Un poco más adelante había un joven de unos dieciséis años arrodillado en el suelo, cubriendo las losas de cemento con diseños de tiza de colores; iba soplando el polvo de color pastel de su obra a medida que trabajaba. Inmerso en su arte, no había hecho mucho caso de la paliza que había reclamado la atención de los demás pero ahora oyó la voz de Tolland, que levantaba ecos en el paso subterráneo y lo llamaba por su nombre.
—¡Lunes, cabronazo! ¡Agárralo!
El joven levantó la cabeza. Tenía el pelo muy corto, una simple pelusa oscura, la piel picada de viruelas y las orejas le sobresalían como asas. Su mirada era clara, sin embargo, a pesar de las marcas que le desfiguraban los brazos y sólo le llevó un segundo comprender el dilema. Si derribaba al hombre ensangrentado, lo condenaría y si no lo hacía, se condenaría él. Para ganar un poco de tiempo, fingió desconcierto y se llevó la mano detrás de la oreja, como si no hubiera escuchado la orden de Tolland.
—¡Páralo! —fue la orden del bruto.
Lunes empezó a ponerse en pie al tiempo que le murmuraba al huido:
—Sal de aquí cagando leches.
Pero el idiota se había detenido tras un tropezón y había clavado la mirada en el dibujo que había estado haciendo Lunes. Estaba sacado de la foto de un periódico, una joven aspirante a estrella que posaba con los ojos muy abiertos y un koala en los brazos. Lunes había representado a la mujer con una fidelidad llena de afecto pero el koala se había convertido en una bestia hecha de retazos, con un sólo ojo ardiente en medio de una cabeza siniestra.
—¿Es que no me oyes? —dijo Lunes.
El hombre no le hizo caso.
—Es tu funeral —dijo al tiempo que se levantaba ahora que aparecía Tolland, luego empujó al hombre que permanecía al borde del dibujo—. Venga —le dijo—, ¡o lo va a destrozar! ¡Largo! —Lo empujó con fuerza pero el hombre permaneció clavado—. ¡Lo estás manchando de sangre, gilipollas!
Tolland llamó al irlandés a gritos y este se apresuró a acudir a su lado, ansioso por hacer las paces.
—¿Qué, Tolland?
—Coge a ese puto chaval por el cuello.
El irlandés era obediente, se dirigió directamente hacia Lunes y lo sujetó. Tolland, mientras tanto, había alcanzado al cortesano, que no se había movido de su sitio al borde de la acera coloreada.
—¡No le dejéis que sangre encima! —rogó Lunes.
Tolland le lanzó al joven una mirada, luego pisó el dibujo y raspó con las botas el rostro trabajado con tanto cuidado. Lunes dejó escapar un gemido de protesta cuando vio los brillantes colores de tiza reducidos a un polvo de color pardo grisáceo.
—No, tío, no —suplicó.
Pero sus quejas sólo sulfuraron aún más al vándalo. Al ver que tenía al alcance de la bota la lata de tabaco donde Lunes guardaba sus tizas, Tolland fue a esparcirlas pero Lunes se desprendió de las manos del irlandés y se lanzó al suelo para protegerlas. La patada de Tolland aterrizó en el flanco del muchacho y lo dejo espatarrado y envuelto en polvo de tiza. El tacón de Tolland volcó la lata y su contenido y luego fue a por su protector una segunda vez. Lunes se encogió anticipando el golpe. Pero este nunca aterrizó. La voz del cortesano se interpuso entre Tolland y su intención.
—No hagas eso —dijo.
Nadie lo custodiaba y podría haber hecho otro intento para escapar mientras Tolland iba a por Lunes, pero allí seguía, al borde de la imagen, con la mirada ya no clavada en ella sino en el que la había destrozado.
—¿Qué cojones dijiste? —La boca de Tolland se abrió como una herida llena de dientes en medio de la barba manchada.
—He dicho: No… hagas… eso.
Fuera cual fuera el placer que Tolland sacaba de esta caza, este ya no existía y no había ni uno sólo entre los espectadores que no lo supiera. El juego que habría terminado con una oreja arrancada o unas cuantas costillas rotas se había convertido en algo muy diferente y hubo varios entre la multitud que, al no tener estómago para lo que sabían que iba a ocurrir, se retiraron de los sitios que ocupaban alrededor del cuadrilátero. Hasta los más duros se retiraron unos cuantos pasos, sus mentes drogadas, borrachas o sólo confusas eran vagamente conscientes de que era inminente algo mucho peor que el derramamiento de sangre.
Tolland se volvió contra el cortesano al tiempo que metía la mano en la chaqueta. Surgió un cuchillo, la hoja de veintitrés centímetros marcada por muescas y arañazos. Al verla, hasta el irlandés se echó atrás. Sólo había visto trabajar la hoja de Tolland una vez, pero había sido suficiente.
Ya no hubo puyazos ni provocaciones, sólo la masa podrida por la bebida de Tolland en busca de su víctima para derribarlo. El cortesano dio un paso atrás cuando vio venir el cuchillo, con los ojos seguía los diseños que tenía bajo los pies. Eran como las imágenes que llenaban su cabeza hasta rebosar; escenas iluminadas que se habían corrido y convertido en polvo gris. Pero en algún lugar en medio de ese polvo recordaba otro lugar como este: una ciudad improvisada, llena de suciedad y rabia donde alguien o algo había ido a por su vida como venía este hombre, salvo que este otro ejecutor llevaba un fuego en la cabeza con el que hacer arder su carne y todo lo que él, el cortesano, había poseído a modo de defensa eran las manos vacías.
Ahora las levantó. Estaban tan marcadas como el cuchillo que llevaba el ejecutor, los dorsos ensangrentados tras su intento de restañar la hemorragia de la nariz. Las estiró, como había hecho muchas veces antes y cogió aliento al tiempo que colocaba la derecha sobre la izquierda y, sin entender por qué, se la llevaba a la boca.
El pneuma salió volando antes de que Tolland tuviera tiempo de levantar la hoja y lo golpeó en el hombro con tal fuerza que se vio lanzado al suelo, luego se llevó la mano al hombro chorreante y emitió un ruido que se parecía más a un chillido que a un rugido. Los pocos testigos que habían permanecido allí para presenciar la matanza estaban clavados en su sitio, los ojos puestos no en su señor caído sino en el hombre que lo había depuesto. Más tarde, cuando contaban esta historia, todos describirían lo que habían visto de formas diferentes. Algunos hablarían de un cuchillo surgido de algún lugar oculto, utilizado y escondido de nuevo tan rápido que el ojo apenas podía percibirlo. Otros de una bala, escupida de entre los dientes del cortesano. Pero nadie dudaba de que algo extraordinario había tenido lugar en esos segundos. Había aparecido entre ellos un hacedor de maravillas y había derrocado al tirano Tolland sin ni siquiera tocarlo.
Pero al hombre herido no se le vencía con tanta facilidad. Aunque la hoja había desaparecido de sus dedos (y la había birlado Lunes a escondidas) todavía tenía a su tribu para defenderlo y fue a ellos a quienes convocó con salvajes chillidos de cólera.
—¿Veis lo que hizo? ¿A qué cojones estáis esperando? ¡Cogedlo! ¡Coged a ese cabrón! ¡Nadie me hace eso a mí! ¿Irlandés? ¿Irlandés? ¿Dónde coño estás? ¡Que alguien me ayude!
Fue la mujer la que acudió en su auxilio pero él la empujó a un lado.
—¿Dónde coño está el irlandés?
—Estoy aquí.
—Agarra a ese hijo de puta —dijo Tolland. El irlandés no se movió.
—¿No me oyes? ¡Ese tío usó algún puto truco judío conmigo! Tú lo viste. Un sucio truco judío, eso es lo que era.
—Lo vi —dijo el irlandés.
—¡Volverá a hacerlo! ¡Te lo hará a ti!
—No creo que le vaya a hacer nada a nadie.
—Entonces rómpele la puta cabeza.
—Puedes hacerlo tú si quieres —dijo el irlandés—. Yo no pienso tocarlo. A pesar de su herida y su corpulencia, Tolland se había puesto en pie en cuestión de segundos e iba a por su antiguo lugarteniente como un toro cuando se encontró con la mano del cortesano en el hombro antes de que sus dedos pudieran llegar a la garganta del otro hombre. Se paró en seco y los espectadores pudieron ver la segunda maravilla del día: el miedo en el rostro de Tolland. No habría ambigüedad en lo que relataron sobre esto. Cuando se corrió la voz por toda la ciudad (como ocurrió en menos de una hora, transmitida de un refugio que Tolland había estropeado con sangre a otro), el relato, aunque adornado durante la narración, era en el fondo igual. A Tolland se le había caído la baba y su rostro se había cubierto de sudor. Algunos decían que el pis le había corrido por los pantalones y le había llenado las botas.
—Deja al irlandés en paz —le ordenó el cortesano—. De hecho… déjanos a todos en paz.
Tolland no respondió nada. Se limitó a mirar la mano posada en él y pareció encogerse. No era la herida lo que lo inquietaba, ni siquiera el miedo a que el cortesano atacara una segunda vez. Había sufrido lesiones mucho peores que la herida que tenía en el hombro y sólo lo habían exacerbado para cometer nuevas crueldades. Era del tacto de lo que huía: la mano del cortesano posada con ligereza en su hombro. Se volvió y se apartó del hombre que lo había herido, miró a un lado y al otro con la esperanza de que alguien lo apoyara. Pero todo el mundo, incluyendo al irlandés y Carol, evitó cruzarse con él.
—No puedes hacer esto —dijo cuando hubo puesto cinco metros entre él y el cortesano—. ¡Tengo amigos por todas partes! Te voy a ver muerto, cabrón. Ya lo verás. ¡Te voy a ver muerto!
El cortesano se limitó a darle la espalda y a inclinarse para reclamar del suelo los fragmentos esparcidos de las tizas de Lunes. Este informal gesto fue a su modo más elocuente que cualquier amenaza o muestra de poder por su parte, anunciaba con aquello la absoluta indiferencia que le inspiraba la presencia del otro hombre. Tolland se quedó mirando la espalda encorvada del cortesano durante varios segundos, como si calculara el riesgo de lanzar otro ataque. Luego, hechos los cálculos, se volvió y huyó.
—Se ha ido —dijo Lunes, que estaba agachado al lado del cortesano y vigilaba por encima del hombro.
—¿Tienes más de esto? —dijo el extraño mientras mecía los colores en el hueco de la mano.
—No. Pero puedo conseguir algunas. ¿Dibujas?
El cortesano se levantó.
—A veces —dijo.
—¿Copias cosas, como yo?
—No me acuerdo.
—Puedo enseñarte, si quieres.
—No —respondió el cortesano—. Voy a copiar de mi cabeza. —Bajó los ojos y contempló las tizas que tenía en la mano—. Así puedo vaciarla.
—¿Te apañarías también con pintura? —preguntó el irlandés cuando la mirada del cortesano se dirigió al cemento gris que los rodeaba.
—¿Podrías conseguir pintura?
—Yo y aquí Carol, podemos conseguir lo que sea. Lo que tú quieras, Cortesano, nosotros te lo conseguimos.
—Entonces… quiero todos los colores que podáis encontrar.
—¿Eso es todo? ¿No quieres algo de beber?
Pero el cortesano no respondió. Se dirigía hacia la columna contra la que Tolland lo había sujetado al principio y comenzaba a aplicarle color. La tiza que tenía entre los dedos era amarilla y con ella empezó a dibujar el círculo del sol.
Cuando Jude despertó ya era casi mediodía: once horas o más desde que Cortés había vuelto a casa, le había birlado el huevo que le había mostrado un destello del Nirvana y luego había salido de nuevo a la noche. Se sentía perezosa y la luz la molestaba. Incluso cuando convirtió el agua caliente de la ducha en un simple chorro y la dejó correr casi fría, no consiguió despertarse del todo. Se secó a medias con una toalla y desnuda se encaminó sin ruido a la cocina. Allí la ventana estaba abierta y la brisa le puso la carne de gallina. Al menos eso era un signo de vida, pensó, por insignificante que fuera.
Hizo un poco de café y puso la televisión, cambió de canal, de una banalidad a otra y luego dejó que barbotara junto con la cafetera mientras ella se vestía. Sonó el teléfono mientras buscaba el segundo zapato. Oyó un estrépito de tráfico al otro lado de la línea pero ninguna voz y después de un par de segundos, la línea murió. Jude colgó el auricular y se quedó al lado del teléfono preguntándose si Cortés estaba intentando comunicarse con ella. Treinta segundos más tarde volvía a sonar el teléfono. Esta vez tenía un interlocutor: un hombre cuya voz era apenas poco más que un confuso susurro.
—Por el amor de Dios…
—¿Quién es?
—Oh, Judith… Dios, Dios… ¿Judith?… Soy Oscar.
—¿Dónde estás? —dijo ella. Estaba muy claro que aquel hombre no estaba encerrado en su casa.
—Están muertos, Judith.
—¿Quiénes?
—Y ahora yo. Ahora me quiere a mí.
—No entiendo nada, Oscar. ¿Quién está muerto?
—Ayúdame… tienes que ayudarme… No hay ningún sitio seguro.
—Entonces ven al piso.
—No… Ven tú aquí…
—¿Dónde es aquí?
—Estoy en St. Martin in the Fields. ¿Lo conoces?
—¿Qué coño estás haciendo ahí?
—Te estaré esperando dentro. Pero date prisa. Va a encontrarme. Va a encontrarme.
Había un atasco alrededor de la plaza, como solía ser el caso al mediodía y la brisa que le había puesto la carne de gallina una hora antes era demasiado suave para dispersar la niebla provocada por incontables tubos de escape y los malos humos de muchos conductores frustrados. Y el aire dentro de la iglesia tampoco es que fuera más fresco, aunque era ozono puro al lado del olor a miedo que emitía el hombre sentado cerca del altar, las gruesas manos entrelazadas con tanta fuerza que se notaba el hueso de los nudillos entre la grasa.
—Creí que habías dicho que no ibas a dejar la casa —le recordó ella.
—Algo vino a por mí —dijo Oscar con los ojos muy abiertos—. En plena noche. Intentó entrar pero no pudo. Luego, esta mañana (a plena luz del día) oí que los loros estaban armando jaleo y alguien reventó la puerta de atrás.
—¿Viste lo que era?
—¿Crees que estaría aquí si lo hubiera visto? No, después de la primera vez ya estaba listo. En cuanto oí a los pájaros me fui corriendo a la puerta de la calle. Luego ese terrible estrépito y se apagaron todas las luces…
Separó las manos y cogió a la mujer con suavidad por el brazo.
—¿Qué voy a hacer? —dijo—. Me encontrará, antes o después. Ha matado a todos los demás…
—¿A quién?
—¿No has visto los titulares? Están todos muertos. Lionel, McGann, Bloxham. Incluso las señoras. Shales estaba en su cama. Cortado en pedazos en su propia cama. Y ahora dime, ¿qué clase de criatura hace eso?
—Una muy silenciosa.
—¿Cómo puedes bromear?
—Yo bromeo, tú sudas. Cada uno se enfrenta a ello como puede. —La joven suspiró—. Eres mejor que todo esto, Oscar. No deberías ocultarte. Hay cosas que hacer.