siquiera lo oyó. Sus pensamientos estaban en otra parte.

—No debería haberlo tocado jamás —dijo en voz baja Sartori—. Un hombre no debería ponerle las manos encima a su propio hermano.

Cuando consiguió sacarse esas palabras de la garganta, se oyó un gemido al pie de las escaleras seguido por un gañido de pura alegría de Clem y luego el alarido extático de Lunes.

—¡Jefe, oh, jefe, oh, jefe!

—¿Oyes eso? —le dijo Jude a Sartori.

—Sí…

—No creo que lo hayas matado después de todo.

Un extraño tic apareció alrededor de la boca masculina y después de
un
momento Jude se dio cuenta de que eran los restos de una sonrisa. Supuso que era de placer al ver que Cortés había sobrevivido pero su fuente era más amarga.

—A mí eso no me va a salvar ahora —dijo Sartori.

La mano, que tenía posada en el estómago, comenzó a masajear los músculos do esa parte, los agarraba con tal violencia que el cuerpo comenzó a sufrir espasmos. Un poco de sangre le burbujeó entre los labios y Sartori se llevó la mano a la boca como si quisiera ocultarla. Una vez allí, dio la sensación de que escupía sangre en la palma de la mano. Luego quitó la mano y le ofreció su horripilante contenido a su amante.

—Cógelo —dijo al tiempo que abría el puño.

Jude sintió que algo le caía en la mano pero no miró el regalo sino que mantuvo los ojos clavados en el rostro de su amante mientras éste apartaba la mirada de ella y los volvía hacia el círculo. La joven se dio cuenta, incluso antes de que la mirada masculina encontrara su lugar de reposo, que estaba apartando los ojos de ella por última vez y comenzó a llamarlo. Pronunció su nombre, lo llamó amor, dijo que jamás había querido abandonarlo y que nunca lo haría si se quedaba. Pero sus palabras cayeron en terreno baldío. Cuando los ojos de él encontraron el círculo, la vida desapareció de ellos y su último suspiro no fue para ella sino para el lugar donde lo habían hecho.

En la palma de Jude, ensangrentado después de pasar por el vientre y la garganta de su amante, yacía el huevo azul.

Después de un rato, la joven se levantó y salió al rellano. Abajo, el lugar que había ocupado el cuerpo de Cortés al pie de las escaleras estaba vacío. Clem se encontraba bajo la luz de las velas con lágrimas en los ojos y una amplia sonrisa en el rostro. Levantó la vista y miró a Jude cuando esta empezó a bajar las escaleras.

—¿Sartori? —le dijo.

—Está muerto.

—¿Y Celestine?

—Se ha ido —respondió ella.

—Pero se ha terminado, ¿no es cierto? —dijo Hoi-Polloi—. Vamos a vivir.

—¿Tú crees?

—Sí, vamos a vivir —dijo Clem—. Cortés vio la destrucción de Hapexamendios.

—¿Dónde está Cortés?

—Salió —dijo Clem—. Le queda vida suficiente…

—¿Para otra vida?

—Para otras veinte, cabrón con suerte —fue la respuesta de Tay.

Al llegar al final de las escaleras, Jude rodeó con los brazos a los protectores de Cortés y luego salió a la entrada. Cortés estaba de pie en medio de la calle, envuelto en una de las sábanas de Celestine. Lunes estaba a su lado y él se apoyaba en el muchacho mientras contemplaba el árbol que crecía fuera del número 28. El fuego do Hapexamendios había carbonizado buena parte de su follaje y había dejado las ramas desnudas y ennegrecidas. Pero había una brisa que agitaba las hojas que habían sobrevivido y después de tanto tiempo de inmovilidad, hasta estos pequeños jirones de viento se agradecían: prueba sencilla y definitiva de que Imajica había sobrevivido a todos sus peligros y una vez más podía respirar.

Jude dudó, no sabía si reunirse con él, pensaba que quizá preferiría disfrutar de estos momentos de meditación sin interrupciones. Pero la mirada masculina se posó sobre ella después de medio minuto más o menos y aunque sólo tenía la luz de las estrellas y las últimas llamas del calado de arriba para verlo, la sonrisa era tan luminosa como siempre e igual de acogedora. Jude dejó el escalón de entrada pero, al acercarse, vio que la sonrisa de Cortés era muy fina y las heridas que había sufrido algo más que simples cortes.

—He fracasado —le dijo él.

—Imajica está entera —respondió Jude—. Eso no es un fracaso.

Cortés desvió la mirada y recorrió la calle con los ojos. La oscuridad estaba llena de inquietud.

—Los fantasmas siguen aquí —dijo—. Les juré que encontraría una salida y fracasé. Por eso me fui con Pai aquella noche, para encontrarle a Taylor una salida…

—Quizá no la haya —dijo una tercera voz.

Clem había aparecido en la puerta pero era Tay el que hablaba.

—Te prometí una respuesta —dijo Cortés.

—Y la encontraste. Imajica es un círculo y no hay forma de salir de él. Sólo damos vueltas y más vueltas. Bueno, no está tan mal, Cortés. Tenemos lo que tenemos.

Cortés quitó la mano del hombro de Lunes y le dio la espalda al árbol, a Jude y a los ángeles de la entrada. Mientras cojeaba hacia el centro de la calle con la cabeza inclinada, le murmuró una respuesta a Tay, tan baja que nadie salvo el ángel pudo oírla.

—No es suficiente —dijo.

Capítulo 25
1

P
ara los ocupantes vivos de la calle Gamut, los días que siguieron a los acontecimientos de aquel solsticio de verano fueron, a su modo, tan extraños como todo lo que había ocurrido antes. El mundo que volvía a la vida a su alrededor parecía ignorar por completo que su existencia había pendido de un hilo y si ahora presentía el menor cambio en su condición, ocultaba muy bien sus sospechas. Los monzones y las olas de calor que habían precedido a la Reconciliación quedaron sustituidos a la mañana siguiente por las lloviznas y el sol tibio de cualquier verano inglés, y esa moderación fue el modelo que siguió el comportamiento público durante las semanas siguientes. Los estallidos de irracionalidad que habían convertido cada cruce y cada esquina en un pequeño campo de batalla cesaron de forma sumaria; los paseantes nocturnos que Lunes y Jude habían visto esperando una revelación ya no se perdían por las calles mirando las estrellas con gesto perplejo.

En cualquier otra ciudad que no fuera Londres, quizá los misterios que había ahora presentes en sus calles se habrían descubierto y celebrado. Si las nieblas que persistían en Clerkenwell hubieran aparecido en su lugar en Roma, el Vaticano se hubiera pronunciado sobre ellas antes de una semana. Si hubiera aparecido en Ciudad de Méjico, los pobres las habrían atravesado en menos tiempo todavía, desesperados por hallar una vida mejor en el mundo que había detrás. Pero Inglaterra, ¡ah, Inglaterra! Nunca había sentido una gran inclinación por lo místico, y con todos salvo los más débiles evocadores y conjuradores de lances asesinados por la Tabula Rasa, no quedaba nadie que pudiese dar comienzo a la labor de liberar las mentes encerradas en dogmas y provechos.

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