Uno de ellos, su prisionera Celestine, parecía ser la que menos había sufrido. Herida como estaba, todavía era capaz de volver sus fieros ojos hacia Jude y decir:
—¿Has venido a jactarte?
—Intenté advertirte —dijo Jude—. No quiero que seamos enemigas, Celestine. Quiero ayudarte.
—¿Por orden de quién?
—Mía. ¿Por qué asumes que todo el mundo es esclavo, puta o el puñetero perro de alguien?
—Porque así es el mundo —dijo la mujer.
—Ha cambiado, Celestine.
—¿Qué? ¿Han desaparecido entonces los humanos?
—No es humano ser esclavo.
—¿Qué sabrás tú? —dijo la mujer—. No huelo demasiada humanidad en ti. Eres una especie de impostora, ¿no es cierto? Hecha por un maestro.
A Jude le habría dolido oír aquel desprecio en boca de cualquiera pero en la de aquella mujer, que durante tanto tiempo había sido un faro de esperanza y curación, la condena era más amarga. Había luchado tanto para ser algo más que una falsificación forjada en un útero artificial. Pero con unas pocas palabras Celestine la había reducido a un espejismo.
—Ni siquiera eres natural —le dijo.
—Y tú tampoco —le soltó Jude.
—Pero una vez lo fui —dijo Celestine—. Y a eso me aferró.
—Aférrate todo lo que quieras, eso no cambiará los hechos. Ninguna mujer natural podría haber sobrevivido dos siglos aquí dentro.
—Me alimentó el deseo de vengarme.
—¿De Roxborough?
—De todos ellos, salvo uno.
—¿Quién?
—El maestro… Sartori.
—¿Lo conociste?
—Muy poco —dijo Celestine.
Había allí un gran dolor que Jude no comprendía pero tenía los medios de aliviarlo en la lengua y a pesar de todas las crueldades de Celestine, Jude no quiso negarle la noticia.
—Sartori no está muerto —le dijo.
Celestine había vuelto la cara hacia el muro pero ahora volvió a mirar a Jude.
—¿No está muerto?
—Lo encontraré por ti si quieres —dijo Jude.
—¿Harías eso?
—Sí.
—¿Eres su amante?
—No exactamente.
—¿Dónde está? ¿Está cerca?
—No sé dónde está. En algún lugar de la ciudad.
—Sí. Ve a buscarlo. Por favor, ve a buscarlo. —La mujer se apoyó en el muro y se levantó—. Él no sabe mi nombre pero yo le conozco.
—¿Entonces quién le digo que eres?
—Pregúntale… pregúntale si recuerda a Nisi Nirvana.
—¿A quién?
—Sólo díselo.
—¿Nisi Nirvana?
—Eso es.
Jude se levantó y volvió al agujero de la pared pero cuando estaba a punto de salir, Celestine la volvió a llamar.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Judith.
—Bueno, Judith, no sólo apestas a coito sino que tienes en la mano un trozo de carne que no has soltado en ningún momento. Sea lo que sea, déjalo.
Horrorizada, Jude bajó los ojos y se miró la mano. La curiosidad seguía en su poder, medio colgada de su puño. La tiró de golpe y desapareció entre el polvo.
—¿Te asombra que te tomara por una puta? —comentó Celestine.
—Entonces las dos hemos cometido un error —respondió Jude devolviéndole la mirada—. Yo pensé que eras mi salvación.
—El tuyo fue un error mayor —contestó Celestine.
Jude no honró esta última indignidad con una respuesta, se limitó a salir de la celda. Los insectos que habían abandonado el cuerpo de Dowd seguían arrastrándose por allí sin rumbo fijo, en busca de un nuevo escondrijo, pero la carne que habían desalojado se había levantado y se había ido. A Jude no le sorprendió demasiado. Dowd era actor hasta la médula. Postergaría su escena de despedida todo el tiempo que le fuera posible con la esperanza de poder estar en el centro del escenario cuando cayera el último telón. Un ambición vana, dada la fama de sus compañeros de tragedia y una ambición que Jude no era lo bastante tonta para compartir. Cuanto más sabía sobre el drama que se desenvolvía a su alrededor, con sus raíces en el relato de Cristo el Reconciliador, más resignada estaba a tener poco o ningún papel en él. Como el Cuarto Mago suprimido del Portal, a ella no la querían en el Evangelio que se estaba a punto de escribir, y tras haber visto el lamentable estado en el que había quedado el testamento de un rey, tampoco pensaba perder el tiempo escribiendo el suyo.
L
as responsabilidades de Clem habían terminado por esa noche. Llevaba fuera desde las siete de la tarde anterior ocupándose de los mismos asuntos que lo llevaban a salir cada día: el pastoreo de aquellos sin techo de la ciudad demasiado frágiles o demasiado jóvenes para sobrevivir durante mucho tiempo en las calles con sólo cemento o cartón como lecho. El solsticio de verano estaba a sólo dos días y las horas de oscuridad eran cortas y relativamente cálidas pero había otros depredadores además del frío que se alimentaban de los débiles (todos humanos) y la tarea de negarles sus presas le ocupaba las horas vacías que seguían a la medianoche y lo dejaba, como ahora, agotado pero demasiado lleno de sensaciones para apoyar la cabeza y dormir. Había visto más miseria humana en los tres meses que llevaba trabajando con los sin techo que en las cuatro décadas precedentes. La gente vivía sumida en la más extrema privación a tiro de piedra de los símbolos más llamativos de la justicia, la fe y la democracia de la ciudad: sin dinero, sin esperanza y muchos (y estos eran los casos más tristes) sin que les restara mucha cordura. Cuando volvía a casa tras estas marchas nocturnas, con el vacío que había dejado en él la desaparición de Taylor no lleno pero al menos olvidado durante un rato, era con expresiones de tal desesperación en la cabeza que la que encontraba en el espejo parecía casi alegre.
Esta noche, sin embargo, se entretuvo paseando por la oscura ciudad más tiempo del habitual. Una vez que saliera el sol sabía que tendría pocas posibilidades, o quizá ninguna, de dormir, pero el sueño carecía de importancia para él en este momento. Habían pasado dos días desde la visita que lo había enviado a la puerta de Judy con relatos sobre ángeles y desde entonces no había visto más indicios de la presencia de Taylor. Pero había otras señales, no en la casa sino aquí fuera, en las calles, de que reinaban poderes de los que su querido Taylor no era más que una dulce parte.
Había tenido prueba de ello hacía sólo un rato. Justo después de la medianoche un hombre llamado Tolland, al parecer muy temido entre las frágiles comunidades que se reunían para dormir bajo los puentes y en las estaciones de Westminster, se había vuelto loco en el Soho. Había herido a dos alcohólicos en un callejón, su único delito estar en su camino cuando montó en cólera. Clem no había presenciado nada de ello pero había llegado después del arresto de Tolland para ver si podía convencer y sacar del arroyo a algunos de aquellos cuyas camas y pertenencias habían quedado demolidas. Pero ninguno quería ir con él y en el curso de sus vanos intentos de persuasión, uno de tantos, una mujer a la que nunca había visto sin lágrimas en el rostro hasta ahora, le había sonreído y le había dicho que aquella noche debería quedarse con ellos bajo el cielo abierto en lugar de ocultarse en su cama, porque iba a llegar el Señor y sería la gente que vivía en las calles quien primero Lo vería. Si no hubiera sido por la fugaz reaparición de Taylor en su vida, Clem habría desechado las jubilosas palabras de la mujer pero había demasiados imponderables en el aire para que él hiciera caso omiso del más leve indicador que podría llevarle a un milagro. Le había preguntado a la mujer qué Señor era este que venía y ella le había respondido, con bastante sensatez, que no importaba. ¿Por qué iba ella a preocuparse de qué Señor era, dijo, siempre que viniera?
Ahora faltaba una hora para el alba y él cruzaba con paso lento el puente de Waterloo porque había oído que el psicópata de Tolland solía ceñirse al South Bank y algo extraño debía de haber pasado para hacerle cruzar el río. Una pista muy tenue, desde luego, pero suficiente para que Clem siguiera caminando, aunque el hogar y la almohada se hallaban en dirección contraria.
Los búnkeres de cemento del complejo del South Bank había sido una de las
bêtes
grises
favoritas de Taylor, que clamaba contra su fealdad siempre que surgía en la conversación el tema de la arquitectura contemporánea. La oscuridad ocultaba en estos instantes las fachadas grises y monótonas pero también convertía el laberinto de pasos subterráneos y pasarelas que los rodeaban en un terreno que nunca pisaría un burgués por temor a perder la vida o la cartera. Las últimas experiencias le habían enseñado a Clem a hacer caso omiso de tales inquietudes. Las madrigueras como esta solían contener individuos que más que agresivos habían sufrido agresiones, almas cuyos gritos eran métodos de defensa contra enemigos imaginarios y cuyas diatribas, por muy aterradoras que pudieran parecer al surgir de las sombras, en general terminaban en lágrimas.
De hecho, Clem no había oído ni un suspiro en las tinieblas mientras descendía del puente. La ciudad de cartón era visible allí donde las afueras se derramaban sobre la escasa luz que ofrecían las farolas pero la mayor parte yacía bajo el techo de las pasarelas, sin que nadie la viera y en absoluto silencio. Comenzó a sospechar que el lunático de Tolland no era el único inquilino que había abandonado su parcela para trasladarse al norte y, tras agacharse para asomarse a las cajas de las afueras, vio esa sospecha confirmada. Puso rumbo entonces hacia las sombras y sacó la linterna de bolsillo que llevaba para iluminarse el camino. Había los detritos habituales por el suelo: restos estropeados de comida, botellas rotas, manchas de vómito. Pero las cajas y las camas de periódicos y mantas mugrientas que contenían, estaban vacías. Con más curiosidad que nunca, siguió vagando entre la basura con la esperanza de encontrar aquí algún alma demasiado débil o demasiado loca para irse que pudiera explicar esta migración. Pero atravesó toda la ciudad sin encontrar ni un sólo ocupante y salió a lo que los arquitectos de este infierno de cemento habían diseñado como parque infantil. Todo lo que restaba de sus buenas intenciones eran los huesos mugrientos de un tobogán y un armazón de barras para los niños. El enlosado que había un poco más allá, sin embargo, estaba cubierto de color recién aplicado y al avanzar hacia aquel punto, Clem se encontró en medio de una exposición
kitsch:
toscas copias hechas con tiza de retratos de estrellas del cine y modelos dibujadas por todas partes a sus pies.
Pasó el haz de luz por el suelo en pos del rastro de imágenes. Lo llevaron hasta un muro, que también estaba decorado, pero por una mano muy diferente. Esto no era el trabajo de un simple copista. La imagen estaba hecha a una escala tan magnífica que Clem tuvo que llevar la linterna de un lado a otro para captar todo su esplendor. Al parecer un grupo de muralistas filántropos había decidido emprender la tarea de alegrar este inframundo y el resultado era un paisaje soñado: el cielo verde, con franjas de un color amarillo brillante y la planicie bajo ellas de color naranja y rojo. Dispuesta sobre las arenas, una ciudad amurallada con fantásticos chapiteles.
El haz de la linterna captó un destello en la pintura y Clem se acercó al muro para descubrir que los muralistas habían dejado su labor muy poco tiempo antes. Había trozos de pintura todavía pegajosos. Visto tan de cerca, la ejecución era informal en extremo, casi descuidada. No se habían utilizado más de media docena de marcas para sugerir la ciudad y sus torres y una única pincelada serpenteante mostraba la carretera que salía de las puertas de la ciudad. Al quitar el haz de luz de la imagen para iluminar el camino que tenía
por
delante, Clem comprendió la negligencia de los muralistas. Se habían dedicado a trabajar en todos los muros disponibles y habían creado todo un desfile de imágenes de brillantes colores, muchas de las cuales eran mucho más extrañas que el paisaje del cielo verde. A la izquierda de Clem había un hombre cuya cabeza eran dos manos formando un óvalo, un rayo saltaba entre sus palmas; y a su derecha una familia de tipos raros con pelo en la cara. Un poco más adelante había otra escena alpina, convertida en fantástica con la adición de varias mujeres desnudas flotando sobre las nieves; más allá, una estepa salpicada de cráneos con un tren lejano eructando humo contra un cielo deslumbrante, y tras eso una isla colocada en el medio de un mar alterado por una única ola en cuya espuma se podía descubrir un rostro. Todo pintado con el mismo apresuramiento apasionado que el primer mural, un hecho que le prestaba la urgencia de los esbozos y contribuía a su poder. Quizá era el agotamiento o simplemente el insólito marco de esta exhibición pero Clem se encontró con que aquellas imágenes lo conmovían de una forma extraña. No había nada obsequioso ni sentimental en lo que mostraban. No eran más que vistazos al interior de las mentes de completos extraños y se entusiasmó al encontrar tales maravillas allí.
Con los ojos había seguido el viaje de las imágenes y había perdido todo sentido de la orientación, pero cuando apagó la linterna para buscar la farola, vio una pequeña hoguera que ardía un poco más adelante, y en lugar de cualquier otro faro, decidió dirigirse hacia allí. Los que habían hecho el fuego había ocupado un pequeño jardín sembrado en medio del cemento. Quizá en otro tiempo hubiera lucido un rosal o unos arbustos llenos de flores; bancos, quizá, dedicados a algún padre muerto de la ciudad. Pero ahora sólo quedaba un césped lamentable que apenas pintaba de verde el suelo del que surgía. Reunidos sobre él estaban los inquilinos de la ciudad de cartón, o una buena parte de ellos. La mayor parte estaban dormidos, envueltos en sus abrigos y mantas. Pero había cinco o seis despiertos, de pie, alrededor del fuego y pasándose un cigarrillo entre ellos mientras hablaban.
Un negro con rastas estaba agachado en un muro bajo, al lado de la verja del jardín y al ver a Clem, se levantó para proteger la entrada. Clem no se retiró. No se percibía ninguna amenaza visible en la postura del hombre, ni nada salvo tranquilidad en el jardín que tenía detrás. Los durmientes lo hacían en silencio, con sueños al parecer amables. Y los que debatían alrededor del fuego hablaban en susurros. Cuando reían, cosa que hacían de vez en cuando, no era el ruido duro y desesperado que Clem había oído entre estos clanes, sino algo más ligero.
—¿Y tú quién eres, tío? —le preguntó el negro.